HIJAS DE EVA MARÍA
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El parecido es el signo del amor que se da, la marca de que somos del Espíritu Santo, esposo de María. |
El jueves le entregaron un papel a mi esposa para que se presentara al día siguiente a un examen médico en la Seguridad Social, para evaluar su capacidad para impartir clases. Pavor me causó esa noticia: ya sabéis como, con total desprecio a la verdad, me incapacitó una médico inspectora mentirosa, quince días antes de obtener mi retiro por la edad.
Sanidad y Educación han mudado su noble función social para ser las mordazas del sistema. Su gestión está copada por servidores del dinero, y ahogan a la gente honrada, sean empleados o beneficiarios del servicio. Cualquier excusa les basta para ajusticiarte; y así fue como actuaron con mi esposa.
Las excepcionales notas de sus alumnos en la EVAU, a lo largo de 25 años, son la inapelable demostración de la excelencia de su labor; pero su inmejorable reputación -y luego su salud- se irían al garete de un día para otro por un pequeño error. Un exceso de celo en su trabajo, y la falta de apoyo institucional, propiciaron ese fallo suyo, desvinculado por completo de cualquier supuesta práctica defectuosa. Pero precisamente por los rasgos modélicos de su trabajo, por su honestidad, y por ser mi esposa, no se lo perdonaron. Al contrario, se abalanzaron sobre ella con saña, y en su perplejidad, saquearon su ánimo sin piedad, sembrando la desolación en torno suyo.
En marzo del 2019, para asegurarse la presa, la estigmatizaron uniéndola a la calumnia mediática que lanzaron contra mí; y agentes del género, haciéndose pasar por benefactores, la indujeron a mantenerme al margen… Así desorientada, culpándome de su desgracia, y muy agitada, se fue a donde su madre agonizaba. Y sucedió que le pilló el confinamiento allí, al poco de llegar, en unas condiciones deplorables: enferma de tristeza, desubicada, sin dinero, y distanciada de sus parientes por el sembrador de cizaña. Aquel tiempo, que terminaría con la muerte de su madre el veinte de julio, fue de enorme sufrimiento interior para ella.
Destrozada, volvió a Toledo para afrontar su duelo en el más absoluto desamparo y rodeada de asechanzas. Y en cuanto llegó, se pusieron a hostigarla: denuncias falsas de vecinos, con amenazas de muerte, daños a la vivienda y violencia física (como el descomunal mazazo que cayó sobre su techo en plena Nochebuena); procesos judiciales plagados de irregularidades, con sentencias condenatorias y multas infundadas; cruel extorsión económica, combinada con terror psicológico por parte de una Administración kafkiana; asaltos y sobresaltos sin cuento; un número abultado de intervenciones intimidatorias del CNP; y dieciocho atestados acusatorios de la Policía Local.
Como vieron que conmigo no podían, la empujaron a ella a la desesperación; y ella descargaba a menudo su tensión sobre mí; pero Dios tuvo a bien destapar la maldad que nos asolaba, y me desveló la treta que usaba la falsa policía para hostigarnos: le pagaron a una parejilla de mal vivir (apreté un poquito y cantaron) para que les telefoneara y poder así acudir a hostigarla; y se coordinaban también con el seudo-vecino de la piel del diablo, que lleva años ejecutando el plan de acoso vecinal que está detrás del proceso penal que nos han abierto. Tan patente quedó el delito, que acaba de comunicarnos la abogada que la parte demandante del proceso no va a hacer valer los partes policiales en el escrito de acusación…
Seis meses duró la afrenta de mi esposa, hasta que, el domingo 21 de marzo del 21, ya más muerta que viva, unos hombres grises cogieron sus despojos, y, a empujones, los metieron en la trituradora Toxicovidora.
Rompieron la puerta de nuestro domicilio, que ella, con razón, se negó a abrirles; y se la llevaron. Volvíamos de misa mi hija y yo cuando advertimos lo que había pasado; y empezó entonces otro baile. Los primeros compases nos iban a dar la nota del triste son que durante cinco largos meses no nos dejaría:
Alarmado, fui corriendo al CNP, y de allí me mandaron a la Policía Municipal. Un agente, el de número de placa ..., llamó a un mando y vino diciendo que no era cierto que yo estuviera casado con mi esposa – ¡ah de la paciencia de los santos! Que si no se percibe aquí la presencia del maligno, ¡venga Dios y lo vea! Empecé entonces a solicitar constancia escrita de las circunstancias de mi mujer: en el Ayuntamiento, en la Comisaría, en los Juzgados… y nada. Recibía cartas certificadas a nombre de los dos y yo no podía recogerlas porque no disponía de registros formales de su paradero… llegué incluso a presentarme ante el CNP para declarar que mi esposa estaba en paradero desconocido… pero todos mis intentos resultaban infructuosos, y las barreras que me ponían, desmoralizantes. Me llegó una multa del coche de mi esposa; y como no podía comunicar a tráfico el nombre del conductor con certeza, elevaron la sanción, y la hicieron firme, por cuantía de ¡novecientos euros!… Mis derechos y obligaciones de estado quedaron suspendidos durante los cinco meses que duró el encierro de mi esposa. Pero no nuestra unión, que, ¡vive Dios!, es intemporal.
No paré de investigar, y de procurar influir en su suerte. Publiqué, hablé con unos y con otros, indagué, solicité informes, intenté mejorar sus condiciones, fui ninguneado y burlado muchas veces, descubrí engaños, pedí su alta con una exposición razonada de motivos, incomodé, insistí, fui engañado y amenazado, me marearon…
Hasta que, por fin, el diez de agosto, la vi acercarse como una sombra, apoyada en una auxiliar. Ésta la despidió con misericordia y me la entregó como diciendo: “Aquí tienes lo que queda de tu esposa”. Una vez en el coche, lo primero que hizo mi mujer fue intentar gritar… Un sonido sordo, ahogado, apenas audible, se escapó de su garganta… encogiéndome el corazón. – “¿Ves? No puedo gritar.” Y con la vista al frente, y tensando los músculos de su cara y de su cuello, en una mueca patética, volvió a intentarlo… una, dos, tres veces, consiguiendo cada vez arrancar, tan sólo, un lastimero quejido a sus cuerdas vocales. ¡Qué aflicción, verla experimentar su impotencia! Con la típica cara de asombro del que acaba de salir de un gran sufrimiento, tuvo allí mismo que tragarse su pena, y empezar a digerir, lentamente, el gran daño, físico y moral, que tan injustamente le habían infringido.
Los pocos conocidos que se acercan a ella ahora, van buscando algo que les recuerde aquel arroyo de aguas cantarinas que fue mi esposa en su juventud, y se alarman al encontrarse sólo con una persona desfigurada por el peso de la cruz.
Es fácil que un corazón noble se rompa con las asperezas del camino, ¡y cuánto cuesta luego recomponerlo!... si es que Dios da esa gracia. De niño veía a mi padre pasarse muchas horas en soledad y silencio… Yo me acercaba y enredaba en torno a él… porque era mi padre, y aunque no me hablara apenas, me gustaba estar a su lado… Se lo llevaron a la guerra con veinte años... y al volver, cargado de heridas, no encontró a su madre, porque la maldad la había acusado y encarcelado, y tardaría cinco años en volver. Veinte años después, aún no se habían cerrado del todo esas heridas.
Las de mi esposa, también muy hondas, están muy recientes; y nuestros enemigos, que lo saben, la acosan como una jauría de perros: “Está para el arrastre”, murmuran entre sí. El mismo día de su regreso, apenas puso el pie en casa, dos policías llamaron a la puerta para citarla ante los tribunales por el juicio del falso guardia de seguridad.
Un desaprensivo médico de trabajo, interlocutor nulo para sus pacientes, ha dictaminado, con mentiras y sin escrúpulos, que no está para trabajar; y con esa ‘ciencia’ suya, pretenden jubilarla. La derribaron y la quieren rematar, ¡Dios no lo permita! En el trabajo está humillada; le han colocado un lazarillo que la lleva de un chiringuito a otro, como un paquete. Privada de sus derechos, parecen estar esperando a que llegue el momento de deshacerse definitivamente de ella. Y todo el mundo calla; nadie dice: eso no puede ser, yo la conozco, y durante treinta años fue una buena profesional; este cambio de su fama es injusto, aquí hay algo turbio… Y lo mismo pasa con su marido, también le conozco, y no me puedo creer esas historias fantásticas que cuentan de él; leo lo que escribe, y es de lo más cabal (por más que cueste compartirlo…). Lo de este matrimonio huele a represalia que echa para atrás; vaya que si huele…
Ese silencio en torno a nosotros da que pensar. Durante un tiempo fuimos una pareja popular, bien vista; y poco a poco, eso fue cambiando. ¡Y hasta qué punto! Sin embargo, yo siento que nosotros no hemos cambiado: Rezamos al mismo Dios de siempre; bebemos en las fuentes de siempre… pero es verdad que estamos apartados dentro de la Iglesia. Y precisamente ahora, cuando, más que nunca, insiste esta Iglesia en que caminemos juntos… En el encuentro de FRC experimenté, como una espada clavándoseme, esta contradicción: con el Santísimo expuesto, una voz en off nos adoctrinaba en el misterio de comunión que es la Iglesia, mientras el Señor escuchaba también, pacientemente, esperando su turno para entrar en el diálogo; yo ansiaba escuchar sus palabras de vida, pero pasaba el tiempo y tal parecía que no le iban a dejar hablar, pero le llegó el turno; por algo es Dios... Fue al final, cuando la voz en off concluyó su oficio; se levantó entonces un hermano, inspirado, y le dijo al Señor, con el corazón en las manos, que su vida era Él; y Él, que en el amor no falla, le abrazó tiernamente, y los demás, como un solo corazón, nos sentimos abrazados con él; y en ese abrazo entendimos todos, sin necesidad de palabras, el misterio de la íntima unidad de la Iglesia.
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Jesucristo, siervo doliente, no mola |
Se han dejado aparte los problemas reales de la Iglesia: la catequesis verdadera; los desafíos de la persecución; los ataques a la doctrina y a la autoridad moral del catolicismo… Y ‘no se habla más que de hacer cosas juntos’; y de hacer sínodos. Esto responde al intento de algunos de acallar las pocas voces que denuncian la grave impostura que está intentando hacer, con la religión católica, la cuadratura del círculo: una Iglesia compatible con este mundo; o sea, una Iglesia sin Jesucristo. De hecho, lo que se ve, cada vez se parece más a un grupo político, y a una ONG. Ayer mismo vi al Arzobispo Primado de España, en la Jornada de inicio de curso, que no incluía Misa, sudando la gota gorda bajo el peso de sus vestiduras litúrgicas; unas cien veces le vi girarse y agacharse para coger de una mesa una bolsita de regalo, que unía a un ejemplar de su Carta Pastoral para dárselo en mano a un representante de cada una de las órdenes consagradas de la Diócesis; y después, ya sin obsequio, siguió repartiendo, a los alrededor de doscientos fieles que allí estábamos, el ejemplar de su Carta. Está apresado por una maquinaria política, y violenta, que es la que intenta esa componenda con el mundo, del todo imposible. Y ya va habiendo víctimas; este julio pasado se encontró el cuerpo sin vida de un cura francés que había denunciado abusos por parte de sus superiores.
Y yo estoy en el punto de mira también; se tambalea mi vínculo conyugal por ejercer mi misión conforme al evangelio de la vida que me fue anunciado; pero tengo por mucho más valioso mi pertenencia a la Iglesia eterna que a la temporal. Me obliga más la palabra revelada que me fue mostrada, y que hasta ahora está salvando mi vida, que el oráculo de personas 'cultas' cuya ceguera hace peligrar la salvación de muchos; no reconozco su voz, no los tengo por pastores y no les arriendo la ganancia.
A mí me convence San Pablo, cuando le dice a Timoteo, y hoy nos lo recuerda la Iglesia, que ponga empeño en avivar el don que recibió, y que predique la sana doctrina moral que él mismo, Pablo, difundió, en respuesta al encargo que Jesucristo mismo le hizo, en la fe y en la caridad verdaderas. Esa caridad que le llevó a no hablar con fingimiento por contentar al mundo, y a llevar cadenas por ello. Porque disimular el mensaje es entregar a las ovejas al lobo…
Ayer fui a Olías a acompañar a mi hija, que quería ir a las atracciones. La dejé allí con unas amigas, y me topé con una procesión que rezaba el rosario en honor de su patrona, la Virgen del mismo nombre. Me uní al cortejo en oración, y ya en el templo asistí al último día de la novena. ¡Cómo necesitamos, María, tu intercesión! ¡qué perdido está tu pueblo!
Hacia las diez y media me acerqué a recoger a las chicas, y, lógicamente, me pidieron prórroga; y me separé de ellas como un tiro de piedra, que con el barullo me bastó para que no me vieran. Observé la atracción que congregaba el mayor número de preadolescentes, donde ellas estaban. Un anillo de unos siete metros de diámetro que giraba sobre si mismo balanceándose al mismo tiempo. Tenía en todo el perímetro un banco que permitía cogerse y resistir los bruscos embates de la oscilación irregular; pero la diversión era ponerse de pie y ser derribados sobre una superficie blanda. Viajaban de cada vez en aquella nave unos veinte o veinticinco chicos y chicas, y había momentos en que estaban casi todos en el centro patas arriba o malamente de pie. Había tres jóvenes ‘vigilando el normal desarrollo’ de la atracción. Pensé que su función era evitar caídas al exterior, porque ‘el barco’ no tenía barandilla y las oscilaciones eran a veces tan bruscas que lanzaban a los viajeros contra el borde, peligrosamente. Me asustó realmente ver que no tenían esa función y que para esa posibilidad, muy real, no existía prevención ninguna, y pensé que aquella atracción no estaba en regla. Con esos incómodos pensamientos, cuando vi subir a mi hija me acerqué a la escalerilla donde, como ovejitas al matadero, se apelotonaban los jóvenes para entrar, y poniéndome delante, les advertí del peligro… No sé si alguno me entendería… pobres criaturas. Durante aquel viaje me quedé al pie del invento, y entonces caí en la cuenta de que aquellos tres mozos, en vez de velar por la seguridad, se ponían al lado de la borda del barco los tres juntos, y mientras los dos de los extremos animaban, incluso con palmadas en la espalda, a los que estaban sentados para que se echaran al ruedo… y rodaran, el del medio grababa con su móvil discretamente la escena. Alcancé a tocarle para que se volviera y le pregunté que qué estaba haciendo, porque yo no le autorizaba a grabar ‘a mi hija’, y protestando me dijo que no lo hacía sólo con mi hija, "que grababa todas las veces…" ¡Otra vez me ponía el Señor ante un delito sexual contra los menores! Inmediatamente se separaron del lugar los chicos, cuchicheando entre ellos; uno se acercó a la garita y entró, y al entrar fue regañado por la mujer joven que estaba vendiendo los tickets, porque estaba evidenciando el negocio sucio que allí se perpetraba; había también un hombre con ella, de espaldas, que en ningún momento del largo tiempo que me pasé allí había dado la cara, y que, micrófono en mano, se dedicaba a jalear al personal intercalando interjecciones por encima de la altísima banda sonora que acompañaba el viaje, con el fin de provocar la desorientación e incitar a la promiscuidad picantona para la que estaba pensado el artilugio. En las caídas quedaban envueltos y enlazados chicos y chicas en las posiciones más casuales y/o atrevidas que se pueda uno imaginar. Y justo de imaginar va la cosa, que con poco de eso que uno haga, llega a entender que las satisfechas caras de estos chicos, compuestas sobre cuerpos desnudos de esclavos sexuales, pasarían a circular como material de calidad en la deep web –y tal vez no tan profunda web, que ni lo sé ni quiero saberlo– como bacanales lascivas con todo el aspecto de reales, por lo que nuestros pobres jóvenes, dejados de la mano de Dios y entregados a la del diablo por la dinámica que engendra el móvil, se verán empujados, por la mentira y la codicia de muchos, a una mordiente soledad y confusión, en el mejor de los casos; y al caos moral, la culpa, y la angustia vital, en otros muchos.
La voz del dj se apagó durante la hora y pico que seguí por allí, los tres ayudantes se dispersaron, y los bruscos vaivenes del Ovni, al entrar en la órbita de la Tierra, se suavizaron, al haber podido confirmar que navegaban por un planeta definitivamente civilizado.
Esta mañana, cuando rezaba, teniendo todas estas cosas en el corazón, levanté la vista a la pared de enfrente, y contemplé una vez más la preciosa foto de mi hija a los ocho años, con su mirada inocente, llena de gozo y de gracia. A su lado, en el delicadísimo retrato de mi esposa niña, que, con inmenso amor pintó el buen pintor Ubaldo Cantos, encontré un gran parecido entre su rostro y el de nuestra hija, y, con el mío en mente, traté de imaginar el de la niña como resultado de la fusión del de sus dos padres. Y entonces me vino un pensamiento hermoso a la cabeza.
A menudo le doy vueltas a cómo hacerle entender a nuestra hija que no es dueña de su cuerpo, asunto crucial en su momento vital, y que en sus círculos aún no le han explicado. La biblia nos dice que nuestro cuerpo es templo del Espíritu, y que fácilmente echamos de Su casa al divino huésped cuando hacemos un uso egoísta del mismo. En esos casos el alma queda manchada, vacía y triste, y necesitada de curación. Al contemplar el retrato de nuestra hija, y comprobar que es el fiel reflejo de nosotros, sus padres, comprendí que en el rostro llevamos cada uno el signo del amor que nos trajo al mundo. De la misma manera que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y se le identifica con el amor que hay entre el Padre y el Hijo, así cada uno de nosotros procedemos también de dos personas, y se nos puede identificar con el amor que hay entre esas dos personas. Somos, en cierto modo, signo vivo del Espíritu Santo -y, por tanto, templos suyos-, signos del amor entre nuestros progenitores, que, a imagen y semejanza de Dios, es también creador. Además, en nuestra cara está fundida la presencia de toda la humanidad. Están Adán y Eva, y nos parecemos a ellos; pero por ser miembros del cuerpo de Cristo, somos también fruto de María, la nueva Eva. Y esto tiene un significado especial, porque siendo María el futuro hecho realidad (ella ya disfruta de la perfección a la que nosotros caminamos) y siendo nosotros descendencia suya, se puede decir verdaderamente que cada cristiano, ya en este mundo presente, participa de su perfección.
Algunos viven en la Iglesia como enemigos de la Iglesia. Su paradero es la perdición, su Dios, el vientre, y su gloria, sus vergüenzas. Quien predique otro evangelio distinto al de: “un Dios Padre Todopoderoso, que rebosando amor mandó a su Hijo único al mundo, y llevado a la consumación dejó que lo matáramos con muerte ignominiosa, para que, mirando al que traspasamos –el cual por su sacrificio eterno vive para siempre- creamos en su infinito amor por nosotros, y, creyendo, por esa fe y esa caridad en Jesucristo, seamos salvados”, ¡sea anatema!
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