¡SIGAN A ESE HOMBRE!

Alen Cruz, impaciente, me preguntó '¿Dónde vives?'; como el que busca una compañía para siempre.


A nosotros nos toca ser sal en el mundo, poner alegría donde hay tristeza, paz donde hay discordia y amor donde hay odio. Todos tenemos motivos para estar tristes, enojados, y resentidos; sin embargo, esos caminos no llevan al descanso del corazón. Hace falta 'reinventarse', y esto cada día.

Para la primera entrada de este nuevo blog se me ha ocurrido contar algunas anécdotas divertidas que me han pasado en estos últimos años, en mis andanzas por este lugar de La Mancha.

Intelectualmente combativo, pero con un ingenio antojadizo, suelo encontrar soluciones pintorescas a los problemas que me salen al paso.

En cierta ocasión me administraron un fármaco que me puso muy malo (no voy a decir el nombre del laboratorio ya que puja en la subasta de las vacunas). Fue muy serio, y tuve que emplearme a fondo para salir adelante. El 75% de mi piel llegó a estar dañada por eczemas que picaban como demonios. Una noche que me ardía la piel como el fuego, angustiado, me fui al Hospital del Valle a las tres de la mañana, 'por ver si encontraba allí a alguien de derma que me echara una mano'. Delirante.

Pasado lo peor, empecé a darme cuenta de que la administración sanitaria me ponía trabas para documentar ese efecto del fármaco; y como yo insistía intentaban desanimarme sibilinamente. 

Con un sinfín de trucos torpedearon mi determinación de obtener papeles. Iba a una cita y me decían que ya había pasado; porfiaba para que me atendieran según lo acordado y descubría que mi citación tenía un número de afiliación que no era el mío; quedaba con mi médica y me decían que estaba de vacaciones... un capotazo tras otro y yo cada vez más desorientado. Al cabo de un año seguía padeciendo la secuela y no conseguía que sanidad lo reconociera. Y estando en ésas tuve una idea. 

Me tocaba otra revisión y decidí que esta vez iba a ser yo el torero. Examiné mi cuerpo ante el espejo, y con un rotulador tracé un círculo alrededor de cada zona herida de mi piel. Mi cuerpo terminó como el mapa de un campo minado pero, curiosamente, la cara quedó limpia. Y de esta guisa, aunque vestido, me fui a la consulta.

Me habían ido cambiando de médico con el fin de que no hubiera continuidad en el seguimiento, y esta vez me tocaba una facultativa joven. En derma siempre hay muchos pacientes esperando y va todo muy rápido. La doctora quería que yo le dijera, como venía siendo habitual, que no había novedad, por eso en cuanto entré le pedí que me examinara 'unas manchas en los pies'. Me pidió que fuera a la camilla y en un abrir y cerrar de ojos dejé ante los suyos lo que no querían ver. Desconcertada la pobre, farfullé una petición de permiso para un selfie e hice click sin esperar respuestamientras ella intentaba zafarse del encuadre. Ya de vuelta a la mesa, me propuso un pacto: ella me diría qué mal me aquejaba si yo le entregaba la foto. ¡Ole con ole y olé!

El móvil era una antigualla y la foto una birria, que no comprometía para nada a la médica, pero el invento funcionó. A partir de aquel momento dejaron de marearme (al menos por ese asunto), y desde entonces puedo decir que el medicamento X, del laboratorio Y, administrado por orden del señor Z -y con toda probabilidad sin los debidos controles- me dejó una secuela de por vida: el eczema numular,  'el más agresivo de todos los que se conocen', según confesión de la graciosa doctora.

Algún tiempo después tuve que lidiar otra corrida difícil con la administración, en otro despacho médico. Como un pobre quijote, iban saliéndome al paso gigantes con pinta de molinos, o molinos con pinta de gigantes, pero en todo caso amenazas serias a mi supervivencia.

Me habían sentado en el banquillo ante un 'juez-médico' después de haber triturado mi imagen pública. Este hombre, veinte años más joven que yo, el primer día que nos vimos me trató como a un atribulado adolescente: "Anda, pasa y siéntate ahí"; "Menudo marrón tienes, ¡eh!".  El joven galeno, el doctor... bueno... un apellido corriente... pongamos el Dr. García... me explicó que mi problema era el típico del que está fatal pero no quiere reconocerlo, y para que yo lo entendiera me puso varios ejemplos: "Una vez tuve un paciente que por las pintas no parecía que estuviera enfermo; iba muy bien vestido e interactuaba correctamente, y sin embargo creía que los enchufes le hablaban". Pero como ni con ésas lograra convencerme, 'el Dr. García' me dejó claro que en cuanto me aplicara 'el mátrix' quedaría convicto, confeso y encadenado a un tratamiento de neurolépticos ('nerviolentos') de por vida.

Este médico no sabía que yo había descubierto que él era corresponsable de haber colgado en mi historial el invento de que yo padecía alucinaciones. Y otra vez, con 'ese paquete' danzando en esta cabeza inquieta que Dios me dio, tuve una ocurrencia para desfacer el entuerto en que me hallaba.

Acudí a nuestra segunda entrevista, el 29 de marzo de 2019, como el que va a la silla eléctrica -ese maldito mátrix que no sé lo que es pero huele a chamusquina-, asustado, pero sostenido con la esperanza del plan que había ideado. Me acompañaba mi esposa, y yo me había atusado y vestido con esmero, tal y como se suele hacer "cuando la ocasión lo requiere". En aquel diminuto despacho, tres actores interpretaron su papel. Mi mujer llevaba la voz cantante, convencida de que aquel lío iba a poder desenredarlo ella solita, y yo la dejé hacer. Hallándose ya en animada conversación con el médico, yo me dirigí a éste tímidamente pidiéndole permiso para cargar mi móvil. Ellos, a lo suyo, seguían dale que te pego, en diálogo vivaz, mientras yo, callado, me acercaba de vez en cuando al enchufe, arrimaba la oreja y 'le decía a la placa alguna cosita al oído'. Después de un buen rato, cuando ya tocaba dar el consentimiento a la propuesta de tratamiento, le pregunté al médico que por qué había dicho en la primera entrevista que no conocía mi caso... y empezó a removerse en su sitio. Nerviosamente, se volvió hacia la pantalla de su ordenador como para 'refrescar su memoria', mientras comenzaba a farfullar que mi pregunta era en sí misma un síntoma de mi enfermedad... y su manifiesto azoramiento iba in crescendo. Como insistiera en que, en efecto, no me conocía, le dije abiertamente que estaba mintiendo, y entonces saltó de su asiento como si le hubiera mordido una serpiente; y en su desafuero 'me acusaba de estar loco', y levantando la voz y tomándonos del brazo, nos urgía para que nos fuéramos, mientras desde la puerta llamaba a gritos a la guardia de seguridad...

Mi mujer, atónita, y ajena a lo que se había cocido entre enchufes, no podía dar crédito a lo que acababa de presenciar y quedó convencida, como es lógico, de que realmente aquel médico necesitaba ayuda...

Lo cierto es que estas ocurrencias surgen en mí como inspiración de lo alto. Yo me veo en grandes aprietos por ser sincero conmigo mismo y con los demás. Y si bien verme perseguido es una gran cruz, no puedo al mismo tiempo dejar de reconocer que es por encima de todo un regalo. Es el regalo de la libertad. El poder elegir no cometer pecado en cualquier circunstancia es el mayor regalo que puede existir, y es la única libertad que nadie te puede quitar. 

Se da la circunstancia de que cuando llevas un tiempo caminando por esa senda, por el mismo roce que experimentas se te van cayendo adherencias y vas yendo más ligero. Esta liberación también la nota la gente y se pregunta por qué. 

El otro día subí por la tarde, como de costumbre, al club. Por la noche había un evento: una cena con actuación musical. Después de un buen rato de estar escuchando a aquel cantante, cuando estaban los comensales en los postres, mi hija y yo decidimos irnos, pero al pasar cerca del artista, éste pidió colaboradores adultos y niños, y nos apuntamos, junto con otros. El caso es que aquello nos animó y pospusimos el irnos. Los niños se retiraron enseguida, tímidos de verse protagonistas, pero yo, con bastantes tablas, me eché a la pista de baile y me solté a danzar desinhibidamente, de tal suerte que, detrás de mí, se animaron otros y poco a poco la pista se fue llenando. La concurrencia era sobre todo gente mayor, pero el músico supo adecuarse y dar con la pauta adecuada para que allí hubiera verdadera alegría. Cuando hasta 'la conga' había removido el polvo de la pista, vi a una mujer hablar azorada con el cantante, y me acerqué a ver qué pasaba. Me enteré de que la señora había perdido la piedra de una sortija que le había regalado su difunto y querido marido, una piedra ovalada y negra. Viéndola en aquel apuro me incliné hacia el suelo dispuesto a encontrar 'aquella aguja en aquel pajar', y al ver mi actitud, el cantante anunció una pausa y su motivo... con el micrófono en la mano, y una gracia particular en los labios, informó en primer lugar de algo que yo ya había descubierto: que el suelo estaba lleno de piedras semejantes a la que la señora había perdido, piedras negras ovaladas que habían estado en su momento recubiertas de la oleosa pulpa de las aceitunas. 

-"¡Qué asco!", fue lo primero que dijo aquel cantante, "un hueso de aceituna todo mordido..."

Pero aunque desanimado, al ver que yo no cejaba en mi empeño, me dio cancha arrimándome el micrófono para que yo participara al público 'mi estado', y entonces, ¡agárrense!, en todo el recinto sonó en voz alta la oración que musitaban mis labios, el responso a San Antonio, que tantos milagros de felices encuentros había procurado en mi vida. Pero amigo, aunque de primeras audaz, en cuanto el artista notó el perfume a incienso, por prudencia, miedo o grima, condenó sin contemplaciones aquella vía y el afán de la pobre viuda, y reanudó el jolgorio como si nada hubiera pasado.

En aquel momento, el príncipe que se me había concedido ser en aquella historia, quedó de pronto convertido en un lacayo. Y mientras todos volvían a gozar de la danza, yo me quedé moviéndome entre 'las patas de los caballos', buscando a tientas en el suelo la joya que la reina madre había perdido. Varias veces me pareció encontrarla y varias experimenté la frustración y la soledad del espejismo de las aceitunas... sentía espesarse sobre mí el desprecio de las gentes, la oprobiosa sensación del ridículo, la gravosa experiencia de cargar de nuevo con el sambenito del loco... pero hete ahí que estando en ésas, me vio Dios, ese caballero infinitamente delicado y servicial, que no abandona jamás a sus amigos... Y cuando la humillación amenazaba con sobrepasar mi fe... oigo, desde la periferia donde me encontraba, el anuncio de que el milagro de San Antonio se había vuelto a producir...

Podéis imaginaros mi alborozo, pero no podéis imaginaros lo que sucedió después... 

Las gentes que allí estaban, como arrebatadas por un torbellino de felicidad, empezaron a revolar sobre la pista como jóvenes pichones en primavera... No quedó nadie en la silla... Los que portaban bastón se olvidaron de él; los que no podían con su alma se sintieron ligeros; y los que creían su amor acabado, experimentaron de nuevo el deseo corriendo por sus venas... 

Lo que pasó aquella noche fue algo insólito, ciertamente, y pasará a los anales de la historia del club. Pero lo que muchos socios aún no saben es que aquel regalo no les vino por Alen sino por Cruz.



















  

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