¡SALVE, PUERTA!
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Señor, Tú me conoces...Si escalo el cielo, allí estás Tú; si bajo hasta el abismo, allí te encuentro. |
La generosa lluvia de estos días cae sobre justos e injustos; porque Dios es cariñoso con todas sus criaturas. A mí, sin embargo, me cuesta refrenar el rencor a quienes tanto daño nos están haciendo.
El sanchismo es un partido lastrado desde el principio. El Doctor No, despechado por la desafección de los suyos, tiró por la calle de en medio de la rebeldía, llevado por su codicia; y lideró el período más triste de la Historia de España. Necio y ciego, no es extraño que tome por medallas las infamias de su gestión. El sanchismo es una facción del PSOE histórico, en el que militaron amigos míos que hoy están en el cielo. Desgajado del tronco, lleva años dilapidando el patrimonio nacional, y está a punto de regalarles a unos desalmados la herencia de nuestros padres, tanto la material como la espiritual, siglos de nobles esfuerzos por mejorar.
En mi último libro, Con el Alma en el Crisol, dedico un breve apartado a la rehabilitación de la casa donde nací, heredada de mi madre, la cual, a su vez, la heredó de la suya. Es un ejemplo de cómo se ha ido forjando España 'en sus aceros': 'golpe a golpe, verso a verso'; esta España que Celaya, Machado y muchos de nosotros, sentimos muy adentro, y que unos guías necios y ciegos están a punto de entregar de balde a gente sin escrúpulos, que están muy alejados de nosotros... y de Dios.
Comparto ahora con ustedes...
La casa
Algo de lo que sí merece la pena hablar es de la rehabilitación de la casa que antes he mencionado. Todo empezó por las goteras, que son aviso de ruina, y nos obligaron a poner manos a la obra. Y emprendimos una que duró las vacaciones y los puentes de más de siete años. No teníamos dinero ni condiciones para empeñarnos en un crédito, y sí, en cambio, circunstancias para que yo me hiciera esclavo de las obras por amor. Según me iba metiendo más y más en harina, ya que una cosa pedía otra, iba comprendiendo que, por alguna razón que se me escapaba, Dios quería aquel sacrificio nuestro con urgencia. Ahora, al cabo de los años, con una crisis profunda enseñando las fauces, con desabastecimiento y encarecimiento brutal de materiales, empiezo a vislumbrar el bien que aquellas angustias iban a traer consigo.
En tan largo periodo, me volqué de sol a sol en el trabajo. Lo tomaba como parte del plan de entrenamiento personal que estaba siguiendo, del que ya he hablado; y yo, obedeciendo, aprendí mucho. Adquirí hábitos de trabajo muy útiles, disciplina, estrategias, mañas… (al modo en que los altos ejecutivos aprenden disfrutando de años sabáticos en ONGs, donde la falta de recursos les obliga a ser creativos); conocí lo que experimentan a menudo los que trabajan con sus manos; cómo viven muchos pobres; cómo se sufre en algunos trabajos, cuántos peligros se corren; cuánto influyen los malos amos en hacer penosa la vida de los obreros… y muchas cosas más. Lloré de impotencia bastantes veces, muchas también me lastimé, me empapé de arriba abajo en varias ocasiones; cuan largo soy, tendido boca abajo, me tuve que aferrar con uñas y dientes al resbaladizo tejado, al ponerse a llover de repente; días pasé respirando polvo; otros, me vi cubierto de la cabeza a los pies de cenizas y de hollín; inseguro me hallé cortando hierros con la radial, rodeado de vivísimas chispas; manejando precariamente instalaciones eléctricas me llevé más de un susto; en imposibles arreglos, con dolorosos escorzos y sin destreza, en hormigón y cemento fresco me bañé más de una vez, tirándome la gravedad al rostro las paletadas de material que intentaba poner; sufrí dolores e incomodidades sin cuento, falta de sueño, preocupaciones, incomprensiones, soledades, críticas; y me fatigué a diario hasta la extenuación… Sólo Dios podía darme la paciencia y la decisión que me vi obligado a emplear para no dejar aquella obra a la mitad. En una ocasión, acuciado por mil problemas, por la falta de apoyo y de dinero, necesitaba urgentemente una placa de yeso de 2,4 m x 1,2 m y no tenía forma de que me la trajeran. A dos kilómetros había un almacén de materiales de construcción, y un camino peatonal pasaba por allí. No recuerdo cómo llegué a tomar la decisión (arriesgada, pero no enajenada del todo), el caso es que cogí una bicicleta, y amarrándole un carrito, me presenté allí, dispuesto a transportar la placa en aquel artilugio articulado, que una vez ubicado habría de arrastrar yo ‘por el ramal’. El dueño ya me conocía de otras compras, y al enterarse de mi propósito – conmovido, compadecido o superado – aunque me había dicho que no podía hacerme aquel porte, se lo pensó mejor y me hizo un hueco en el reparto de esa tarde; Dios es grande, hermanos, no hay duda. En aquel tiempo fueron muchos los vecinos que me dijeron: “No, home, no; esto no se hace así, sino asá…” Pero unos y otros tendrían que reconocer que, así o asá, lo importante al final era hacerlo.
Daría para un libro narrar lo que viví en la obra de aquellos siete años, y lo tengo pendiente. En el primer párrafo de ese hipotético libro aparecería yo visitando la obra que le tenía encomendada a unos rumanos y que no parecía que avanzara adecuadamente. Cada vez que me asomaba por allí, que era muy de cuando en cuando, en el antiguo garaje siempre había una montaña de escombros, trastos y basura, que nunca parecía disminuir ni aumentar… y aunque tardé en atar cabos, al final comprendí que cuando hay desorden persistente en una obra es para que no se vea si se trabaja o se está con los brazos cruzados. Hecha esa deducción, al día siguiente madrugué más que el sol, y metí mano, con lo puesto, a aquel amasijo imponente: Cargué el monovolumen hasta arriba, y más que hasta arriba, que el portón trasero iba abierto y malamente atado, y asomaban bultos por todos lados, medio colgando peligrosamente. Mi intención era minimizar ese peligro vial saliendo aun de noche hacia el cercano punto limpio, pero me pilló el toro, y para cuando terminé de “llenar” el coche ya estaban rodando los que empezaban su jornada de trabajo –lo que yo hacía era otra cosa. La ruta era de tres kilómetros, de los que una pequeña parte se hacía por una vía rápida y concurrida. Al final de ese tramo, en una rotonda, a pesar de que iba muy despacio, se deslizó ligeramente la carga y se me cayó un bidet a la calzada… Aparqué como pude en el arcén y retiré a toda prisa los cascotes más peligrosos, mientras algunos conductores me increpaban; y, ya recobrada la marcha, me fui preparando para un disgusto... En efecto, unos metros más allá, en la rotonda de siempre, me dio el alto la Guardia Civil. Sangraba copiosamente por una mano, porque la loza corta más que un cuchillo, y con las prisas… ya se sabe. Con todo el jaleo me puse muy nervioso, y me movía inquieto, intentando contener la hemorragia mientras hablaba con los agentes, pero, como tenía claro mi error, estaba, en cierto modo, también tranquilo, esperando a que los agentes decidieran para allanarme sin protestar a su demanda. Ellos, por su parte, no daban crédito a lo que estaban viendo… Empezaron por enumerar todas las infracciones que había cometido… y, por su asombro, iban haciendo la relación lentamente, como sobrecogidos; y su pasmo no disminuía, porque a todo lo que me decían yo les daba la razón, muy sinceramente; se apartaron un poco para hablar entre ellos; y por fin vinieron y me dijeron cuánto me iban a poner de multa, que no era, ni mucho menos, la suma de todas las infracciones. Yo, al oír la cifra, aunque no era nada despreciable, les dije, convencido, que me parecía poco, que aquello hubiera merecido pena de prisión. Ciertamente surrealista, claro que sí. El caso es que yo, al escuchar la amonestación de los agentes, aprendí una lección muy importante: que las normas están al servicio de las personas y no al revés. En aquel caso, la reprensión de los guardias me suscitó un sincero arrepentimiento, porque, ciertamente, mi conducta había entrañado un riesgo serio de accidente, es decir, había sido temeraria, y sentía de veras haber puesto en peligro a otras personas. Estaba arrepentido por eso, por haber sido motivo de riesgo, pero no por “haberme saltado los preceptos”. De hecho, después de aquello, me los saltaría en muchas otras ocasiones, por los apuros en que la vida habría de ponerme, pero nunca cuando se me plantearan dudas de seguridad al respecto.
La primera obra que emprendí en la casa fue hacer una escalera cómoda para acceder al desván; y la última, nueve años más tarde, fue hacer otra para unir la planta inferior – un semisótano- con la principal.
En una escalera vio Jacob a los ángeles de Dios subir y bajar al cielo… y restaurando aquella casa ruinosa –como un Jeremías- también yo los vería. Tengo de subir al cielo… para volverlos a ver.
El desván y el semisótano eran dos mundos en ruinas antes de acometer la reforma. En el montón de escombros que albergaba el piso inferior encontré un día una cruz hecha con los típicos cuadradillos de madera que se usaban a modo de reglas en la escuela de hace sesenta años, la que se llevó las mejores energías de mi padre. Él pasaba largas horas solo en aquel sótano, pensando, asimilando las duras experiencias de la guerra y la posguerra. Nunca le tuve por persona religiosa, no era practicante, y tan solo me consta que acudió a la confesión antes de volar a USA para ser operado. El hallazgo de aquella cruz me pilló en medio de una gran soledad y sequedad interior, que fueron una constante en aquella gesta. Sacar de entre el polvo y los cascotes una cruz hecha por mi padre fue para mí como encontrar un oasis en medio de un desierto, y en el rumor de sus aguas, la cálida presencia de mi querido padre. Tengo puesta la cruz al lado de un cuadro de la Virgen, esperando el momento de darle un marco adecuado.
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