EL HOTEL RELASALREVES

El edén tendrá que esperar



De repente, se presentó la ocasión de que nuestra hija de catorce años se uniera a la peregrinación de jóvenes a Guadalupe, y allá que se fue el viernes a las cinco, súper emocionada. Su madre y yo estábamos en suspense por nuestra repentina ‘liberación’, y yo le propuse un fin de semana de ensueño: dos días completos de felicidad en el entorno idílico de un parque natural a menos de cuatro horas de Toledo, con deliciosos caminos solitarios entre diversa vegetación autóctona, con sol y cielo azul, playas vírgenes, magnífica piscina exterior (30º de día y 23º a las once de la noche el mismo viernes), cálidas terrazas, golf, blancos salones, buena comida, y sábanas de holanda que te suben a la luna en volandas… en fin, un regalo divino inesperado, ansiado alivio para nuestros cuerpos y nuestras almas. Habíamos pagado setecientos euros y pico por aquel finde, el dinero del veraneo que no habíamos tenido. Íbamos de camino, cuando nos llamó el encargado de recepción… “- Sí… ¿qué, cómo, que ha habido un error de registro y no podemos quedarnos en el hotel?... Está usted de broma, supongo...” Pero no, no estaba de broma el gestor, sino todo lo contrario; tropezaba al hablar, visiblemente azorado por tener que hacer aquella bellaquería… Un resort potente, a mediados de octubre, sin eventos destacables de fin de semana, obviamente no tenía overbooking; pero el que manda, manda, y el joven encargado, obedeciendo órdenes, arremetió contra nosotros y nos machacó el plan. Adiós al fin de semana idílico, adiós al ansiado retiro conyugal en paz… adiós al ‘Dios mío, qué bueno eres, que bien nos tratas, con lo malos que somos’. Con lo cargadito que yo iba, aquel contratiempo me descolocó sobremanera, y el resto del viaje fue para mí el ‘sano ejercicio’ de lidiar con mi malestar. Al final, después de unas cuantas agriadas vueltas, nos metimos en un hotel de una ciudad ¡a las doce de la noche! Mi mujer fue de cabeza a la cama, y yo, por higiene y por ver si me ayudaba a descansar mejor, me metí en la ducha. En vez del minuto y medio que suele durar una de mis duchas habituales, me demoré hasta los siete minutos, lo cual fue suficiente para enfadar a mi mujer por la inoportunidad, y acabar de arruinar lo que en principio iba a ser una pregustación del paraíso. “Amigo, me dije a mí mismo, la vida es lucha, vivir es ir de camino, y el descanso vendrá después”.

Por duro que sea, lo cierto es que vivimos en la peor de las dictaduras imaginables: con unas leyes sin espíritu, que son papel mojado y ruina para la gente corriente (el propio Presidente de la nación delinque contra la Constitución en el Decreto de Alarma y no pasa nada); privados de formación y de información (las que se nos proporcionan conducen a la servidumbre en vez de a la emancipación); siendo despojados de salud y de poder adquisitivo a marchas forzadas mediante mentiras propagadas mundialmente; siendo violada la Ley Natural impunemente (el padre que quiera educar a sus hijos según esa ley es encarcelado); siendo silenciado el juicio recto -o sentido común- por el abuso de la red mediática (con linchamientos incluidos); y siendo alejados a empujones de los pastos de la verdad por ciertos pastores hipócritas. Un panorama funesto donde los haya… porque la mayoría del país, reducida a condición cuasi animal, sigue sin enterarse de que vive en una cárcel.

¿Qué tenemos que hacer, hermanos?, es la pregunta. Traspasados por la conciencia de la gravedad de la situación, los habitantes de Jerusalén dirigieron esa pregunta a Pedro después de que él, lleno del Espíritu Santo, les proclamara el Kerigma: Que acababa de nacer un Mundo Nuevo, gobernado por Jesucristo, Dios y hombre verdadero; al que nuestra impiedad había asesinado, y al que el Padre del cielo, por la total obediencia de ese Hijo, había resucitado, el primer hombre de todos. Sólo Él, por su unión con su Padre, había resistido al poder del Mal que no cesó en su empeño de empujarle a pecar (desde las tres tentaciones del comienzo de su vida pública, hasta la noche fría de Getsemaní), y hombre como era, había vencido el miedo a morir, convencido de que su vida estaba en manos de su Padre y de que no se acababa con la muerte física… Ciertamente era Dios, pero era también hombre igual que nosotros, por lo que en su lucha con el tentador tuvo que usar las mismas armas que a nosotros nos ofrece la Iglesia hoy; y, de ellas, la principal, la oración, que nos religa a Dios. Sudando sangre, avanzó con paso firme al calvario, lleno de la fuerza de lo alto, la que le embriagaba por la conciencia del bien que estaba a punto de hacer… abrir el camino a la salvación de ingentes multitudes de almas. Si el miedo le hubiera vencido, habría consentido con alguna propuesta del diablo, que tendría una apariencia inocente, pero, que, en realidad, sería perversa. Y su alma hubiera quedado esclavizada por el malo, mientras durara su vida, y después, durante toda la eternidad. Pero como pudo más su virtud, y Jesucristo fue resucitado, el diablo perdió para siempre el imperio sobre las almas que ostentaba, la muerte perdió su aguijón, perdió el tener la última palabra para obligar a los hombres a pecar. Cuando el pecado fue vencido el mundo cambió. Jesucristo demostró que se puede vivir sin pecar, y que si te matan por ello, tú no pierdes nada, ni el que te mata gana nada, pues tu vida sigue más allá de la muerte, ya que ésta no tiene ya ningún dominio sobre el que no peca.

Pero para poder vivir esta novedad hace falta bautizarse y emprender un itinerario de vida diferente, de vida en el espíritu, que, para que nadie se espante, es la verdadera vida, la que estamos llamados a vivir con eterna dicha, y que no tiene nada de aburrida sino todo lo contrario; aunque para comprobar esto hace falta entrar por la puerta estrecha de la fe. Avanzando por ese camino, cuanto más se acerca uno al ideal de vida pura, más se da uno cuenta de que es justamente eso lo que anhela su alma, su yo más verdadero.

“¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” (Hch 2) fue la pregunta crucial al comienzo de la Nueva Era Cristiana, y vuelve a serlo ahora, cuando en Occidente estamos tocando fondo en la increencia. Y la respuesta, por tanto, es la misma: “Convertíos, bautizaos y poneos en camino con vuestro nuevo traje. Insistid en la oración en común, en la Eucaristía y el resto de sacramentos, en el trato asiduo con Dios y el buen obrar”. Y si hacemos eso, el poder del mal, que opera en las tinieblas, y que hace que parezca que el mundo está a sus pies, se disipará como una nube que deshace el viento. No hay que ir de frente al agresor, sino, más bien, dejarlo que siga con sus diabluras, y nosotros permanecer ahí, fieles al Señor; al Dios de los dioses, que no tiene rival, y que en su momento soplará con el aliento de su boca sobre la gran prostituta, la Babilonia de los mercaderes, y la arrojará a la impotencia total, al fuego que no se acaba.


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