AL TERCER DÍA...
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Y, levantándose al momento... se volvieron a Jerusalén con gran gozo, y estaban siempre en el Templo bendiciendo a Dios. |
El del camión, en una pausa, vino hacia donde yo
estaba para distraerse un poco, y aproveché para preguntarle por el motivo de
la obra. Dijo que habían caído en la cuenta de que alzando el terreno unos
metros antes de los pasos de cebra hacía innecesario elevarlos, y estaban
trabajando en eso.
Desde la barandilla fui siguiendo todo el desarrollo
de la obra, y en los momentos de peligro, también yo me vi afectado. Me venían al
recuerdo los muchos apuros que había pasado cuando, sin recursos, rehabilité mi
casa de nacimiento: entre piedras y polvo, a la intemperie, con ruido, humos,
peligros de máquinas, preocupación por la seguridad propia y ajena…; pero además,
para completar la remoción interior de esa experiencia de obrero, también me
alcanzó la punzada de 'sentirse uno desfavorecido en el reparto de suertes de la
vida', pues mientras veía sudar, correr o vocear a los obreros, no dejaban de pasar 'coches lindos con mujer cuidadosamente arreglada al volante…'
Mientras las máquinas estacionaban en el ensanche que
hay al doblar la esquina, y dejaban el paso libre, llegó una frágil anciana
apoyada en un bastón, y me fui a ella para darle apoyo. “Siempre hay gente
buena”, fue todo lo que le entendí de la charla que llevaba… Y ya me metí en la
Iglesia, para entrar en calor, y para rezar, que era mi propósito inicial.
Casi al mismo tiempo que yo, entró en el templo el
párroco, con quien desde hacía algún tiempo buscaba yo un momento propicio para
hablar. El motivo era que unas semanas atrás le había anunciado mi propósito de
entregarme más plenamente a la Iglesia, y me había emplazado para una charla
que aún no había tenido lugar.
Me pareció providencial ese encuentro, a las diez de
la mañana, y sin nadie que nos distrajera; pero me dijo que había quedado allí a
las diez y media con una clase de un colegio para darles una catequesis; que
pensaba que tenía mi teléfono, y que tendría que mirar a ver cuándo podría
tener tiempo para atenderme. Con éstas, salió del templo, y yo me quedé en un
banco rezando el rosario. Quedaba hablando el sacerdote al grupito de escolares cuando yo me iba; y desde el atrio vi que las máquinas seguían aparcadas en el mismo sitio, descansando del estrés de la hora punta...
Mi decisión de
dedicarme más plenamente a lo que el arzobispo dispusiera, fue adecuadamente
discernida ante Dios, y compartida con mi esposa. Recién fallecido Benedicto
XVI, a cuya sombra pervivió desde el principio nuestro matrimonio, y en estos
delicados momentos de la Iglesia, mi mujer y yo asumimos esta novedad familiar con
la confianza y la alegría de estar respondiendo a la voluntad de Dios.
Toda nuestra etapa vital
como casados había sido un tiempo de pulimiento, una larga prueba permitida por el
Señor para nuestro bien y el de muchos. Pero llegados al momento actual, en que el mundo entero avanza por un oscuro túnel de confusión perversa, aún pesa sobre mí, y de rebote sobre nuestro
matrimonio, una losa de desconfianza. Mi querido Padre Iglesias, de tan
gratísimo recuerdo, me dijo una vez, espontáneamente, que si quisieran hacerme
santo a mí lo iban a tener muy difícil, porque unas personas darían una
versión, y otras, otra muy distinta. Quién sabe si para evitar eso puso Dios en
la boca del Padre Mendizábal una bendición sobre el primer volumen de mis memorias;
y puso igualmente en los labios de cierto Cardenal, de admirable trayectoria,
plácemes a la segunda entrega de las mismas; porque, ciertamente, perspicaz y
mesurado siempre en sus juicios, el Padre Iglesias atinó de lleno al remarcar
de mi persona la desigual valoración que de ella tendrían mis prójimos.
Reconozco que el
testimonio que necesita el mundo de hoy -como viene sucediendo desde el principio del cristianismo- es el de un amor que se levante sobre las ruinas del desánimo social;
y que, en este sentido, es posible que mis esforzados relatos, sobre el bien que Jesucristo trajo a mi vida, hayan adolecido de esa alegría resucitada – una como la que nació en
el corazón de aquellos dos caminantes de Emaús al encontrarse con Cristo. Tal vez - ¡qué sé yo! – mis escritos respondieran
más al triste “Yo esperaba…” que al alentador “Era necesario”. O
tal vez no, y haya en realidad más gente que me aprecia de lo que yo me
imagino. En cualquier caso, para salir de esa duda, me parece útil reflexionar un
poco acerca de cómo llegó a ocurrir la transformación interior que hizo a los
de Emaús recuperar la verdadera alegría de vivir.
Al abordar el relato
de la resurrección, San Lucas pone como primeros testigos de la misma al grupo de mujeres
que habían acompañado a Jesús desde Galilea a Jerusalén. Durante esa larga ‘ascensión’
(al cielo) se fueron sumando discípulos hasta formar una multitud, pero,
de ésta, quienes primero tuvieron noticia de la resurrección fueron esas mujeres
que habían estado con Él ‘desde el principio’, seguramente pocas y muy fieles,
pues ir de acá para allá, sin tener donde reclinar la cabeza, no les resultaría
fácil en aquella época.
Ellas, pues,
refirieron al resto que les había hablado un Ángel en el sepulcro vacío, y les había recordado las
palabras de Jesús en Galilea: “Es necesario que me crucifiquen…y luego
resucite”. Los once, y el resto de los discípulos, tomaron aquellas palabras por desatinos; aunque, no obstante, Pedro habría de ir inmediatamente al sepulcro a comprobarlas, y quedaría
asombrado. Inmediatamente después de este suceso, Lucas cuenta lo de Emaús.
Dos discípulos, un tal
Cleofás y otra persona, se alejaban de Jerusalén apesadumbrados por el triste
final del que ellos habían esperado que fuera el libertador de
Israel; y yendo así se les acercó Jesús -aunque no lo reconocieron- y los acompañó hasta su destino. De
camino les fue explicando las Escrituras a la luz del misterio de su
procedencia divina, pasión, muerte y resurrección; y cuando ya oscurecía, y él
hacía ademán de seguir adelante, ellos le invitaron a quedarse en su casa; y en
la mesa, mientras pronunciaba la bendición y les repartía el pan, se les
abrieron de pronto los ojos y le reconocieron; pero Él desapareció de su lado.
Dándose cuenta ambos de que, ya en el camino, las palabras de aquel desconocido les ardían en el pecho, se levantaron de inmediato, y volvieron a Jerusalén a contar lo que
les había sucedido.
Esta pareja -tal vez
un matrimonio- había sido evangelizada por Jesús durante los años de su
predicación; ambos le habían seguido dejándolo todo, y esperando una vida mejor a su
lado. A pesar de que Jesús les había ido preparando para ese momento, la crucifixión resultó finalmente un golpe demasiado grande en su ánimo, y como al
resto de los discípulos, acabó por sumirles en una depresión. Y así como Pedro
decidiera volverse a su antiguo oficio de pescador, éstos dos emprendieron el camino 'de regreso a su pueblo’.
Pero ni Pedro ni ellos eran ya las mismas personas que un día habían dejado sus casas para seguir a Jesús. En realidad, esta parte de su camino de cristianos, bajo negros nubarrones, era el último test antes de alcanzar la madurez
en la fe. Ellos habían dicho sí a Jesús muchas veces, le habían seguido cuando
atravesaba campos desiertos y soledades, sin bastón ni alforja, sin descanso y
sin desmayo; con peligros y fatigas, y entregándose sin reservas a los necesitados; y tan sólo después de hacer ese camino árido previo al calvario; y tan
sólo después de la terrible prueba de ver al Maestro sufrir la Pasión y la muerte, pudo tener lugar
para ellos el encuentro que les cambiaría la vida para siempre: el encuentro con Jesús en pura fe.
Ciertamente, habían contestado incómodos al desconocido que se arrimó a ellos y les preguntó de qué
hablaban:
- ¿Eres tú acaso el
único residente en Jerusalén que no sabe lo que sucedió allí estos días?” (…)
- ¡Oh
insensatos y tardos de corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No
era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?
Muy dura para su maltrecho ánimo fue la reconvención que les dirigió el maestro, ¿cómo es posible que a pesar de ello le escucharan mansamente? Pues, probablemente, porque ya antes de que sus sentidos corporales le pudieran reconocer, lo habían reconocido con sus sentidos interiores: “¿No ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras?”.
Los Salmos son las
oraciones que espontáneamente ha dirigido el pueblo fiel a Dios a lo largo de los
siglos; uno de ellos dice: “Al ir, va llorando, llevando la
semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas”;
y la mayoría de los salmos hablan de un gran sufrimiento, y de una gran persecución. Como decía el Padre Mendizábal, “uno pide cruz para santificarse, y cuando
llega, la lleva como puede’.
Desde luego, nadie puede llevar la cruz ‘con alegría’, eso no
existe. Como nadie puede tampoco tener verdadero conocimiento de Jesús, ni, por
tanto, verdadera alegría, sin haber aceptado antes, sin reservas, las cruces
que le hubieran ido tocando en suerte en la vida.
Este mensaje es, nunca mejor dicho, crucial. Es el
único medio de salvación que tenemos a nuestro alcance. Su relevancia y
actualidad no pasan, y es, de hecho, el mensaje que a lo largo de la historia ha concitado siempre el más acervo ataque de los que de su orgullo hacen ley.
Ante las próximas elecciones, se nos intenta aturdir
con chismes sobre los partidos, como si nuestro bienestar dependiera de sus serviles acciones. Sucede, hoy más que nunca, que la impostura de los que
quieren suplantar a Dios está a la vista de todos, y por esa razón se hace muy
densa la campaña de despiste.
El sentido de la vida -la responsabilidad moral- que
nos da luz para entender las acciones políticas, está siendo sistemáticamente
ocultado en los últimos tiempos. Sin embargo, aún somos muchos en España -
sobre todo entre los católicos - los que alcanzamos a ver, horrorizados, el potencial destructivo de las políticas del gobierno.
En este contexto, a las puertas de unas elecciones, y siendo la Iglesia la fuerza social más obligada a reprochar, corregir y resistir a Sánchez, resulta desazonadora -por contraproducente e inoportuna- la autoinculpación oficial de la CEE de esta semana en el tema de los abusos. La preocupante deriva que eso pone de manifiesto se corresponde con otra no menos preocupante: que siendo El País el órgano que más ha calumniado a la Iglesia en los últimos 40 años, hoy tiene a bien sacar en portada una gran foto central del Papa Francisco, por haberse recuperado, al tercer día, de la afección que le condujo al hospital.
"Entonces, si alguno os dice: 'Mirad, el Cristo está aquí o allí', no lo creáis. Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, que harán grandes señales y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, a los mismos elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho!" (Mt 24, 23-25)
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