QUERIDO PADRE IGLESIAS

¡Qué grande es Dios! ¡Y cuánto nos quiere!

Esta tarde tomé esta foto de Toledo, ¿les gusta?... Pues se la regala Dios, el gran regalador. A todos nos hace grandes regalos, y cuanto más te dejas querer, más te regala. Convencerse de que Él es nuestra única y verdadera riqueza es la felicidad... y es posible obtenerla, aquí y ahora. Es cierto que no será plena, porque seguiremos habitando entre sombras. Pero decidme cómo hay que llamar al estado de una persona que, estando muy afligida, pasa a encontrarse un poco mejor, y experimenta esa mejoría de un modo duradero y estable... ¿no tendríamos que decir que esa persona vive en un estado dulce, que, en cierto modo, es feliz?
Volviendo a los regalos: al morir el P. Mendizábal me encontré huérfano espiritualmente, y anduve un tiempo triste, pero luego conocí al P. Iglesias, que fue íntimo suyo, y volví a tener la ayuda inestimable de un hombre de Dios, muy probado, y sabio. Ayer me enteré de que se había muerto el 21 de diciembre, y me volví a sentir desamparado... Pero no pude dejar de reconocerle a Dios que haberme permitido disfrutar del consejo y la amistad de un hijo suyo tan querido fue otro inmenso regalo para mí, otra señal del inmenso amor que me tiene... que no es ni mayor ni menor que el que tiene a cada uno del resto de sus hijos.
El P. Iglesias vivía en la calle Santísima Trinidad antes de pasar a vivir en la Trinidad misma, ya en el cielo; a mí no me cabe duda. Hoy mismo me he dirigido a él pidiéndole un favor y me ha respondido sin tardanza. Y esto se produjo mientras yo leía su último libro, que, por cierto, también fue el último regalo que me hizo en la tierra, de los muchos que recibí de él.
La última vez que estuve con él, cuando ya me iba, le dije que quería comprarme un libro suyo, y le pedí que me recomendara alguno. Entonces, con su diligencia habitual, subió a su habitación y bajó con un ejemplar de De los Nombres de Cristo. Tras  agradecérselo sinceramente, y estando los dos en la capilla despidiéndonos en la presencia del Señor, le pregunté si querría ponerme una dedicatoria, y, rápidamente, y sin aspavientos, me dijo que no, que 'para otra ocasión'... ("Tengo de subir al árbol y la flor he de coger").

En Google sólo hay dos fotos del P. Iglesias,
una borrosa de hace muchos años, y ésta.

De los Nombres de Cristo es un libro delicioso, y leerlo es para mí como estar con el propio P. Iglesias. Sencillo, simpático, inteligente, culto, virtuoso, veraz, transparente, humilde, 'mássalaoquená', con pizca de suavísima socarronería, generoso, paciente, comprensivo, penetrante, leal, austero, entero, atento, servicial, grave en su sencillez, bondadoso... y enamorado de Jesús y de María. Todo eso, y más, era el P. Iglesias, en una palabra: un santo. Fue una delicia poder tratar con él, un privilegio, un regalo de Dios de los muy, muy grandes.
Fijaos cómo sería su humildad, que, siendo un hombre entregado a los demás, director de miles de almas, biblista de talla internacional, erudito, y escritor con una capacidad inusual de acercar al lector a Cristo desde el corazón -cosa que he sabido después de leer este libro- siendo esa talla de hombre, digo, se vio obligado, por obediencia, a vivir muchos años en el retiro de un pobre pueblo de tierra de campos, aislado, a kilómetros de una urbe. Y en los años que traté con él en su residencia del centro de Madrid, jamás le oí la más mínima queja respecto de aquella época de su vida.
Su conversación era muy sabrosa, ni cansaba ni se cansaba. Siempre con su sotana jesuítica, siempre diligente y discreto, rezumaba amor por Jesucristo y María. Me encantaría que se abriera la causa de su beatificación; pues no me cabe duda de que Dios lo aprobaría.
Una de las últimas veces que lo visité, acababa de pasar una temporada ingresado por covid, que le dejó una merma de salud irrecuperable, y una severa sordera, y que él vivió con resignación cristiana, sin perder un ápice de su espíritu de servicio (cómo se va a perder en unos días lo que se ha vivido toda una larga vida, ¿verdad?). Una vez de vuelta a su casa en Madrid siguió padeciendo molestias varias, de variado origen. Una vez que yo esperaba en recepción a que cogiera la llamada que le avisaba de mi llegada, un comentario de pasada entre la portera y cierto residente me hizo pensar que no todos valoraban tan positivamente como yo sus cualidades; y digo esto porque puede tener relación con una frase del padre, al encontrarnos aquel día: "Pronto sabré si esta vida mía terminará como una obra seria o como una comedia". En su modestia, a pesar de que su integridad moral era manifiesta, le dejaba el juicio a Dios... Ahora ya sabe cuál ha sido el desenlace de su vida, como lo sabemos los que le tratábamos. 
De la hondura de su mirada expongo un dato. Él había leído mis memorias, y extraído de ellas una conclusión principal: que estaban transidas de dolor. Certero su análisis; aunque quiero aclarar que la personalidad que Dios me dio es la adecuada para que ese dolor mío redundara en bien de todos, empezando por mí mismo. En todo caso, aunque envuelto en gracia transformante, ciertamente, mi sufrimiento fue, y es, real. En un momento especialmente angustioso, en que me acuciaban con saña las afrentas del enemigo (el padre llegó a ayudarme incluso con dinero) le planteé al P. Iglesias la posibilidad de vender la casa que había rehabilitado en Asturias con tanto esfuerzo, para poder combatir al enemigo ante los tribunales; y el padre la estimó muy en serio, considerándolo una opción a tener en cuenta. Siendo tan ladina e insidiosa mi persecución, en la que en cualquier momento sacaban a relucir mi pasado clínico, este posicionamiento del padre me fue altamente valioso y edificante, admirándome su talla espiritual, y la aguda comprensión de su mente, penetrante como flecha bruñida por estar libre de prejuicios que la empañaran. 
Hablando de los caminos que el Señor elige para llevarnos a  donde deseamos, y de lo extraños que a veces nos parecen, me contó de cierto santo que anhelaba, con su mucho saber, escribir un tratado teológico en defensa de la fe, hostigada entonces como siempre; y sucedió que, en un viaje, fue asaltado por bandidos que le hirieron; y mientras se le iba la vida, el santo mojó un dedo en su propia sangre y escribió: "CREO", con lo que cumplió con creces su anhelo y el designio del Señor. En medio de sus luchas, el P. Iglesias hacía frente con las armas de la luz a los dardos del Maligno: con su vieja sotana en medio de un mundo descreído, soportaba afrentas en silencio, con paciencia heroica. Algunas muy dolorosas me contó en relación a sus publicaciones, que eran el buen perfume de Dios que destilaba su cruz -su aislamiento, su menosprecio, sus covides, sus desvelos en largas horas de estudio y oración-. Por eso tengo para mí como indudable que también el Padre Iglesias, como el santo del ejemplo, como el Papa Benedicto XVI, o el Cardenal Pell, tuvo que dictar, con el último aliento de su vida, un tratado teológico rotundo: un 'Creo', un 'Jesús, te quiero', o un 'Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen'.
Y hablando de frases, me dijo en otra ocasión: "Yo no soy como usted cree". Ésta la pronunció con evidente dolor, porque, habiendo sido llamado a consultas a propósito de prestarme su dirección espiritual, juzgó como lo más conveniente dejar de ayudarme, o al menos por un tiempo. Y no se equivocó en adivinar la buenísima opinión que yo tenía de él, que no cambió por más que vi cerrarse el cielo sobre mí... ni tampoco se equivocó en que aquello iba a ser temporal, en que habría de poder más su deseo de ayudar que su debilidad; y así, un año después volvería a recibirme, tan contentos los dos...
En fin, cosas de Dios. Y como rezar por los difuntos es un acto de piedad, y aunque haya algunos que por su santidad no necesitan esa ayuda de los que aún peregrinamos en la Tierra, como aquí en Toledo hay muchos que han conocido y querido a este humilde siervo de Dios, me encantaría que se organizara una misa de funeral por su alma. Porque fue un hermano ejemplar, una luz para muchos, un don inmenso de Dios... Don Manuel, el Padre Manuel Iglesias González; a quien Dios tenga en su gloria.

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