JOSÉ, EL MENDIGO

Dinero, sin Dios = Violencia sin límites.

(El desprendimiento de los bienes materiales es controvertido, pero mi experiencia es que te da gran libertad. En su momento sufrí oposición, pero la santa Iglesia, por voz de uno de sus cardenales, me apoyó, gracias a Dios).

Me despertó a mitad de la noche un sueño muy intenso, preludio de un gran cambio en mi vida.
Era yo un niño-bien en viaje de placer. Era rico, y, por tanto, con mil apegos que mermaban mi libertad. Con todo, mi mayor tara era considerarme mejor que los demás.
Deambulando como un turista, una ráfaga de viento me arrancó de las manos el billete de avión que tenía para volver. Lo vi meterse por una entrada de metro y corrí tras él, pero cuando estaba a punto de cogerlo, un nuevo golpe de viento lo alejó de mí. Y esto se repitió una y otra vez. Yo, incapaz de renunciar a mi posesión, me iba metiendo cada vez más adentro por pasillos y túneles, con peligros y sobresaltos. Por un destino ciego, el ticket se iba colando por hendiduras y recovecos, arrastrándome consigo, hasta que me vi atrapado en una tupida red de hierros y oquedades, y a punto de asfixiarme. Atenazado por el miedo, fui a dar a un larguísimo pasillo en cuyo extremo se veía la claridad de una luz. Aunque agotado, caminé de prisa hacia allí alentado con las ansias de verme libre. Pero, al llegar, se apoderó de mí la angustia: Una bombilla lánguida alumbraba un letrerito que decía: “Salida clausurada por obras. Perdonen las molestias.”
[Esta parte del sueño es una metáfora de una situación vital cada vez más frecuente. El hecho de que cuanto más buscaba la salida más me encerraba, refleja lo que pasa en una psicosis, pero también, en general, en cualquier problema serio de la vida.] 
Extenuado, y con el corazón tan apretado que parecía a punto de estallarme, no sé cómo, pero conseguí acceder a una boca de metro que daba a un barrio deprimido de los arrabales. No recuerdo tampoco qué fue lo que me impulsó a dar todos mis bienes a los pobres que vivían allí; pero resultó que al hacerlo se me cayeron de pronto los cepos y cadenas mentales que aún me tenían atrapado.
Si Jesús mismo “aprendió sufriendo a obedecer”, nosotros, con más motivo. Él, que era Dios, antes de ascender al lado de su Padre, de donde había venido (o sea, mientras era hombre terreno), tuvo una tarea: Aprender a deponer su voluntad para hacer la del Padre.
Nosotros tenemos la misma tarea que Él, pero antes de poder cumplirla tenemos que renunciar a un modo de vivir errado, a unos hábitos, unos esquemas inútiles, que hemos heredado y que se oponen a la voluntad divina. La expresión que resume todo el lastre que hay que soltar es “el amor al dinero”. Por eso Jesús nos advierte de que un rico no puede entrar en el Reino de los Cielos. Y al decir rico quiere decir todo aquel que pone su confianza en los bienes materiales. El desprendimiento es paso obligado en el camino de todo cristiano auténtico.
La vida misma te puede poner en la situación de tener que renunciar a las cosas, o bien puede uno voluntariamente hacerlo para adelantar en el camino de la fe. Desde luego, si cuentas con Jesús, forzosamente vas a tener que elegir; como le sucedió al joven rico del evangelio.
En el itinerario de formación religiosa que yo estaba siguiendo, ya se nos había hecho una invitación a liberarnos de todo apego desordenado. Con todas mis limitaciones de entonces, yo creía sinceramente en aquel mensaje liberador que se nos anunciaba; y acepté la invitación a presentarme voluntario para subir nota.
- A ver, pensé, qué tengo yo que me esté restando libertad, cuáles son mis apegos.
Por mi educación, más bien sobria, nunca llegué a aficionarme a tener cosas, ni me dio por gustos caros. 
-¿Qué sentirías perder?, me dije a mí mismo.
Ya el Señor me había ido “podando con cortes secos y dolorosos” a lo largo de la vida; una limpieza de “cosas” que me estorbaban para acercarme a Él, claro; pero como aún mis ojos no podían ver el bien de aquellas pérdidas, experimentaba más tristeza que alegría en la consideración de mi historia. Por esa razón, seguía yo replegado en mí mismo, atrincherado en mi casa y en mi nido, y finalmente en mi cama. Al terminar la jornada, anhelaba interiormente el momento de acostarme para descansar de la fricción de vivir. 
Me había comprado en Inglaterra un edredón que era una maravilla. Al contrario que las benditas “mantas zamoranas”, era ligero como una pluma, porque de hecho estaba relleno de plumón de ave. Transpiraba fantásticamente y daba un calor “amorosísimo”. En las noches más frías y húmedas del norte, era una delicia cobijarse en él, venía a ser como meterse bajo las alas de “mamá pelícano”.
“¡Ya está!; esto es; en esta vida sólo sentiría perder mi edredón”. Había encontrado mi apego y mi tarea.
Cogí mi tesoro y lo examiné. Tenía unas manchas del uso y decidí llevarlo a la tintorería. Por suerte para mí, no consiguieron limpiarlo del todo, de lo que deduje que ese no era el sacrificio que Dios me pedía. ¿Cuál era entonces?
Me gustaba jugar al tenis y había conseguido una raqueta muy buena. Era una “Prince” sobredimensionada (de las que tienen la cabeza más grande de lo habitual) y estaba hecha con grafito puro. Me la habían traído de los Estados Unidos y en aquel momento era la “Number One”.
Exceptuando el edredón, en cuanto a objetos no podía encontrar otro que representase algo realmente valioso para mí. Por aquel entonces se organizó un rastrillo benéfico en la parroquia y ofrecí mi raqueta en donación. ¡Qué pena sentí con el precio tan ridículo que le pusieron! Me daban ganas de comprarla de nuevo, pero no había lugar.
Para ser sinceros, no me costó tanto desprenderme de ella, además, últimamente, ya casi no jugaba. Me pesaba sobre todo por lo que había significado para mí, y por el triste final que tuvo.
Aunque la mayor parte del tiempo no seamos muy conscientes, lo que de verdad nos importa en la vida lo tenemos siempre presente, aunque sea al modo de ese post-it que, pegado al escritorio, de tanto verlo se nos olvida que está ahí para recordarnos algo; pero que sea como sea está ahí, y cuando menos se piensa recobra actualidad y nos remueve por dentro; y entonces puede suceder cualquier cosa.
En esa asignatura siempre pendiente de renunciar a lo superfluo, lo del edredón y la raqueta fue anecdótico, y no tardó en presentarse otra oportunidad de 'mejorar mis notas'.
Habían pasado siete años desde mi regreso a la Iglesia. Yo ejercía de maestro y aún vivía en la casa paterna. Como mis hábitos eran moderados y apenas tenía gastos fijos, los quince años de mi vida laboral había ahorrado bastante dinero.
El lugar que la vida me tenía asignado por aquel entonces - hombre joven, convaleciente bien adaptado, acompañante perfecto para una madre viuda y una hermana soltera - parecía una pieza tan bien encajada en el puzle que, de no intervenir una fuerza superior estaba llamada a perpetuarse sine die.
Pero esa fuerza ya estaba actuando. Aquella llamada a crecer en perfección, a conocer una libertad mayor, activó de nuevo en mí el resorte del cambio; e hizo parpadear ante mis ojos el Código Pin de mi cuenta bancaria.
¿Qué significaban mis ahorros para mí?
Por aquella época todo el mundo en España, aún sin dinero, se compraba casas. ¿Quién mejor que yo para hacer lo propio? Pues hasta tenía en mi vida a una chica con condiciones para ser mi esposa. 
Tal vez le hubiera complacido a ella que yo hubiera tenido esa iniciativa; pero su prudencia y la mía permitieron que el tiempo fuera pasando sin que yo me decidiera a dar ese paso. Y en vez de eso, “me dio a mí un aire” que me sugirió donar todo mi dinero a Cáritas. Y dicho y hecho.
Pero ¡ay, amigo! En cuanto los míos se enteraron de la faena, no se quedaron quietos, y en poco tiempo reaparecieron los ceros en mi cartilla. ¡Qué frustración!
Yo lo había intentado de verdad, y había fallado; pero dice el Señor que todo le aprovecha al que obra rectamente; y unos añitos más tarde me visitaría de nuevo aquel “vientecillo juguetón”. 
“Anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego ven y sígueme”, le había dicho Jesús al joven rico. ¿Me iba yo a marchar triste y cabizbajo como aquel joven, por amar más al dinero que a Dios? Desde luego que no. “- Jesús, tú sabes que ese dinero no significa nada para mí y ya viste lo que hice con él en el pasado”.
Sea como fuere, aún no “sintiendo” ese amor al dinero, aquella cantidad en el banco no dejaba de ser una red que condicionaba mi libertad para volar. No es casual que, en aquella ocasión frustrada en que ensayé el vuelo, hubieran chirriado amenazadoramente mis “cadenas” (las del miedo a la locura), consiguiendo asustarme y disuadirme de mi empeño en zafarme de ellas, y ahondando en mi alma el  sello de la tristeza: -¿Pero, Dios mío, es que no voy a conseguir nunca verme libre de esta lacra? Y aceptando como tantas otras veces la incomodidad de esa pregunta, la dejé a un lado, y seguí con mi vida ordenada de siempre, caminando con mi cruz a cuestas tras las huellas del Señor.
Finalmente comprobé que es verdad que todo es cuestión de esperar; y cuatro años después de la intentona fallida volvieron a 'convocar oposiciones' para el escalafón del cielo. A propósito de esto me viene a la mente lo que cuenta Jorge Bucay sobre un niño que se sorprendía de ver al enorme elefante del circo atado a una endeble estaca. Lo habían amarrado a ella cuando nació y después de porfiar inútilmente por librarse durante una semana, la clavó en su imaginación, renunciando así para siempre a la libertad. 
Yo tenía en el banco diecisiete millones de pesetas; suficiente para comprarme un piso. Un día me presenté temprano en la oficina y le dije al director que quería mi dinero. Se extrañó y me preguntó si podía saber cuál era la razón, y le expliqué que me proponía hacer un buen negocio; y ahí se quedó la cosa. 
¡Y tan bueno que fue! El mejor de mi vida, sin duda; que hasta mi querida madre, en poco tiempo, lo entendió.
Aquella arriesgada jugada supondría la afirmación de mi existencia en el mundo, la inapelable voz de mi ser en el concierto de la creación. Si había vivido encarcelado por el engaño durante largos años, por fin había llegado el momento de recobrar mi libertad.
Con aquel gesto afirmaba mi fe frente al tirano; con todas mis fuerzas le gritaba al mundo: “CREO, LUEGO EXISTO” y sé que nadie podrá arrebatarme mi sitio, ahora aquí y luego en la eternidad. Ha caído la venda de mis ojos. Existo y actúo. Mis acciones tendrán una repercusión, que asumo en la Misericordia de Dios enteramente. Proclamo mi independencia confesándome criatura de Dios, escapo del cepo de la justicia y sabiduría humanas para refugiarme en el juicio compasivo de Dios.
En efecto, todo eso representaba simbólicamente mi acción. Aún no lo había alcanzado de hecho pero ya lo vislumbraba en el horizonte. Y ese porvenir halagüeño no tardaría en mostrarse a mí. Desde aquel glorioso instante hasta ahora no he dejado de reconquistar plazas que la vida sin Dios me había ido arrebatando.
Ciertamente, si uno no vive como piensa, interrumpe su crecimiento; digamos que el proyecto de su vida quedará en suspenso hasta que se decida a afirmarse frente al mundo. 
El cajero del banco no parecía sorprendido cuando vio que según me daba los fajos de billetes yo los iba poniendo en una caja de zapatos. -¿Será una operación más habitual de lo que yo imagino?, pensé.
Era una mañana fría de invierno. Pensando en mi atuendo para el evento había elegido un largo abrigo de paño de color gris marengo, que al ser yo alto, lucía mucho. Antes de salir del banco lo abotoné entero y le alcé las solapas. Quería evitar ser reconocido y por eso también me calé una visera inglesa de cuadros grises y me envolví el cuello y la cara hasta la nariz con una bufanda de lana virgen. Por último cambié mis gafas habituales por unas de sol, y me puse los guantes.
De esa guisa, agarrando fuertemente el codiciable paquete, salí a la calle, y tomé el camino de una iglesia en la que casi siempre había algún mendigo pidiendo. Caminaba pensando que al primero de ellos que viera le daría el dinero. 
Pronto divisé a la distancia a uno sentado en la escalinata. Según me aproximaba, el corazón me latía más fuerte. Me paré delante de un escaparate y me eché una última ojeada: “Perfecto, todo en su sitio. Ahí lo tienes, ánimo, ya no hay vuelta atrás”. Afirmé el paso y me lancé a por el objetivo. Ya pregustaba la victoria; estaba pisoteando a mi agresor. Llegué a donde aquel hombre y sin titubear le tendí la caja, y le dije: “Toma, es para ti”. No esperé a que lo abriera; y desaparecí de su vista como una sombra fugitiva.
La tromba de acontecimientos que vinieron después fue de película. Absolutamente rocambolescos:
Debajo de mi 'ajado paraguas' aguanté como pude el primer chaparrón. Al día siguiente, después del consiguiente lavado de cerebro, mi familia me trajo la noticia de que habían visto al pobre en el mismo sitio. Y bien aleccionado me enviaron a la misión de suplicarle que me lo devolviera. 
Lo primero que tenía que hacer era vestirme igual que el día de autos para que me pudiera reconocer. Cuando llegué a la iglesia estaban saliendo de misa, por lo que le encontré ocupado pidiendo limosna. Con la misma pinta fantasmagórica del día anterior me llegué a su altura, y parándome muy cerca de él, le dije: “Sabes quién soy, ¿verdad?” Me miró esquivo y asintió levemente con la cabeza. “Ven, le dije, que quiero hablarte”. 
La coartada de José, el mendigo, era impecable: Que le había dado miedo y lo había tirado a un contenedor. Y por eso al día siguiente seguía impertérrito en su habitual puesto de trabajo como si tal cosa. Ante eso, mi reacción fue pedirle que me llevara al sitio. Y empezamos así nuestra peculiar peregrinación atravesando la ciudad: Un mendigo cojo y yo, que en ese momento representaba el papel de loco arrepentido pidiendo misericordia. Pero todo fue en vano, pues el corazón de aquel que apenas un día antes era un pobre hombre, digno de lástima, se había vuelto duro y frío como el acero.
Aún así, bajo la presión reciente del ciclón que se había levantado, utilicé todo mi ingenio para descubrir al 'farsante'. “- José, descansemos un poco, que la ruta se está haciendo larga. Le invito a comer.” 
Un buen menú e, intencionadamente, un excelente vino, "a ver si con eso, que suele ser la debilidad de muchos de estos sujetos, se le ablanda el corazón o se le suelta la lengua", pensaba yo. Pero ¡ay, amigo!, José se reveló como un consumado agente de operaciones especiales, brillantemente entrenado. Dejó que algunos tragos del precioso líquido mojaran su garganta, pero resistió el envite. A pesar de tan abrumadora seducción no perdió ni un ápice el control. 
Reanudando la lastimosa procesión, más cansado yo que él, llegamos al supuesto sitio de los arrabales para descubrir que  el contenedor de marras había desaparecido. 
Más tarde volvería yo por mi cuenta a averiguar si algún vecino en algún momento había visto junto a aquel poste de la luz el dichoso contenedor. Mas, como era de temer, nadie recordaba que en aquel sitio hubiera habido nunca un contenedor. Podría haberse acabado ahí la película,  pero era demasiado grande el premio que me esperaba, e iba a tener que sudarlo.
En primer lugar era necesario conseguir toda la información posible sobre 'el delincuente'. Quién era, qué años tenía, dónde vivía, dónde había trabajado, si cobraba algún subsidio o no, y si era así, a través de qué banco; qué familia tenía, cómo eran sus hábitos, si bebía o no, qué carácter tenía, cuánto tiempo llevaba pidiendo en aquella parroquia, qué parroquianos le trataban, y qué sabían de él, en fin, todo, todo, cualquier dato podía ser importante.
Extendimos nuestras redes movilizando a todos nuestros confidentes. Contactamos pronto con un feligrés que venía a ser algo así como su protector, y que se mostró muy dispuesto a colaborar. Era un hombre fino; un comerciante de obras de arte. Estaba impactado con la ruindad mostrada por su, hasta ese momento, protegido; y al mismo tiempo conmovido por mi gesto, y condolido. Me invitó a su casa. Me mostró alguna obra suya, en concreto una talla de un Cristo en madera, en la que se observaban las huellas de la intervención y la predilección divina hacia aquel devoto escultor. Durante unos días colaboramos estrechamente, hasta que agotada toda la capacidad de intervención por su parte, y habiendo ya volado el pájaro del nido hacía tiempo, dejamos de seguir esa pista.
Por entonces ya habíamos descubierto cuál había sido el último escondrijo del truhan. Y también supimos que le guardaba la covacha un “celoso perro viejo”. Este tipo, un cubano más listo que el hambre, había tenido el valor de quedarse en la casa cubriéndole la retirada al halcón. Por supuesto, no tardaría en volar él también, en cuanto sopló el primer viento favorable. 
Probablemente desempolvando habilidades que a juzgar por su avanzada edad llevaría muchos años sin poner a prueba, el avezado granuja se empleó a fondo en “bailar las aguas turbulentas”. Mi madre, imitando a las brujas de los cuentos, fabricó la mejor empanada de su vida ofreciéndosela como anzuelo al tiburón, y manejó con astucia y tiento sus sobradas artes persuasivas. Aunque no estaba el tipo para banquetes, comió y bebió y festejó los manjares como un distinguido caballero. Y en todo momento aprovechó al máximo su baza: hacerse el loco. Un charlatán majadero que una y otra vez toreaba airosamente la embestida. Se salía por la tangente con una facilidad asombrosa. No había forma humana de atar cabos con semejante personaje. En un momento dado, embarullándonos con historias de agentes secretos cubanos y cosas por el estilo, arrojó un fajo de dólares envejecidos sobre la mesa, como “para dar a entender, aunque tampoco” que el dinero le importaba un pito. Demencial. Todo absolutamente demencial. 
Denuncias a la policía. Consejos y buenas palabras. Yo, como comparsa en el asunto, viéndome continuamente en la sala de espera del psiquiatra. Rondas en coche por el territorio de los gandules. Indagaciones entre el vecindario. Uso de influencias. Pesquisas en los bancos. Conversaciones con detectives. Asesoramiento con excelentes abogados. Idas y venidas, palabras, gestos, disgustos, razones y sinrazones, pros y contras… hasta que, poco a poco, las aguas fueron volviendo a su cauce.
En la Presentación del Niño Jesús en el templo, el anciano Simeón les profetizó a María y a San José: Éste ha nacido para poner al descubierto las intenciones del corazón; será una bandera discutida; muchos caerán y se levantarán por Él. 
A mi familia le ayudó mucho a encajar el golpe el comprobar que había servido para desatar algo en mi “cabeza”. Y, ciertamente, algo cambió en mí a raíz de aquel suceso. Esa novedad se hizo inmediatamente palpable en mi vida -una claridad  que antes no tenía- y les decía al corazón a los míos que no había sido caro el precio de mi rescate.
Uno de los hermanos del grupo de católicos con el que yo compartía la fe, hombre de gran corazón, se acercó a mi pobre madre, y le dijo que si desprenderme de aquel dinero me había hecho crecer, bien empleado había estado. Razonó bien, y así lo vio también mi madre.

[Extraído de 153 rosas]

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