PENÉLOPES Y ULISES
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Él no está ni se le espera, así que el día es noche y sólo de rodillas se ve la cizaña... |
Querido lector: Se dice que tal día como hoy, hace 406 años, quiso Dios llamar a su presencia, al mismo tiempo, a Cervantes y a Shakespeare; y por eso celebramos hoy el Día de las Letras. Pero también celebramos la memoria de San Jorge, de quien la piedad popular asegura que 'venció al Dragón' - vi en Belén muchas imágenes suyas en las casas, tal vez por ser figura del León de Judá-; y existe la costumbre de regalar en este día una rosa y un libro, lo cual parece ser un modo de unir las dos 'alegrías'.
En las preciosas lecturas de esta Octava de Pascua estamos recordando las primeras apariciones del Resucitado, y ayer tuvimos ocasión de admirarnos de lo que les pasó a siete discípulos 'embarcados' -desengañados por la repentina muerte de Jesús-, al 'encontrarse con Él al amanecer'. Mi autobiografía 153 rosas empieza precisamente con ese pasaje, que está en el último capítulo del Evangelio de Juan. Veo en él y así lo explico, el acontecimiento que marca el nacimiento de la Iglesia; y mi impresión queda confirmada por el hecho de que a ese relato le siguen tres versículos que suponen la confirmación del papado de Pedro, y dos más en los que se subraya la autoridad última de Jesucristo y su relación personal con cada miembro de la Iglesia. Con estos dos termina el evangelio de Juan y se completa el círculo de la Buena Noticia: Vida privada y pública de Jesús, Anuncio del Reino, Cruz y Resurrección, Nacimiento de la Iglesia Primada, y envío (misión) general y particular - '...a ti qué, tú sígueme'; exhortación a hacer la voluntad del Padre, que nos es mostrada por el Hijo.
Junto a ese pasaje, la liturgia ponía ayer la valiente intervención de Pedro ante las autoridades, denunciando su increencia y anunciándoles el kerigma -la buena noticia de Jesucristo Salvador. Y, muy sabia la Iglesia, hoy nos ofrece, por la primera carta de Pedro, un exhorto claro, sereno y firme a perseverar, con alegría a pesar de las duras pruebas; el texto va dirigido a toda la Iglesia, pero dedica unas palabras a los sacerdotes, que recuerdan las que Cristo le dirigió a él junto al lago: ¡Apacienta a mis ovejas... de buena gana; con generosidad; con mansedumbre! E igualmente, les habla en particular a los jóvenes, formándolos en la humildad.
¡Que oportunos ambos consejos!... Mientras que el mundo les trata con desdén y les enseña la arrogancia, Pedro se ocupa de los jóvenes con tierno corazón. Y con los presbíteros es firme sin ser agrio, mostrando así que le mueve la caridad y la sencillez.
Estas enseñanzas de Pedro, de ayer y de hoy, son clave en la vida del cristiano, pero resuenan con especial intensidad en nuestros días, cuando la denuncia de las autoridades está, por miedo, tan abandonada; y eso que Jesús, junto a los pobres y a los discípulos, fue al grupo social al que más se dedicó. También la formación de los fieles -tan demandada por Benedicto XVI- ha ido adelgazando, al tiempo que la dedicación a los pobres se va afianzando como la verdadera 'caritas christi urget nos'.
Y en todo esto, el final del evangelio de San Juan, apuntalando que desde el Papa hasta el último cristiano la responsabilidad moral es personal, añade otro toque providencial a esta entrada del blog que os comparto: Aunque todos los caminos os llevasen a Roma... ¡sabed que sólo uno lleva al cielo!
Es urgente, más si cabe que el auxilio a los pobres, 'a quienes siempre tendremos con nosotros', formar al pueblo fiel, y denunciar lo que de malo hacen o de bien dejan de hacer, las autoridades.
Ahora es Núñez, antes Sánchez, pero da igual porque tanto monta lo que es sin Dios... Y no es prudencia decir amén a todo; y lo mismo con los obispos. Ser perseguido por ser coherente con la fe es motivo de alegría y paz (la verdadera, claro); y es signo del cristiano vivir así... "y tras un breve padecer el Dios de toda gracia os robustecerá." (1Pe 5, 11)
¿Cómo se puede seguir teniendo fe en los políticos? Sólo se entiende si uno no ve... Desde luego, a ésos crédulos cristianos yo les diría: - Fijaos que no es lo mismo 'La Iglesia y Feijoo' que 'La Iglesia, Fe y ojo'.
Denunciar sin acritud es limpiar los caminos de tropiezos, curarse en salud. Aunque sabemos que el final de la peli es la victoria del bien, a día de hoy sufrimos un gran desorden moral; y apenas hay quien se atreva a denunciarlo, con lo que allanamos el camino a la injusticia, al abuso; y los más perjudicados siempre son los más débiles. Me impresiona constatar hasta qué punto está corrompida nuestra sociedad, muy cerca de invertirse el orden -perversión- ocupando el mal el sitio del bien. Y cuanto más lo dejemos estar, peor; hace falta coger el toro por los cuernos, ¡qué le vamos a hacer!
Ayer fui a una reunión con un grupo con el que tengo intereses en común, esperando poder intercambiar impresiones para mejorarlos, pero me llevé la sorpresa de que ninguno de los presentes quiso escucharme... Los vi como hechizados, convenciéndose unos a otros de que diciendo NADA muchas veces, al final siempre cae algo del cielo... (!) Inocente de mí, que pensaba que teníamos algo en común; ese algo no era para la mayoría de ellos sino la pantalla de otros intereses, en realidad incompatibles con los míos. Me fui contrariado, cabizbundo y meditabajo... y con la tristeza caí como un tonto en el engaño del típico spot: "LA LECHADA (merengada) de GRESY TE ENDULZA", y aunque se acerca el verano y hay que lucir tipo en la piscina, aflojé los cinco (entre claveles o rosas, sus señorías escojan) y me lo tragué de un sorbo... Y como ésta, muchas... tantas, que "Si se contaran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran." (Jn 21, 25)
PRÓLOGO DE 153 ROSAS (Las cinco que os comparto se las dedico a San Juan Pablo II, en el décimo sexto aniversario de su entrada en la Vida)
Este libro es un pan, una actuación de payasos, una tanda de ejercicios ignacianos.
Estas 153 rosas son para una chica linda que no sabe
que lo es; son también para una madre que lo acaba de ser o
de no ser; y si por mí fuera, se las llevaría también a un
enfermo al hospital, especialmente al que llegó en la camilla
de la tristeza y de paso al que entró acompañado y salió solo
y al que entró solo y así saldrá; pero llevo muy en el corazón
a aquel padre de familia al que quitándosela, le mataron el
alma y está ahora en la cárcel, en el arroyo o en el
camposanto y a esos lugares quisiera enviárselas; y a todas
las madres, pues todos tuvimos una madre y la tendremos
para siempre. Por último y muy especialmente, quiero
hacerle llegar este ramo a los que con corazón de madre y de
padre a la vez han renunciado a serlo para ser las dos cosas a
un tiempo y sufrir por ello doblemente al estar muchas veces
olvidados de todos. Y ojalá a todas estas personas les sirvan
estas flores para recordar que, si amaron tanto, fue por amar
al Amor y que aunque todos se olviden de su ofrenda, Él no se olvida.
INTRODUCCIÓN
1
«Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Se manifestó de esta manera. Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar.” Le contestan ellos: “También nosotros vamos contigo.” Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.
Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Díceles Jesús: “Muchachos, ¿no tenéis pescado?” Le contestaron: “No.” Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.” La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: “Es el Señor.” Cuando Simón Pedro oyó “es el Señor”, se puso el vestido – pues estaba desnudo – y se lanzó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos.
Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Díceles Jesús: “Traed algunos de los peces que acabáis de pescar.” Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: Ciento cincuenta y tres. Y aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: “Venid y comed.” Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.» (Jn 21)
2
Un amigo mío, sacerdote, que en la lotería de la vida cargó con una importante obesidad, decía que él estaba de acuerdo en todo con lo que decía la Biblia excepto en lo de que resucitaremos con el mismo cuerpo.
Bueno, yo, como él, también le pongo un pero a la Biblia. Creo que en el pasaje con el que empiezo este libro, el autor ha tenido que equivocarse al situar esa pesca milagrosa en el Lago de Tiberíades. Estoy de acuerdo en que los peces eran de agua dulce. Pero no en que fueran del Mar de Galilea, no; esa pesca tuvo que ser en España, a orillas del Ebro. Me explico: San Juan dice que la red se llenó con 153 peces grandes y no se rompió; y ahí está la clave para deducir que eso sólo pudo suceder en Aragón. Si el único modo de meter a diez mañicos en un seiscientos, como ‘todo el mundo sabe’, es diciéndoles que no caben, la única explicación para lo de los 153 peces es que fueran también vecinos de la Pilarica.
Bromas aparte, en realidad, esa red que nunca se rompe es la de la canción que solemos cantar en misa al comulgar: “En mi barca no hay oro ni espadas, tan solo redes y mi trabajo…”. O sea, que si quitamos la riqueza – el oro – y el poder – la espada – lo que queda es lo que ni se rompe ni se corrompe. Esto es: El afán por vivir amando, entregando tu vida día a día en el servicio a los demás. En una palabra: La vida en Dios, la vida transformada por el Evangelio en acto de amor, en obra de redención para la humanidad. Y la única red que puede aguantar sin romperse todo el peso de un mundo herido por el pecado es la Cruz de Cristo.
Volviendo al chiste, desafiando a los duros de cabeza se consiguen maravillas, ciertamente, como si el logro personal les bastara para esforzarse. Tal vez en alguna ocasión y en algún lugar del mundo, un grupo de hombres tenaces pueda conseguir con su esfuerzo una proeza semejante a la del milagro de los peces. Tal vez, aunque es poco probable.
En todo caso la red de la cruz no es esa. Con la cruz pasa otra cosa. Es también un reto, pero no el de un mayor esfuerzo todavía, sino el de dejarse llevar; el de fiarse. No es que el esfuerzo quede al margen, pero no está ahí propiamente la salvación del mundo, no es esa la clave del éxito humano. Tampoco se piense que predicamos una filosofía dolorista, en la que el sufrimiento por sí mismo bastara. El valor saludable del sufrimiento lo da el amor con que se vive. Y conviene decir claramente que rechazar el sufrimiento a costa de lo que sea, equivale a negar que el hombre pueda ser feliz aquí en la tierra, que la vida esté bien hecha, en definitiva: Que Dios sea justo. Para entender mejor este misterio de la cruz, San Pío de Pietralcina nos decía que a Jesús nunca se le encuentra sin cruz, pero que tampoco hay cruz donde no esté Jesús.
3
Con el relato de algunas apariciones de Jesús resucitado termina el evangelio de San Juan. Es la guinda para que creamos que Jesús está vivo.
En el capítulo 21, al comenzar a relatar la tercera aparición, San Juan escribe: “Se manifestó de esta manera”. Es una expresión enfática para resaltar la importancia de su mensaje: “¡Mucha atención!, que Jesús está vivo; se nos apareció a nosotros y también se os puede aparecer a vosotros; y para que podáis reconocerle cuando eso suceda fijaos bien en cómo fue lo nuestro”.
Merece la pena, por tanto, seguir su consejo y fijarse bien.
El pez, el vino y las rosas
Recordemos que los apóstoles estaban decepcionados y muy asustados tras la muerte de Jesús. Y estando así, Pedro toma la iniciativa de volver a la vida de antes, a su antiguo oficio de pescador que creían ya cosa del pasado.
Jesús había muerto y por más que fuera un desenlace como para deprimir a cualquiera, el temperamento de Pedro no era dado a la melancolía y enseguida se puso en marcha.
Los que estaban con él se apuntaron también. San Juan da los nombres de cuatro de ellos. Y dice que se embarcaron también otros dos discípulos. Esa barca, con siete a bordo y Pedro de capitán bien podría simbolizar la Iglesia a punto de nacer.
Después de las dos ocasiones en que se apareció Jesús a la asamblea de los apóstoles, los pilares de la Iglesia, esta va a ser la primera vez que se aparezca a un grupo reducido de ellos.
¿Quiénes son, pues, estos elegidos para ser los primeros testigos de la Resurrección?
Son nada menos que “los mañicos” del grupo, los duros. Veamos:
Está claro que Pedro es duro como una piedra. El segundo es el famoso Tomás, el de “Tomaseo, tomaseo, si no lo veo no lo creo”, con el dedo listo para hurgar en la herida. Después tenemos a Natanael, o Bartolomé, el que dijo eso de: “Pero de Nazaret ¿puede salir algo bueno?”; el mismo que al decir Jesús “Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño” respondió: “¿De qué me conoces?”. Y nos quedan luego dos joyitas, los apodados “hijos del trueno”, cuya madre se atrevió a pedirle al “jefe” que los sentara uno a cada lado de su trono. Estos dos, Santiago y Juan, al pasar por Samaria, le propusieron al Maestro que mandara fuego desde el cielo para acabar con los de un pueblecito que no quiso recibirles.
Este era, pues, el selecto grupo y lógicamente a todos les pareció bien la propuesta de Pedro de “dejarse de historias” y volver a la faena.
Sí, es cierto que se habían alegrado de ver a Jesús en el cenáculo, pero claro, eso no era lo mismo que cuando hacían vida en común con Él y entraban y salían. Y ya de nada valía lamentarse.
Por lo que se ve, el chaparrón de los últimos días había sido tan fuerte que les pesaba mucho más en la conciencia que esas “fugaces apariciones eclesiales”. (Algo similar a cuando hacemos ejercicios espirituales y el “fervorín” que nos entra desaparece en cuanto salimos del convento.)
Se embarcaron esos siete y estuvieron bregando toda la noche; pero más con su desánimo que con las artes de pesca. La imagen del deplorable estado interior en que se encontraban la vemos representada en la desnudez de Pedro.
Dice San Juan: “Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla. Pero los discípulos no sabían que era Jesús.”
¡Con las redes vacías y sin poder con su alma, cómo estarían al irse acercando a tierra! ¡Y qué lejos estaban de imaginar que al otro lado del túnel (la densa noche de la tristeza que atravesaban) estaba Jesús haciendo amanecer para ellos!
No sabían que ahora le pertenecían a Él, que los había comprado al precio de su sangre y que era el dueño de la vida y de la muerte.
Iban ensimismados cuando una voz, como un dardo en el corazón, los enfrentó a sus temores:
- “Muchachos ¿no tenéis pescado?”.
¿Qué tendría aquella voz que a pesar de hacerles reconocer su impotencia, no les molestó?
La respuesta entra dentro del misterio de la relación del hombre con Dios. Pero con toda seguridad les habría hecho sentir que los comprendía, que sabía cómo se sentían, que estaba con ellos y que nunca les iba a faltar nada. Algo parecido a lo que sentirían los dos de Emaús cuando, hechos polvo como estaban, un extranjero – “el único en Jerusalén que no se había enterado de lo que había pasado aquella Pascua”– se atrevió a decirles: “Pero que necios y torpes sois…” y a pesar del mal trago de ese “piropo” le escucharon con atención y se les abrieron los ojos.
Sin duda, en aquella voz, unos y otros habrían percibido, clara y distintamente, el tono amable y familiar del corazón misericordioso de Jesús.
Sólo así se explica que los de la barca pudieran responder a aquella dolorosa pregunta de un modo tan manso: “No, no tenemos pescado”. Y que respondiendo así estuvieran actuando su propia salvación:
“Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis”. Y vaya si encontraron.
Pero si el prodigio – la demostración del poder de Jesús – fue espectacular, no es ése sin embargo el tema principal del texto.
Porque es igualmente impresionante que unos tipos rudos como aquellos respondieran con tanta mansedumbre y docilidad a la peregrina ocurrencia de un “desconocido”.
Y es más admirable aún que bastara aquella humildad para conmover el corazón del Señor y hacerle derramar sobre ellos una infinidad de bienes como prenda de su amor.
De modo que aparte del poder de crear de la nada que siempre nos sorprende en los milagros de Jesús, conviene que nos fijemos también en que aquellos hombres, a cambio de seguir a Jesús hasta el final, habían recibido un nuevo ser cuyo rasgo más destacado es la humildad. Ya no eran las torpes almas de antes sino que ahora tenían el poder de hacerse hijos de Dios.
Esto es lo verdaderamente admirable y lo que Dios quiere que todos entendamos y deseemos. Él quiere curar las viejas heridas que lastran nuestras almas y en su lugar darnos alas.
Jesús es la novedad definitiva que transforma el mundo. El trato íntimo con Él nos recrea, nos hace nacer de nuevo y lanza nuestras vidas a una fecundidad sin límites.
La puerta a esa vida nueva, lograda y dichosa, es la fe, que es un acto de la voluntad, una determinada determinación, como diría Santa Teresa, de seguir a Jesús.
4
En aquel lejano día de su primer encuentro, en medio del asombro que le provocó la primera pesca milagrosa, Pedro le pidió a Jesús que se alejara de él pues no se sentía digno; y por haber protagonizado aquel acto de humildad, por reconocer su miseria y la grandeza de Dios, obtuvo su primera “medalla”: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres”.
Pero antes de que eso llegara a realizarse, Pedro tendría que hacer un camino de aprendizaje al lado del maestro, tres años intensos en los que sucederían tres hitos destacados:
El ascenso, al ser distinguido entre todos por el Padre con la revelación de que Jesús era el Mesías y el posterior nombramiento como primera piedra de la Iglesia.
La caída, con las tres negaciones.
Y la restauración, con el arrepentimiento, el perdón y la confirmación en el primado.
Justo antes de este último suceso, la confirmación de Pedro como cabeza de la Iglesia, acontece a orillas del lago este milagro que es la última lección del maestro.
Ya hemos visto que el desarrollo de los acontecimientos no parecía conducir a ver cumplida aquella promesa hecha a Pedro. Además, aquella exhortación: “¡No temas!” tampoco parecía haber prendido en él.
A nivel de toda la grey, a pesar de la profunda huella que había dejado en los discípulos el trato íntimo con Jesús, el tremendo “escándalo” del sacrificio en la cruz había hecho temblar sus cimientos. Su fe no habría resistido sin las apariciones de Cristo resucitado y por tanto la Iglesia no sería hoy lo que es o no existiría. Por tanto, esta segunda pesca milagrosa habría de ser el acontecimiento que preparase el lanzamiento definitivo de la Iglesia.
Aquel núcleo duro de apóstoles que atravesó aquella noche de dolor en el lago, “vieron la luz del amanecer” porque Jesús estaba esperándoles a la orilla, a la salida del túnel. De lo contrario, de no haber estado allí el que es prenda de nuestra salvación porque ha resucitado, ellos no habrían visto la luz y la humanidad entera seguiría hoy sumergida en las tinieblas del pecado, del dolor y del miedo.
Como dice San Pablo, si Cristo no hubiera resucitado seríamos los hombres más desgraciados del mundo, pero no, Cristo resucitó y está hoy en medio de nosotros. Y por la fe en ese Cristo estamos salvados.
En la Biblia, el mar es el símbolo del dominio de la muerte y salir del mar es el símbolo de la salvación. Por eso el tercer párrafo de este pasaje evangélico comienza diciendo:
“Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan.”
Pero si, como nos cuenta San Juan, los apóstoles habían visto al Resucitado cuando estaban encerrados en el cenáculo y se habían alegrado, cómo es que después estaban tan deprimidos. La única respuesta (y sigue siendo válida la comparación con nuestra vivencia de la fe) es que no acababan de creérselo del todo.
Creían pero su fe no se traducía en actos. Si no, habrían empezado a evangelizar y en cambio lo que hicieron fue volverse a las faenas de la mar.
¿Qué más podía hacer Jesús para convencerles? Aquellos hombres habían visto más prodigios y milagros que nadie. Eso lo tenían dentro. Si hubieran conseguido una pesca decente aquella noche, no se sabe lo que hubiera pasado. Pero el Señor no lo permitió. Les sumergió en una noche bien oscura y los dejó a solas con su conciencia. En esa soledad se dirimió su vida y la nuestra:
“Reniego de mi suerte y blasfemo, negando haber recibido el Espíritu Santo en el cenáculo, o imploro de Dios su misericordia para que me saque de este mar de muerte en que me hallo.”
Gracias a Dios, a Él volvieron su mirada y por su gran benevolencia lo encontraron. “Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la orilla”, ese “ya amaneció” señala el fin de la lucha que tuvieron y a continuación tiene lugar el gozoso encuentro con Jesús. Quede claro que para poder verle han tenido que vencer en la soledad del lago la tentación de pensar que Dios les había abandonado, que Dios no les quería.
El momento del encuentro es expresado por Juan de un modo que podría parecernos “infantil”. Tanto la respuesta a la pregunta del desconocido como ese admirable “La echaron, pues” (la red), lo cuenta Juan como si ambas cosas, decir “No” y obedecer aquella pintoresca orden fueran lo más natural del mundo.
Sin duda, así lo había vivido él, ya muy santificado por su relación con Jesús. Me atrevo a decir que no es casual que utilice precisamente en este momento del relato la expresión “el discípulo a quien Jesús amaba”, como dando a entender que el quid de toda cuestión por difícil que sea y también del misterio de aquella mansedumbre suya, no es sino el amor que Dios nos tiene y que ése es el verdadero motor del mundo, el que está deseando darnos la fe, el que hace posible lo imposible, el que lo es todo y llegará a serlo todo en todos.
San Juan me confirma en la idea de que no es tan difícil seguir a Jesús y vivir esa vida incomparablemente mejor que Él nos ofrece; que es absolutamente cierto que su “yugo es llevadero” y su “carga ligera”. Leyendo a San Juan uno se anima a creer que vivir el Evangelio es cosa de niños, tan fácil como “escuchar a Jesús, seguirle y amarle” y que lo demás, lo difícil, lo grandioso e incluso lo imposible para nosotros, corre de Su parte.
El gran milagro fue, pues, el que tuvo lugar en el corazón de aquellos discípulos. Al dar su sí al Señor en medio de la prueba, como María al pie de la Cruz, se produce la “pesca milagrosa” y al mismo tiempo “amanece” en sus vidas.
Juan es el primero que “ve” a Jesús y lo cuenta; Pedro, al oírlo, recubre la indigencia que exhibía y se echa al mar, él, el futuro Papa. ¿Para qué? Se echa a la muerte, él por delante, para arrancarle almas, para ejercer sin perder tiempo su nuevo oficio de pescador de hombres.
Después de la Resurrección ya Jesús cuida de todos y “en la orilla” tiene dispuesto el “des-ayuno”: Él mismo; el primer pez salvado de las aguas, que entregándose a la muerte, abrasado de amor por los hombres, nos abrió el camino de la salvación y ya está para siempre entre nosotros como alimento que da la vida eterna. El pan junto al pez nos recuerda que, como el maná del que sólo recibían la ración del día, este alimento no puede faltar en la mesa diaria.
“Venid y comed”, les dice, como en la Última Cena. El pez rescatado del mar es la resurrección obtenida por el sacrificio de Cristo; el vino es su sangre ofrecida para el perdón de los pecados y el pan es su cuerpo entregado para nuestra salvación (el grano que cae y muere para dar mucho fruto). Los tres son signos de esa nueva vida más dichosa y eterna, que se nos regala en la Eucaristía.
5
La red del milagro se llenó con ciento cincuenta y tres peces grandes sin romperse. Esa abundancia es una señal de lo que Dios quiere darnos ya en esta vida.
No hace tanto que empecé a creer. Mi jardín estaba hecho una auténtica selva. Tanto que ya no llegaba la luz al suelo. Crecían malas hierbas por doquier y nadie ya lo visitaba. Bueno, casi nadie, por la misericordia de Dios.
Entonces, un buen día, me decidí a creer. ¡Oh Señor!, ¡qué maravilla! Con qué amor me recibiste y con qué amor fuiste sacando todas mis espinas para ponértelas tú. Y aún así, con qué ingratitud te seguía pagando.
Pero tus cuidados de hortelano dieron finalmente su fruto, gracias a Dios. Día a día aquel penoso jardín se iba transformando. Llegó la primavera y aparecieron los primeros brotes y las primeras flores. ¡Qué indescriptible sensación embargaba mi alma al contemplar cada día los frutos de tu trabajo! ¡Cómo ganaste mi alma para tu viña, Señor! Sarmiento tuyo quiero ser para siempre. Unido a ti lo demás no me importa.
Pero también sé que a ti eso no te basta, que eres pastor además de hortelano y a tu redil tienes que llevar tus ovejas y las que no son todavía tuyas. Dime Señor, qué mandas. ¡Vaya pregunta, cuando has puesto en mis manos lo mejor de tu hacienda! Pues qué vas a querer… que la atienda.
Ciento cincuenta y tres rosas hay ahora en mi rosal. Todo lo tuyo es mío…. - Pero Señor, ¿podré…? "Shhh", me haces callar. '¡Claro que no podrás!'... Lo sé Señor... yo solo no… a menudo se me olvida que con nosotros Tú estás.
Hace unos días visité el Museo del Greco en Toledo. Vi un cuadro del S.XVII de no sé qué autor que representaba el sentido del gusto por medio de un hombre con un vaso de vino en la mano. La obra se incluía entre las de su época que exaltaban los cinco sentidos en una visión de los mismos que empezaba a ser “moderna”. En la leyenda al pie del cuadro se decía entre otras cosas que los católicos consideraban pecaminosa la contemplación de la belleza de la creación. Sin comentarios.
La rosa es uno de los iconos más populares para representar la pureza, la perfección y en definitiva la belleza natural. Luego se extendió su uso para expresar también la belleza sobrenatural y añadiéndole el calificativo de mística pasó a las letanías de alabanza a la virgen.
De la rosa es proverbial la combinación de su exquisita belleza en formas, textura, fragancia y color con el rigor de unas afiladísimas espinas en el tallo.
La contemplación de esta belleza exige, pues, respetar los límites que marca la propia naturaleza, de modo que, o somos delicados al tratarla o nos puede herir.
Algo parecido ocurre con el buen vino. Su disfrute causa un éxtasis sensible al paladar pero al mismo tiempo impone una observancia y un respeto a sus cualidades naturales, de tal modo y manera que si se abusa de su “contemplación” se origina, como sucede con la rosa, un daño no pequeño al imprudente.
Eso es lo que pasa con el vino “viejo”; pero hay otra clase de vino. Jesús al despedirse de sus discípulos en la noche en que lo iban a prender, les dijo que después de aquella cena (aludiendo a la pasión) ya no probaría más el vino viejo (el que puede hacer daño) hasta brindar en el cielo y para siempre con el vino nuevo.
Gracias a Él nosotros también podemos elegir a la carta el vino que queremos beber.
En las Bodas de Caná tuvo lugar el primer milagro en la vida pública de Jesús, convirtiendo el agua en vino. La boda había empezado como todas (a pesar de la opinión del sumiller), sirviendo el vino viejo en primer lugar, pero por tratarse de unos novios amigos de Jesús y estar María presente, el vino que se sirvió al final no fue, como es costumbre, un vino joven cualquiera, sino el vino nuevo.
Este vino del que nos habla Jesús, que pone ya en nuestra mesa si lo invitamos a cenar, proviene directamente del cielo. Su principal cualidad es que alegra sin levantar dolor de cabeza. Y nunca se acaba si permanecemos con Jesús.
Este es el vino que se puede “contemplar-degustar” eternamente sin lastimarse, porque ha perdido su aguijón. Este vino y su alegría es el contrapunto a los bienes perecederos que frecuentemente nos esclavizan.
Penas y espinas – de rosas o de vino viejo – han quedado trenzadas para siempre en la corona que luce el Salvador, para que nuestra alegría sea completa.
Si ‘una rosa es una rosa’,
bella es y peligrosa.
Si en ciento cincuenta y tres rosas
la belleza se desborda,
no nos podrán hacer daño
por gracia del “hortelano”.
153 peces cambiaron el curso de la historia. La de Pedro en primer lugar y después la nuestra. Aquella red contenía todo el don de Dios, y desde entonces han ido saliendo de ella tesoros de incalculable valor. Para empezar, la Iglesia misma y con ella la verdad que puede salvar al mundo.
Estas 153 rosas y el vino nuevo que tengo que tomar para juntarlas todas sin lastimarme, también salen de la Iglesia. Y a propósito de este esfuerzo, si intentara hacerlo con otro vino, de Cariñena, por ejemplo, que no está nada mal por cierto, acabaría beodo, sin dinero en el bolsillo y destrozado por las espinas.
A ti hoy, querido lector, como a mí no hace tanto, el Señor te mira a los ojos y te invita a hacerte pescador de otros mares. ¿Qué dices?… ¿Aceptas?... ¡Pues suelta amarras! ¡Y feliz crucero!
*[Hoy hace siete años que 153 rosas vio la luz, cerca de Antequera...]
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