INFANCIA, DIVINO TESORO...
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...que llevas en tu inocencia la cara y la cruz. |
Repaso los diarios, y encuentro: ‘Vuelta a lo de hace cuarenta años’. Pensé que iba a ser una apología de la nueva normalidad, un exhorto a superar el pasado; pero no, se trataba simplemente de unos pinitos literarios quejándose sobre la vida, lo cual me tranquilizó. Porque quejarse cuando uno está pasándolo mal es lo propio, y se ha hecho siempre. En este sentido, yo cambiaría en el título años por siglos. El tema de nuestros males no pierde nunca actualidad, y merece la pena ocuparse de él. De hecho, yo lo he elegido porque es también el tema de la liturgia de este domingo; no la queja en sí, sino la solución a ese malestar, que no es otra sino la de cargar con tu cruz contando con Jesús.
Esta buena noticia de hoy, llega al final de una semana que empezó con la fiesta del Martirio de San Juan Bautista, el primo de Jesús, el Precursor de la Verdad. Su vida nos enseña que cuando la existencia se fundamenta sobre la oración, sobre una constante y sólida relación con Dios, se adquiere la valentía de permitir que Cristo oriente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Sin duda, por esa íntima relación entre los primos, Juan ‘habría tratado con Jesús’ lo de jugarse la vida leyéndole la cartilla a Herodes por estar viviendo con la mujer de su hermano, y el martirio no le pillaría por sorpresa (salvo que el verdugo descargara el golpe para cortarle la cabeza por la espalda). Siempre me ha sobrecogido el pasaje de esta muerte: la hija de la concubina de Herodes bailó en un banquete, y gustó tanto a todos que el tetrarca le ofreció hasta la mitad de su reino. Ante esta oferta, la chica, preguntándole a la madre, le pidió la cabeza del Bautista; y aunque ‘el rey se entristeció’, porque Juan le parecía un hombre justo, y disfrutaba escuchándole, aunque le dejaba desconcertado, accedió a la petición por no quedar mal delante de los invitados... Pero bueno, es que hay bailes y bailes. Ayer mismo estuve yo en uno de ellos, entre amigos, y debo reconocer que siento una fuerte atracción viendo la danza de alguna chica que baile bien. Esto no es en sí malo, pero es preciso tener educada la mirada, por medio de las virtudes, para no caer en una contemplación que nos haga daño. El baile de la hija de Herodías, si la chica se parecía a su madre, fácilmente sería como uno de estos dos que relato a continuación; uno, del que me enteré casualmente, y otro, del que yo mismo fui testigo:
El grupo de estas personas, cuando les visitaba alguien distinguido, solían organizar una de cante. Una vez se fueron al Puerto a una fiesta flamenca muy privada, y Lola Flores, ya muy de madrugada, acabó bailando desnuda sobre una mesa. Entonces se hizo el silencio en medio de la juerga; y aquel cuerpo se convirtió en una llama incandescente, en un fuego incontrolado que crecía y que era imposible dejar de mirar… porque estaba poseída o los poseyó a todos… Éste fue uno de los bailes, y el otro lo presencié yo mismo en el concurrido paseo de una capital española. Un atardecer, en uno de los puestos navideños vi a un vendedor de aspecto desaliñado, que, entre complacido y enigmático, pelaba ante el público una mandarina y aparecía dentro una piedra de jade, a modo de hueso o semilla central... y aquello me dejo inquieto; al día siguiente, al tibio sol del mediodía, volví al mismo paseo y vi un corro de gente en torno a unas guitarras flamencas, mientras algunas parejas bailaban; en éstas entró en la danza una mujer que pasaba de los cincuenta, y que parecía experta. Se quedó sola rápidamente, porque era tal su fantástico ritmo que los pocos varones que intentaban emparejársele enseguida se retiraban; verdaderamente, parecía cosa de otro mundo… una explosión de sensualidad, un imán de la libido absolutamente irresistible… tan soberbio era el espectáculo que causaba fricción verlo, a varones y a mujeres… y todos los rostros traslucían la turbación de estar contemplando algo que no era normal… ni bueno. Ojo, pues, porque el peligro acecha; y sabido es que el que evita la ocasión evita el peligro.
Pero volviendo ‘a la ocasión’ de Herodes, que él mismo se buscó por hacerse esclavo de sus sentidos y del qué dirán, el peligro era tanto, que terminó empujándole a matar a un justo. Y ante esto cabe preguntarse ¿a quién debemos rendir cuentas, a Dios o a los hombres?
En el primer día de Ramos de la historia, exaltado Jesús como rey, se acercaron a él los sumos sacerdotes, incómodos con su autoridad y arrogantes, para pedirle explicaciones. Él, sagaz con los sagaces, les dio de su propia medicina: ¿El bautismo de Juan era de Dios o de los hombres? Ellos se pusieron a deliberar: “Si decimos que de Dios nos dirá ‘¿y por qué no aceptasteis ser bautizados (o sea, porque no reconocisteis que sois pecadores)?’, y si decimos que no es de Dios se nos echará el pueblo encima, porque tienen a Juan por profeta.”
La pregunta que les hizo Jesús era en el fondo sobre el modo correcto de vivir, que pende siempre sobre nuestras cabezas por más que nos incomode: '¿Tenéis vosotros, que sois poderosos, autoridad suficiente para decir lo que está bien y lo que está mal? Pensadlo bien, porque la gente no es tonta…'.
¿Quién puede saber lo que está bien -lo que le agrada a Dios- si a poco que nos duela un pie ya no razonamos con claridad? Hay que reconocer que en nuestra vida hay un misterio, y que nuestra principal tarea es resolverlo. Y Juan el Bautista nos da la clave: la oración personal nos propulsa a la vida verdadera. De un hachazo lo quitaron de en medio, pero, ‘si existe el cielo’, lo mandaron directamente a él…
Les decía que hoy habla la Iglesia de la cruz, y que ésta es el remedio contra los problemas que nos afligen; contra la queja. Juan Bautista recibió una misión estando en el seno de su madre, que le había concebido siendo anciana. Prima de la Virgen María, al enterarse ésta por boca del Ángel Gabriel que Isabel estaba embarazada, se fue enseguida a verla, portando ya en su seno a Jesús. Y nos dice Isabel que al entrar María en su casa, Juan saltó de alegría en su seno, cosa explicable sólo por la existencia del Espíritu Santo, que lo sabe todo y se lo da a conocer a quienes Él quiere y encuentra bien dispuestos. Y Juan lo estaba; porque en cuanto tuvo edad salió de la casa de sus padres para ser la voz que clama en el desierto ‘Preparad el camino al Señor’. Se vestía con pellejos y comía saltamontes y miel silvestre, y su llamada al arrepentimiento era tan poderosa que muchos pensaban que él era el Mesías esperado. Pero no lo era y lo dejó claro: ‘No soy yo… y no merezco ni desatarle las sandalias’. Él no era la luz, sino testigo de la luz; testigo de la Verdad. Y por eso lo mataron los enemigos de la verdad.
Juan tuvo muchos seguidores, y les enseñaba a vivir austeramente, aguardando la dicha que estaba por venir. Su predicación era la de ‘evitar el pecado preparándose para acoger el Amor como fin último de la vida’.
Ayuno (no dejarse
ordenar por lo que nos apetece), limosna (buscar el bien común) y oración
(diálogo con Dios y sacramentos); este sería el programa iniciado por el
Bautista y que aún sigue vigente como el camino seguro para alcanzar la
felicidad, que es la meta de todos. Y no hay otro.
Se alzan hoy los fariseos diciendo ‘Seguidme a mí’, ‘Aquel a quien esperáis, soy yo”; pero la objeción es la misma: ¿Quiénes sois vosotros para imaginar siquiera el deseo de Dios? El único modo de atinar en la vida es por medio de la Sabiduría, por medio de la Palabra que en nuestra conciencia resplandece como Revelación eficaz, como camino seguro de salvación; y eso es lo que nos conviene aprender a desear, pues ahí está nuestra felicidad. Esto lo dice hoy la primera lectura de la Misa; y lo repite de otro modo la segunda: San Pablo le pide a uno que había sido ofendido que perdone, y no sólo eso, sino que acoja como a un hermano al que le ofendió, y se arrepintió cuando le predicaron el Evangelio; es lo que nunca haríamos, el mundo al revés, pero es la verdadera humanidad; respecto al Evangelio, el de hoy es provocador, dejad todos los bienes si queréis el único que verdaderamente lo es: dejad esposa, hijos, hermanos… y hasta vuestra propia vida... en manos de Dios; cargad con vuestra cruz de cada día y seguidme. Por otro lado, en el oficio de lectura de hoy vemos a Sedecías, rey de Judá, humillándose para conocer por medio de Jeremías la voluntad de Dios; y San León Magno nos habla de tres bienaventuranzas: la de los que tienen hambre de justicia, que es hambre de Dios, porque quedarán saciados; la de los que para alcanzar esa justicia practican la Misericordia, porque en ella encontrarán la vida; y la de los que se esfuerzan en tener una vida virtuosa, porque su premio será ver a Dios cara a cara (se gozarán en la caridad).
No hay otro camino que acabe bien más que éste que nos muestra la Iglesia, desde siempre. Saltan a la vista los dolores de los habitantes del mundo, los vemos y nos duelen. Y seguimos rebelándonos ante el mensaje de cargar con la cruz contando con Jesús. Pero viendo lo difícil que nos resulta vivir, es obvio que tiene que haber gato encerrado, que tiene que haber algo que explique esa dificultad, puesto que escandaliza al sentido común pensar que la vida no es más que una jugarreta. Viendo la hondura de los corazones que tenemos al lado, la belleza escondida -o tapada por el barro- que hay en cada uno de ellos, es fácil pensar que todos encerramos un misterio, al que hay que acercarse con reverencia… con Misericordia.
Nuestra condición es tal, que sólo siguiendo el consejo de Jesús, accedemos a la verdadera dimensión de la vida, la cual, sin mediar Él, permanece del todo inaccesible, frustrándose así el gran proyecto de Dios para cada uno de nosotros. Pero si aceptamos cargar con nuestra cruz vamos entrando en esa verdadera vida… y entonces el asombro se apoderará de nosotros, y como los primeros evangelizadores diremos también aquello de “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman, eso os anunciamos.”
Se alzan hoy los fariseos diciendo ‘Seguidme a mí’, ‘Aquel a quien esperáis, soy yo”; pero la objeción es la misma: ¿Quiénes sois vosotros para imaginar siquiera el deseo de Dios? El único modo de atinar en la vida es por medio de la Sabiduría, por medio de la Palabra que en nuestra conciencia resplandece como Revelación eficaz, como camino seguro de salvación; y eso es lo que nos conviene aprender a desear, pues ahí está nuestra felicidad. Esto lo dice hoy la primera lectura de la Misa; y lo repite de otro modo la segunda: San Pablo le pide a uno que había sido ofendido que perdone, y no sólo eso, sino que acoja como a un hermano al que le ofendió, y se arrepintió cuando le predicaron el Evangelio; es lo que nunca haríamos, el mundo al revés, pero es la verdadera humanidad; respecto al Evangelio, el de hoy es provocador, dejad todos los bienes si queréis el único que verdaderamente lo es: dejad esposa, hijos, hermanos… y hasta vuestra propia vida... en manos de Dios; cargad con vuestra cruz de cada día y seguidme. Por otro lado, en el oficio de lectura de hoy vemos a Sedecías, rey de Judá, humillándose para conocer por medio de Jeremías la voluntad de Dios; y San León Magno nos habla de tres bienaventuranzas: la de los que tienen hambre de justicia, que es hambre de Dios, porque quedarán saciados; la de los que para alcanzar esa justicia practican la Misericordia, porque en ella encontrarán la vida; y la de los que se esfuerzan en tener una vida virtuosa, porque su premio será ver a Dios cara a cara (se gozarán en la caridad).
No hay otro camino que acabe bien más que éste que nos muestra la Iglesia, desde siempre. Saltan a la vista los dolores de los habitantes del mundo, los vemos y nos duelen. Y seguimos rebelándonos ante el mensaje de cargar con la cruz contando con Jesús. Pero viendo lo difícil que nos resulta vivir, es obvio que tiene que haber gato encerrado, que tiene que haber algo que explique esa dificultad, puesto que escandaliza al sentido común pensar que la vida no es más que una jugarreta. Viendo la hondura de los corazones que tenemos al lado, la belleza escondida -o tapada por el barro- que hay en cada uno de ellos, es fácil pensar que todos encerramos un misterio, al que hay que acercarse con reverencia… con Misericordia.
Nuestra condición es tal, que sólo siguiendo el consejo de Jesús, accedemos a la verdadera dimensión de la vida, la cual, sin mediar Él, permanece del todo inaccesible, frustrándose así el gran proyecto de Dios para cada uno de nosotros. Pero si aceptamos cargar con nuestra cruz vamos entrando en esa verdadera vida… y entonces el asombro se apoderará de nosotros, y como los primeros evangelizadores diremos también aquello de “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman, eso os anunciamos.”
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