EL DIABLO Y LA ROSA


 


La libertad posible es, sabiéndose amado por Dios,
adherirse a la Verdad.

Reunión de Vecinos de otoño del 2013. La crisis enseñaba ya los colmillos, y unos que vivían con el sudor del de enfrente despilfarraban el gasoil; puse un dedo en la llaga, y me eligieron presidente de la Comunidad de Vecinos; pero pintaban bastos. Yo pedía los libros y los poderes, pero nadie me los daba; y al tiempo sentía crecer el rumor de aguas en torno a mí: “Está loco; no repone el gasoil”. Milagrosamente, aquel inicio de otoño fue más cálido que de costumbre y la calefacción no hizo falta (copio y pego de la red: “17,5 ºC; 05/11/2013 Octubre ha sido muy cálido en España, con una temperatura media de 17,5 ºC que supera en 2,1 ºC al valor normal del mes.”). Estaba sin duda Dios protegiéndome; pero también estaba Él detrás de que uno de aquellos días me topara yo con un local opaco en el inmueble. Llamé a la Junta saliente, pero de nuevo me contestó el silencio. Traje entonces a un cerrajero; entré, vi y olí. Olía a muerto y corrí a buscar testigos, pero al volver me encontré a varios paisanos de policía… y a mí, como un loco de remate. Menos mal que el vice-presidente y la vecina catedrática de la UCLM tampoco sabían de la existencia de aquel local… Así, con este planteamiento, por permisión de Dios, comenzaba la obra de una nueva vida para mí.

Algún tiempo después… Nueva ley (fabricada en las cuevas del toxicovid), nueva norma-lidad,  y nueva religión, para sustituir a la Ley Nueva que vino de Lo Alto dando cumplimiento a la Antigua Ley, la escrita en tablas de piedra. Ésta nadie podía cumplirla (y servía sólo para señalar culpables); pero la que vino con la Resurrección, sí. Por la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron, merecieron muchos ir al cielo, y claman desde allí que se haga justicia de sus afrentas. El salmo primero llama bienaventurado al hombre que no se deja llevar de la impiedad, y el segundo dice que Dios se ríe de los príncipes que se alían para librarse de Él, planeando un fracaso – pues Él ya tiene decidido que sea su Hijo el único por el que nos podamos salvar.

Ayer oí a dos en un bar hablar de lo pernicioso que era el concepto de culpa, y que había que cambiarlo por el de responsabilidad, pero que eso era muy difícil porque el de culpa estaba anclado en una tradición milenaria. Ciertamente, culpa y miedo son hoy armas de destrucción masiva que paralizan a los pueblos sin derramar sangre; pero no tiene la culpa la tradición sino la destrucción de ella, no Dios, sino su olvido. En el mundo educativo es crucial el combate contra el sentimiento de culpa; pero pretender sustituir ‘soy culpable’ por ‘tengo la responsabilidad de’, no arregla nada sino al contrario. Porque si se niega a Dios-Amor ¿ante quien debe uno responder? Sólo queda la ley, pura y dura; y ésta es un amo déspota al servicio de Don Din. O sea, que la ocultación de Dios obedece y es promovida por intereses turbios. La ley nadie puede cumplirla del todo, porque supone una perfección social que no está a nuestro alcance, dada la limitación propia de nuestra existencia (quien esté libre de pecado…); no está a nuestro alcance ni podrá estarlo nunca, como hipócritamente nos hacen creer esos que planean un fracaso... Nos engañan diciendo que la solución está en eliminar la conciencia, trasto inútil que no hace más que estorbar; que una ley decidida por todos es lo único que puede hacer del mundo un lugar justo. ¡Otra vez la utopía sangrienta! Otra vez la falsa ilusión de los inconstantes que traerá devastación al mundo. Porque, por muy perfecta que sea la ley, jamás podrá eliminar el egoísmo ni la desigualdad natural. Sin embargo, ante un Juez Misericordioso – Jesucristo- que dio la vida por nosotros (y sigue dándola porque está vivo) hay muchos que se animan a dejarse la piel; y eso es tanto como dar la vida por un orden social justo sin esperar nada -terreno- a cambio. Ésa es la única posibilidad de escapar a la condena de este mundo ‘injusto’, de escapar a la culpa que nos esclaviza, al acusador que está siempre acusándonos ante Dios y en nuestra propia conciencia: Acogerse a la Misericordia de Dios.

Llevo escribiendo once años y muchas veces me viene la inquietud de que quienes me leen puedan verme sólo como ‘una espina que sólo sabe pinchar’. Alguna vez he intentado explicar – como en ‘Qué bello es vivir’- el significado de las cosas que hago, el beneficio que pueden reportar a muchas personas; pero no es fácil hacer esa operación, y antes de llegar a obtener un resultado satisfactorio ya me vuelvo a liar con aventuras y desventuras. Gracias a Dios tengo claro que estoy haciendo su voluntad, y con eso me vale para seguir adelante. Y como a los primeros cristianos, Dios acompaña mi testimonio con sus obras. Podéis creerme que vivo prodigios muy a menudo, pequeños, pero ciertamente exaltantes, y que son para mí la gasolina que me permite ir tirando.

Mis semanas son muy densas, pero Dios sabe sacarme de mis angosturas y darme respiro cuando ‘me ve desfallecer’. Sé que este mismo fuego que a mí me abrasa alcanza a los cristianos de todos los tiempos y lugares; y eso me da fuerzas, pensando que, si otros han vencido, también yo puedo hacerlo.

Constato que, en cualquier momento, cuando estoy tan tranquilo disfrutando de mis cosas, pueden cerrarse las nubes sobre mí de repente, y apresarme la congoja, y esto es algo propio de la lucha por el bien, que sólo vive quien la conozca. Sentirse amenazado por una fuerza abrumadoramente mayor que la tuya, y ver cómo te va cercando, es una experiencia dura. Es obra del diablo, ese león rugiente que ronda buscando a quien devorar… y tan cierto es esto, que velar y orar para no caer en tentación es para un cristiano más necesidad que virtud. Por esa amenaza real, el cristiano vive permanentemente en tensión; y si uno no siente ese peligro en torno a sí es porque su conciencia se ha ido deformando o porque aún no la tiene formada del todo.

¡Claro que existe el diablo! Existe y actúa continuamente, para la perdición de muchas almas. Es él quien promueve el eco mediático de los que lo niegan, como ese ‘exorcista suizo que exorcismos no hizo’, o esos guías ciegos que pontifican solemnemente desde despachos creyendo hacer grandes cosas, y confunden más que aclaran. Los que son fieles infartan -como el saliente exorcista de nuestra diócesis- en el fragor del combate, abrasados por los dardos incendiarios del maligno. Urge proclamar la verdadera doctrina, empezando por la Buena Noticia. Esta necesidad de sanación no es algo nuevo, y ya en el siglo XIV Santa Catalina de Siena, que ayer celebrábamos, se volcó con suma prudencia y caridad en enmendar esos errores de doctrina tan perniciosos, consiguiendo con-mover incluso al mismo Papa. Con justicia la venera la tradición como Doctora de la Iglesia y Co-Patrona de Europa.

Murió anteayer un eminente filósofo y teólogo católico, José Antonio Sayés, al que conocí personalmente. Navarro rotundo, recio e incansable; agudo, perspicaz y gran pedagogo; simpático, fogoso y enamorado de Dios. Sus charlas, enjundiosas y sabrosas como la comida de su tierra, atraían a los jóvenes como un panal a las moscas. En una de ésas le vi llorar, ya entrado en años, al contar la postergación que había sufrido toda su vida por parte de las élites, por haber puesto siempre en primer lugar la fidelidad al Señor, renunciando al goce inmediato, en vistas a conseguir el premio prometido. Él esperaba morirse y que al llegar al Cielo saliera Jesucristo a recibirle y, abrazándole, le dijera: ¡Muy bien, Sayés!, ¡qué bien lo has hecho, tío!  

Murió Sayés pero su necrológica no se vio en ningún medio. Su muerte pasó como esas noticias gordas e incómodas que se dan dándose por dadas, de suerte que sólo al ver algo chocante deduces lo que ha pasado; algo como esa entrevista a Sayés del otro día, cuando llevaba años proscrito en la tele y siendo ya anciano, por lo que deduces que se ha muerto…

‘La fe enferma’ era el título de aquella entrevista, y cómo no, sacó a colación el mal que se causa diciendo que el diablo o el infierno no existen, que el pecado original tampoco, etc. etc. Esas negaciones en boca de doctores jesuitas y de más, son un síntoma alarmante de la enfermedad del catolicismo; privan al pueblo de ponerle nombre a las calamidades que le afligen, de formarse una idea cabal de lo que es la vida; y cunde así el desánimo en los fieles. Mientras que ‘nunca es triste la verdad’, la mentira lleva siempre aparejada la depresión. Y la mentira sobre el Príncipe de la Mentira es la madre de todas ellas. Ese fuego que parece abrasar a los cristianos de todos los tiempos, del que habla San Pedro en su primera Carta, es la guerra que nos hace el Malo; ni más ni menos. Y ha crecido tanto la influencia del maligno en nuestros días que cuesta encontrar a alguien que viva de veras la caridad cristiana, la limpieza de vida, la honradez.

Por hon-rosa tenía yo a cierta persona de mi vecindario, y la felicité por ello en septiembre, cuando vi que su nombre no estaba entre los once que se habían sumado a la vil acusación contra mí, iniciada en enero del 21 por la vecina inquieta. Hace poco hice mención en este blog de esa hon-Rosa excepción, y ese enemigo de todos, para el que muchos trabajan, debió de enfadarse por ello y envió vasallos a cazarla.

Una nota en mi buzón me decía el viernes que fuera a los Juzgados, y no esperé. 

Me dieron un Auto del Juez que modificaba la acusación inicial, pasando de Coacciones Leves a un delito de Acoso y otro de Lesiones; pero lo que más me dolió fue que en la lista de los doce querellantes figuraba, la primera de todas, esa linda excepción que tanta alegría me había dado en septiembre. Y muy desanimado – la huella inequívoca que deja el Malo en sus víctimas- me fui a verla.

La encontré en un jardín – lugar propio para rosas- pero no estaba lozana, sino deslucida y achicada por la sombra de cierta hierba mala que se plegó en cuanto me acerqué. Al mostrarle mi disgusto por su inesperado cambio de actitud, intentó exculparse: “Yo, que nunca miro el correo, un día, por fin, me encontré una citación para el juzgado (extraño discurso; impostado, sin duda). Allí había un abogado, y una mujer que me hizo preguntas… me hicieron pensar cosas que yo no había pensado antes… - “Y te convencieron”, le dije. ‘Pues sí’, prosiguió; ‘...pero qué importa que yo también figure como acusación en ese proceso, eso no importa nada.' (!) Entre esos doce no todos opinan lo mismo” – ‘Recuerda, Rosa, que yo te felicité en septiembre por no unirte a los acusadores’, le dije, ‘pensaba que tú no tenías nada contra mí’. – “Bueno, yo vi cosas, de las que estoy segura… Por cierto, algo que me extrañó mucho fue por qué llamaste tantas veces a mi video-portero, si luego no era para mí… (!!!! y mil veces !!!!) y además a una hora en que yo no suelo estar en casa… yo te vi por la pantalla cuatro veces, pero ya sabes que estos aparatos tienen memoria (¡o se la meten! ¡con la digtadura hemos topado, que inventa delitos en tiempo real!).

Sea como fuere, sembradores nocturnos de cizaña habían cultivado en la mente de esta vecina la sospecha sobre mí y ya me había condenado; la intoxicaron y le nublaron el juicio y el corazón.

– Vine a verte hace dos años y medio, cuando eras la presidenta de la Comunidad, con las fotos del colapso estructural que encontré en el suelo de mi estudio y sus efectos… y poco después me dijiste que la Junta Directiva no iba a hacer nada porque ante eso sólo cabía rehacer el edificio…

-No, te dije que tú habías hecho algo y por eso apareció esa grieta… - No, Rosa, no, nada parecido a esa idea me dijiste. – No, vale, pero lo pensé… (la cizaña asfixiando al trigo limpio); como tú abriste ‘el enrejado’…

¿Enrejado? Le pregunté qué quería decir y concluí que se refería al forjado. – “¡Eso, el forjado!... es que no sé nada de construcción”, dijo. Como en una secta, ella, una profana en la materia, asumía el credo del impostor, según el cual yo -un loco peligroso pero muy inteligente-, al darme cuenta de que por intentar unir nuestras viviendas había provocado un fallo estructural, había querido disimularlo echándole la culpa a la constructora del edificio.

Lo cierto es que esta edificación fue un dolor de cabeza de principio a fin; aunque el fin aún no ha tenido lugar, y es de temer que aun falte mucho daño por hacer, porque lo que mal empieza mal acaba. Un vecino me contó que había comprado sobre plano y que, en cierto momento, estando las obras paradas por impago de tasas y de sueldos, con muy poco construido, y con riesgo serio de declarar la empresa en quiebra, le habían obligado a adelantar el total para salvar lo ya abonado. “No sé cómo no me dio un infarto”, rememoraba con angustia aquellos momentos este vecino.

En nuestra parcela se habían proyectado ocho viviendas de lujo, y terminó siendo la edificación pobre y rara que ya conocen Vds., con veintiún viviendas – o mejor, con cinco viviendas y dieciséis soluciones habitacionales. Lo típico de la especulación en este sector. Y allí llegué yo, con toda mi inocencia a cuestas, a despertar al monstruo que dormía.

Yo vi aquel pedazo de armario - un pegotazo- en el hall de nuestro estudio, y lo quité. Pero la base no conseguí quitarla y estuvieron tiempo incomodándome los diez centímetros de material que sobresalían por encima del resto del suelo. Hasta que un día, por fin, me armé de valor y me hice con un pistolete. Y así fue como descubrí el pastel del caos edificatorio de aquel inmueble. A él se debía la insólita peculiaridad del edificio, y por él se explicaba también que hubiera habido un colapso al armar el forjado, y que sobre el vértice de esa quiebra se hubiera echado una zapata de hormigón de medio metro cuadrado y de veintidós centímetros de altura, al modo de un parche sobre un pinchazo. Súbitamente comprendí también la razón de tan dura persecución contra mi familia en aquellos cuatro años, desde el infausto nombramiento mío como presidente, a saber: que yo me hacía preguntas y no se podía permitir que encontrara las respuestas. Ya le dije a la abogada que pida las actas que recogen aquella designación mía y su revocación al mes siguiente. Una abogada que me recomendó el párroco de Santiago, y que es hoy nuestra defensora, al oír que al mes de aquel nombramiento se había reunido a mis espaldas la comunidad de vecinos y me habían destituido, apuntó que sólo por la intervención fraudulenta del administrador podía haber prosperado una ilegalidad así. Lo cierto en todo este asunto es que nada hay oculto que no llegue a descubrirse; y también que Dios había permitido que mi nido familiar estuviera encima de un polvorín, y que, aunque ya hubiera habido varias explosiones, ninguna todavía nos hubiera aplastado.

Abordé la unión de nuestras dos viviendas con cabal discernimiento, observando el consejo de prudentes asesores y consciente de los riesgos, entre los que no estaban ningún daño a terceras personas. Era otoño del 2017. La vecina inquieta había sido tajante: “Vd. no hará nada en este edificio”. A mí ya me había dejado muy perplejo su reacción cuando, al poco de llegar yo al inmueble, y para poner una ducha en nuestro aseo, le pedimos permiso para pasar un tubo por el falso techo de su cuarto de baño… y fue como si le estuviéramos pidiendo que se cortara un dedo; por las reuniones me había hecho la idea de que era una persona equilibrada, por lo que el nerviosismo ante aquella nimiedad me causó impacto.

Iniciada la obra – un zafarrancho anunciado pero inevitable-, la guerra sucia de los vecinos arreció. Mintieron desde el principio, tapando una trampa con otra. Me llevaron al Juez y, a punto éste de dictar a favor de la vecina, descubrí la grieta susodicha en el suelo del estudio. Corrí a la notaría para levantar acta, contento de haber hallado aquella pieza del puzle de nuestro acoso vecinal y de la irracional oposición de la vecina a que ejerciéramos nuestro legítimo derecho a unir nuestras viviendas. Aliviado al inclinarse ahora la balanza a mi favor, ante la orden del Juez de reponer el forjado roto, tuve justificación técnica para hacerlo de un modo mucho más rápido y económico, e igual de seguro, que el del proyecto presentado al juez. ¿Qué pasó después? La comunidad solicitó un informe pericial. El técnico recibió presiones y falseó su informe. De resultas, una jueza en prácticas, que se fue enseguida, me ordenó derribar lo hecho y rehacer la obra según el proyecto acordado. Más presiones, y abogados que, tras dejarme los bolsillos temblando, renunciaban dejándome al borde de la indefensión judicial… y por si no fuera poco, a las trampas del informe pericial se unieron las de manos negras metiendo a posteriori modificaciones en el proyecto original, para dar cabida a la locura de que el colapso estructural del forjado del estudio -la grieta de varios metros en V- la había causado yo al hacer un agujero ¡en el forjado del piso de arriba!; increíble pero cierto. (Providencialmente, por el tiempo de la visita del perito, encontré yo otro agujero similar al mío en el mismo forjado, pensado para una bajante que luego cambió de sitio, y al intentar enseñárselo al perito, éste rehusó verlo).

La conversación con Rosa me aclaró el hecho de que se está buscando el modo de acusarme de haber sido yo el causante de la grieta, y que se está buscando también el modo de salvar los escollos de ese plan: las marcas que dejó en la pared del hall el armario de obra, las grietas en tabiques que en su día provocó la fractura del suelo, la inusual composición arenosa del solado para reducir peso en el forjado, la insólita delgadez del gran tabique central, etc. etc., trabas inquietantes por la maldad que entrañaría su desaparición... Hice un poema para relatar la providencial conversación con Rosa:

“Por ley me mandaron ir / al redil de Veticorri… / Una montaña que asusta, / (‘la mujer que me diste por compañera’) / sombra que va en pos del Amo, / con retorcidas preguntas, / torció mi juicio templado / (‘me dio del fruto y comí’). / En lóbrego laberinto / me vi después encerrada / donde esquinado escribano / beato de liarlas-pardas, / ‘denunciaquetedenuncia’, / los sesos me devanaba; / y así entre togas envuelta / con ribetes de ley clara, / violentaron en mí aquellos / la apacible bonhomía / que en mi cofre reposaba. / Y así turbado mi ser / desorientada quedé / y puse sobre el papel / que yo condeno también / de Acosador y de cruel / a quien ningún mal me hizo / y tiene pinta de ser / el chivo que en esta historia / se lleva las de perder. / Ya a solas con mi conciencia / asaltábame la culpa / y la ominosa presencia / de aquel tremendo letrado / que antes se me figuraba / ángel de cerrar edenes / blandiendo inflamada espada / que defensor de cristianos / como su nombre indicaba. / Pasé aquella noche en vela / mientras el gallo cantaba… / ¿Dónde estás Jesús amado? / para perdonar mi falta / que me amedrentan las sombras / y se me entristece el alma.”

Vi alejarse a Rosa cabizbaja y como mascullando mis palabras: “… sorprendí a la vecina camelándote cuando abrí aquel apartamento encubierto.” – “Encubierto…”, dijo.


La prueba del delito


 



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