AL TERCER DÍA...

Y, levantándose al momento... se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios.


Este viernes salí de casa, a pie, a las nueve. Iba por la Avda. de Europa hacia la Parroquia de Santa Teresa, y, llegando a la rotonda de la panadería, vi que había una retención de coches que allí normalmente no se formaba. Un total de cinco vehículos trabajaban en la calzada, quitando el asfalto del paso elevado, en la rotonda de la iglesia, y me quedé allí, en plan jubilado que mira obras, los tres cuartos de hora que duró la operación.
Siete hombres, a destajo, ventilaron la faena. Un vehículo oruga, de grandes proporciones, trituraba el firme y lo echaba a un camión por medio de una cinta transportadora; otro, una especie de bulldozer con caja, cepillaba y aspiraba el terreno; apareció luego una cuba para traer gasoil; y, un poco retirada, había una furgoneta con material; los respectivos conductores, y dos operarios más, uno con la típica señal ‘detente-pasa’, y otro con un escobón, completaban la cuadrilla. Al otro lado de la mediana, la circulación era fluida, mientras que en la calzada de este lado había mucho estrés, pues al tiempo que trabajaban las máquinas, pasaban los coches y los peatones, apurados, a sus ocupaciones. En un momento dado, un autobús de línea quedó atascado, y fue necesario que la pesada oruga rectificara su posición; en otro momento, un padre que empujaba el cochecito de su bebé, intentó pasar por debajo de la cinta cuando ésta estaba escupiendo asfalto, y un operario salió corriendo hacia él para impedirlo; muchos peatones, azorados, buscaban el mejor sitio para cruzar, con distinta suerte; el del escobón, en su celo por agilizar el paso de la gente, se acercó una vez demasiado al bulldozer, cuyo joven conductor lo manejaba con rapidísimos  movimientos, y a punto estuvo de sufrir un accidente serio...

El del camión, en una pausa, vino hacia donde yo estaba para distraerse un poco, y aproveché para preguntarle por el motivo de la obra. Dijo que habían caído en la cuenta de que alzando el terreno unos metros antes de los pasos de cebra hacía innecesario elevarlos, y estaban trabajando en eso.

Desde la barandilla fui siguiendo todo el desarrollo de la obra, y en los momentos de peligro, también yo me vi afectado. Me venían al recuerdo los muchos apuros que había pasado cuando, sin recursos, rehabilité mi casa de nacimiento: entre piedras y polvo, a la intemperie, con ruido, humos, peligros de máquinas, preocupación por la seguridad propia y ajena…; pero además, para completar la remoción interior de esa experiencia de obrero, también me alcanzó la punzada de 'sentirse uno desfavorecido en el reparto de suertes de la vida', pues mientras veía sudar, correr o vocear a los obreros, no dejaban de pasar 'coches lindos con mujer cuidadosamente arreglada al volante…'

Mientras las máquinas estacionaban en el ensanche que hay al doblar la esquina, y dejaban el paso libre, llegó una frágil anciana apoyada en un bastón, y me fui a ella para darle apoyo. “Siempre hay gente buena”, fue todo lo que le entendí de la charla que llevaba… Y ya me metí en la Iglesia, para entrar en calor, y para rezar, que era mi propósito inicial.

Casi al mismo tiempo que yo, entró en el templo el párroco, con quien desde hacía algún tiempo buscaba yo un momento propicio para hablar. El motivo era que unas semanas atrás le había anunciado mi propósito de entregarme más plenamente a la Iglesia, y me había emplazado para una charla que aún no había tenido lugar.

Me pareció providencial ese encuentro, a las diez de la mañana, y sin nadie que nos distrajera; pero me dijo que había quedado allí a las diez y media con una clase de un colegio para darles una catequesis; que pensaba que tenía mi teléfono, y que tendría que mirar a ver cuándo podría tener tiempo para atenderme. Con éstas, salió del templo, y yo me quedé en un banco rezando el rosario. Quedaba hablando el sacerdote al grupito de escolares cuando yo me iba; y desde el atrio vi que las máquinas seguían aparcadas en el mismo sitio, descansando del estrés de la hora punta...

Mi decisión de dedicarme más plenamente a lo que el arzobispo dispusiera, fue adecuadamente discernida ante Dios, y compartida con mi esposa. Recién fallecido Benedicto XVI, a cuya sombra pervivió desde el principio nuestro matrimonio, y en estos delicados momentos de la Iglesia, mi mujer y yo asumimos esta novedad familiar con la confianza y la alegría de estar respondiendo a la voluntad de Dios.

Toda nuestra etapa vital como casados había sido un tiempo de pulimiento, una larga prueba permitida por el Señor para nuestro bien y el de muchos. Pero llegados al momento actual, en que el mundo entero avanza por un oscuro túnel de confusión perversa, aún pesa sobre mí, y de rebote sobre nuestro matrimonio, una losa de desconfianza. Mi querido Padre Iglesias, de tan gratísimo recuerdo, me dijo una vez, espontáneamente, que si quisieran hacerme santo a mí lo iban a tener muy difícil, porque unas personas darían una versión, y otras, otra muy distinta. Quién sabe si para evitar eso puso Dios en la boca del Padre Mendizábal una bendición sobre el primer volumen de mis memorias; y puso igualmente en los labios de cierto Cardenal, de admirable trayectoria, plácemes a la segunda entrega de las mismas; porque, ciertamente, perspicaz y mesurado siempre en sus juicios, el Padre Iglesias atinó de lleno al remarcar de mi persona la desigual valoración que de ella tendrían mis prójimos.

Reconozco que el testimonio que necesita el mundo de hoy -como viene sucediendo desde el principio del cristianismo- es el de un amor que se levante sobre las ruinas del desánimo social; y que, en este sentido, es posible que mis esforzados relatos, sobre el bien que Jesucristo trajo a mi vida, hayan adolecido de esa alegría resucitada – una como la que nació en el corazón de aquellos dos caminantes de Emaús al encontrarse con Cristo. Tal vez - ¡qué sé yo! – mis escritos respondieran más al triste “Yo esperaba…” que al alentador “Era necesario”. O tal vez no, y haya en realidad más gente que me aprecia de lo que yo me imagino. En cualquier caso, para salir de esa duda, me parece útil reflexionar un poco acerca de cómo llegó a ocurrir la transformación interior que hizo a los de Emaús recuperar la verdadera alegría de vivir.

Al abordar el relato de la resurrección, San Lucas pone como primeros testigos de la misma al grupo de mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea a Jerusalén. Durante esa larga ‘ascensión’ (al cielo) se fueron sumando discípulos hasta formar una multitud, pero, de ésta, quienes primero tuvieron noticia de la resurrección fueron esas mujeres que habían estado con Él ‘desde el principio’, seguramente pocas y muy fieles, pues ir de acá para allá, sin tener donde reclinar la cabeza, no les resultaría fácil en aquella época.

Ellas, pues, refirieron al resto que les había hablado un Ángel en el sepulcro vacío, y les había recordado las palabras de Jesús en Galilea: “Es necesario que me crucifiquen…y luego resucite”. Los once, y el resto de los discípulos, tomaron aquellas palabras por desatinos; aunque, no obstante, Pedro habría de ir inmediatamente al sepulcro a comprobarlas, y quedaría asombrado. Inmediatamente después de este suceso, Lucas cuenta lo de Emaús.  

Dos discípulos, un tal Cleofás y otra persona, se alejaban de Jerusalén apesadumbrados por el triste final del que ellos habían esperado que fuera el libertador de Israel; y yendo así se les acercó Jesús -aunque no lo reconocieron- y los acompañó hasta su destino. De camino les fue explicando las Escrituras a la luz del misterio de su procedencia divina, pasión, muerte y resurrección; y cuando ya oscurecía, y él hacía ademán de seguir adelante, ellos le invitaron a quedarse en su casa; y en la mesa, mientras pronunciaba la bendición y les repartía el pan, se les abrieron de pronto los ojos y le reconocieron; pero Él desapareció de su lado. Dándose cuenta ambos de que, ya en el camino, las palabras de aquel desconocido les ardían en el pecho, se levantaron de inmediato, y volvieron a Jerusalén a contar lo que les había sucedido.

Esta pareja -tal vez un matrimonio- había sido evangelizada por Jesús durante los años de su predicación; ambos le habían seguido dejándolo todo, y esperando una vida mejor a su lado. A pesar de que Jesús les había ido preparando para ese momento, la crucifixión resultó finalmente un golpe demasiado grande en su ánimo, y como al resto de los discípulos, acabó por sumirles en una depresión. Y así como Pedro decidiera volverse a su antiguo oficio de pescador, éstos dos emprendieron el camino 'de regreso a su pueblo’.  Pero ni Pedro ni ellos eran ya las mismas personas que un día habían dejado sus casas para seguir a Jesús. En realidad, esta parte de su camino de cristianos, bajo negros nubarrones, era el último test antes de alcanzar la madurez en la fe. Ellos habían dicho a Jesús muchas veces, le habían seguido cuando atravesaba campos desiertos y soledades, sin bastón ni alforja, sin descanso y sin desmayo; con peligros y fatigas, y entregándose sin reservas a los necesitados; y tan sólo después de hacer ese camino árido previo al calvario; y tan sólo después de la terrible prueba de ver al Maestro sufrir la Pasión y la muerte, pudo tener lugar para ellos el encuentro que les cambiaría la vida para siempre: el encuentro con Jesús en pura fe.

Ciertamente, habían contestado incómodos al desconocido que se arrimó a ellos y les preguntó de qué hablaban:

- ¿Eres tú acaso el único residente en Jerusalén que no sabe lo que sucedió allí estos días?” (…)

- ¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?

Muy dura para su maltrecho ánimo fue la reconvención que les dirigió el maestro, ¿cómo es posible que a pesar de ello le escucharan mansamente? Pues, probablemente, porque ya antes de que sus sentidos corporales le pudieran reconocer, lo habían reconocido con sus sentidos interiores: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”.

Los Salmos son las oraciones que espontáneamente ha dirigido el pueblo fiel a Dios a lo largo de los siglos; uno de ellos dice: “Al ir, va llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”; y la mayoría de los salmos hablan de un gran sufrimiento, y de una gran persecución. Como decía el Padre Mendizábal, “uno pide cruz para santificarse, y cuando llega, la lleva como puede’.

Desde luego, nadie puede llevar la cruz ‘con alegría’, eso no existe. Como nadie puede tampoco tener verdadero conocimiento de Jesús, ni, por tanto, verdadera alegría, sin haber aceptado antes, sin reservas, las cruces que le hubieran ido tocando en suerte en la vida.

Este mensaje es, nunca mejor dicho, crucial. Es el único medio de salvación que tenemos a nuestro alcance. Su relevancia y actualidad no pasan, y es, de hecho, el mensaje que a lo largo de la historia ha concitado siempre el más acervo ataque de los que de su orgullo hacen ley.

Ante las próximas elecciones, se nos intenta aturdir con chismes sobre los partidos, como si nuestro bienestar dependiera de sus serviles acciones. Sucede, hoy más que nunca, que la impostura de los que quieren suplantar a Dios está a la vista de todos, y por esa razón se hace muy densa la campaña de despiste.

El sentido de la vida -la responsabilidad moral- que nos da luz para entender las acciones políticas, está siendo sistemáticamente ocultado en los últimos tiempos. Sin embargo, aún somos muchos en España - sobre todo entre los católicos - los que  alcanzamos a ver, horrorizados, el potencial destructivo de las políticas del gobierno.

En este contexto, a las puertas de unas elecciones, y siendo la Iglesia la fuerza social más obligada a reprochar, corregir y resistir a Sánchez, resulta desazonadora -por contraproducente e inoportuna- la autoinculpación oficial de la CEE de esta semana en el tema de los abusos. La preocupante deriva que eso pone de manifiesto se corresponde con otra no menos preocupante: que siendo El País el órgano que más ha calumniado a la Iglesia en los últimos 40 años, hoy tiene a bien sacar en portada una gran foto central del Papa Francisco, por haberse recuperado, al tercer día, de la afección que le condujo al hospital. 

"Entonces, si alguno os dice: 'Mirad, el Cristo está aquí o allí', no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!" (Mt 24, 23-25)





 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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