SANTIAGO, SAN JOAQUÍN Y SANTA ANA


Las dos ventanas de tu salón te dan dos visiones distintas de la calle, dos lecturas, ¿cuál de ellas te deja más tranquilo?

Me ronda estos días un extraño recuerdo. Yo debía de tener unos diecinueve o veinte años (una etapa en la que me recluí en casa, muy lastimado), y mi padre debía de tener muy reciente la cirugía de la amputación de su pierna; el caso es que, no sé por qué, me fui con él y con mi madre, sin mis dos hermanas, a pasar unos días a Valencia de Don Juan. De cómo transcurrió aquella estancia no me acuerdo bien; sé que yo tenía un conocido veraneando allí, pero no sé si estuve con él o no, porque hubo más visitas a aquel lugar y no acierto a casar los recuerdos, de los que unos fueron más alegres y otros menos. Lo que se fijó en mi interior de manera especial fue la condición humilde de la posada en que nos quedamos. Limpia, sí, pero muy pobre. Mis padres, al verla, no dijeron ni mú; creo que habían hecho el esfuerzo de dejar la comodidad de su piso de Oviedo por ayudarme a mí. Mis hermanas y yo estábamos de aquella en la universidad; mi padre había pasado dos años muy duros, con fortísimos dolores, hasta que perdió la pierna; y mi madre, en aquel tiempo, se había multiplicado para estar con él y seguir con las necesidades de la casa y de todos... incluido mi extravío. Eran maestros, y, durante mi infancia, el ahorro y la austeridad formaron parte de nuestra vida. Luego, en los 70, con la reforma educativa, les subieron el sueldo y nuestra posición mejoró. En aquellos días de verano -los recuerdos han venido aflorando a mi mente como claros entre densas nubes- las rutinas estuvieron en consonancia con el hábitat, envueltas en una silenciosa penumbra; me viene la imagen de sentarnos a comer en una mesa humilde, con alimentos sobriamente preparados... y me asombro. Solamente una cultura hondamente cristiana y pura, puede explicar semejantes vivencias... Y, por cierto, ahora que caigo, creo recordar que aquellos fueron días felices para mis padres... 
Anteayer fue Santiago, patrón de España, y, ayer, San Joaquín y Santa Ana, patrones de los abuelos. Por la predicación del primero, y por el buen hacer de los segundos, somos la gran nación que somos. Me gozo internamente de poder dedicar este artículo a estos antepasados, que, por su entrega, nos han traído tanta vida buena.
El Señor eligió a Pedro, a Santiago y a Juan como 'equipo directivo de su cole', y, al morir, 'los nombró herederos': A Pedro le dejó la Iglesia, a Juan le confió a su Madre, y a Santiago... ¡España!
Bromas aparte, Santiago y Juan, los hijos del trueno, eran de armas tomar. Su padre era un importante empresario pesquero, y su madre se atrevió a pedirle a Jesús que sentara a ambos lados de su trono a sus dos hijos. La respuesta de Jesús fue anunciarles que iban a morir como Él, y que lo del puesto a su lado, ya lo vería su Padre. El carácter vehemente de Santiago le conduciría al martirio muy pronto, el primero entre todos los apóstoles; pero antes vino a España, a sembrar la fe. Esto le costó tanto, que tuvo que aparecérsele María en Zaragoza para reanimarle; pero la obra que hizo aquí perduró, y trajo mucho bien al mundo entero: La Reconquista, repeliendo a los moros; Lepanto, frenando a los turcos; la Contrarreforma, combatiendo la herejía; la evangelización de América, Islas Filipinas, etc., llevándoles a sus gentes la fe y la dignidad de hijos de Dios; Blas de Lezo, defendiendo 'estas conquistas' de la codicia inglesa; y, finalmente, la derrota del ateísmo comunista en el 36, cuyo plan era, desde España, dominar a Europa y al mundo. 
Tan grandes han sido los designios de Dios para España, y tan grande su bendición, que, forzosamente, nuestra historia está jalonada de grandes cruces. Y una de las más grandes es la que pesa hoy sobre nosotros: "La impostura de los que quieren suplantar a Dios está desnuda, a la vista de todos, para vergüenza y oprobio del género humano, que reincide en su cruel lanzada al Corazón de Cristo."  (La Cruz Gloriosa)
La guerra perenne de los sin-Dios contra la religión ha estado siempre marcada por la brutalidad, y llegó al paroxismo en nuestra guerra civil, que escandalizó al mundo. Crímenes tan horrendos, tan solo por declararse uno católico, son impensables hoy, lo cual, lejos de significar que se haya ganado la batalla del odio a Dios, indica solamente que el ataque se ha hecho más vil: hoy se mata más, pero se computan los crímenes como muertes 'naturales'. 
Hipócritas nos gobiernan, que nos obligan a parecer civilizados mientras nos empujan a la corrupción. Estos impostores, verdaderos carceleros de toda virtud, para poder llevar a cabo su obra destructora sin que se vea su maldad, están sembrando la cultura de malas hierbas. La cosecha de su cobarde siembra es la muerte de inocentes, y a coste cero. En vez de arrasar los pueblos con bombas, lo destruyen con mentiras, metiendo la violencia y el odio en las casas, por medio de leyes perversas, como, por ejemplo, y muy destacadamente, todas las que llevan el cuño del género. La del menor, la famosa "Sólo sí es sí", las de familias, vivienda, aborto, eutanasia, trans, etc., bien engranadas todas ellas, y envueltas en una malla jurídica y digital que las aísla del ciudadano, en vez de ser garantía de derechos cumplen la función de destruir la convivencia. Al mismo tiempo, la regulación de otros bienes -como el trabajo, la sanidad, la educación, la información, etc.- supone la concesión de su disfrute y administración a los adinerados (ordenación del universo digital, del mundo laboral, de la comunicación audio-visual, de la libertad de expresión, la propiedad privada, etc.). 
La desolación buscada durante siglos por los sin-Dios, avanza ahora implacablemente sin encontrar resistencia. Tal es así, que no es exagerado decir que levantarse cada día, y ponerse a funcionar, tiene una parte de heroísmo muy considerable. Los mártires del 36 morían perdonando a sus enemigos, y hoy ejercitamos las mismas virtudes cristianas cuando reprimimos el odio ante las embestidas de la violencia psicológica -doméstica y social-, planeada y espoleada desde instancias de poder, como en tiempos de la guerra.
Franco nos salvará; otra vez nos salvará
En los meses de la exhumación, según la presidenta de la Fundación Franco, este nombre fue la palabra más buscada en Google-España. A pesar de que está muerto y bien muerto, retiene esta figura algo que nos sigue interesando. Otra señal de su importancia es el enconado ataque que recibe de este gobierno (de mandados) que tenemos. El ‘dime de qué presumes…’ se puede aplicar aquí bastante bien; y si tanto se nos insiste en la maldad del personaje, debe de ser porque era todo lo contrario. 
Estudié COU con un chico que es hoy una autoridad en la Historia de la guerra, pero cada vez que leo algo suyo me encuentro con un montón de citas de expertos extranjeros (Preston, Thomas, Jackson, Payne, etc.). En una ocasión, compartí el mérito de sacar la mejor nota de la clase de Lengua con este compañero, y el profesor, Moisés, comentó con perspicacia que no era yo menos inteligente que él, sino que a mí me interesaban ‘otras cosas’. Yo no lo sabía entonces, pero ahora sé que eso que a mí me interesaba sobremanera era 'la pura verdad', y al final encontré la vía… O más bien la vía, el camino, me encontró a mí, pues todo cae bajo el designio providente de Dios. 
Él fue quien me puso estos días en las manos tres documentos excepcionales: La Carta a los Obispos del Mundo, firmada el uno de julio de 1937 por todo el episcopado español, para informar de la guerra; el libro elaborado por el jesuita P. Bayle para dar cuenta de la repercusión de dicha Carta; y un libro extraordinario del 2010, descatalogado por políticamente incorrecto, compuesto a modo de crónica de su tiempo por el periodista Enrique de Aguinaga (+2022). Son estas tres fuentes claras y distintas, y ofrecen una idea muy cabal del significado de nuestra guerra civil, del período que le siguió, y del actual. 
La Carta fue redactada por el Cardenal Primado de España, Arzobispo Isidro Gomá y Tomás, que llegó a Toledo en 1933, estando vacía la sede por haber sido expulsado el Cardenal Segura fuera de España por el gobierno republicano. Venía de la diócesis de Tarazona, donde había recibido las órdenes episcopales tan sólo siete años atrás, contando entonces con cincuenta y ocho; y moriría de cáncer siete años más tarde, habiendo pedido en artículo mortis que lo trasladaran a Toledo y lo enterraran en la Capilla de La Virgen del Sagrario. 
Tanto la Carta como el libro que la comenta son de una pulcritud admirable, así como lo es el texto de Aguinaga, y es por esa precisión conceptual, y por el respeto a los hechos, que constituyen documentos excepcionales para esclarecer lo ocurrido y formarse una opinión bien fundada de lo que aquella desgracia nacional supuso en nuestra historia. Pero, aunque nos llevan a entender de una manera nueva y diáfana el fenómeno del franquismo, el significado que nos revelan abarca más que ese tiempo polémico, proyectando fuerte luz sobre la actualidad y el futuro. El informe de los obispos son diez mil palabras que no tienen desperdicio; y su interés se dispara al constatar que la descripción que hacen de aquel drama tiene un escalofriante paralelismo con nuestra situación actual,  por cuanto la Agenda 2030 y el comunismo tienen el mismo origen -negación de Dios- y la misma aspiración totalitaria; valgan, a modo de ejemplo para apuntalar esta afirmación, los siguientes párrafos de la carta:
"…debemos manifestaros nuestro dolor por el desconocimiento de la verdad de lo que en España ocurre. Es un hecho, que nos consta por documentación copiosa, que el pensamiento de un gran sector de opinión extranjera está disociado de la realidad de los hechos ocurridos en nuestro país. Causas de este extravió podrían ser el espíritu anticristiano, que ha visto en la contienda de España una partida decisiva en pro o contra de la religión de Jesucristo y la civilización cristiana…
Se trata de un punto gravísimo en que se conjugan, no los intereses políticos de una nación, sino los mismos fundamentos providenciales de la vida social: la religión, la justicia, la autoridad y la libertad de los ciudadanos…
(Al escribir esta Carta cumplimos con un) deber de religión, de patriotismo y de humanidad… 
Dios ha permitido que fuese nuestro país el lugar de experimentación de ideas y procedimientos que aspiran a conquistar el mundo… La guerra de España es producto de la pugna de ideologías irreconciliables; en sus mismos orígenes se hallan envueltas gravísimas cuestiones de orden moral y jurídico, religioso e histórico…
... (Hemos demostrado que servimos a Dios en los hombres) con la exhortación sincera que hicimos reiteradamente a nuestro pueblo católico a la sumisión legitima, a la oración, a la paciencia y a la paz… Pero la paz es la «tranquilidad del orden, divino, nacional, social e individual, que asegura a cada cual su lugar y le da lo que le es debido, colocando la gloria de Dios en la cumbre de todos los deberes y haciendo derivar de su amor el servicio fraternal de todos». Y es tal la condición humana y tal el orden de la Providencia- sin que hasta ahora haya sido posible hallarle sustitutivo- que siendo la guerra uno de los azotes más tremendos de la humanidad, es a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reinado de la paz (…) y ha aparecido tan claro, desde sus comienzos, que una de las partes beligerantes iba a la eliminación de la religión católica en España, que nosotros, Obispos católicos, no podíamos inhibirnos sin dejar abandonados los intereses de nuestro Señor Jesucristo…
Afirmamos, ante todo, que esta guerra la ha acarreado la temeridad, los errores, tal vez la malicia o la cobardía de quien hubiesen podido evitarla gobernando la nación según justicia.
Dejando otras causas de menor eficiencia, fueron los legisladores de 1931, y luego el poder ejecutivo del Estado con sus prácticas de gobierno, los que se empeñaron en torcer bruscamente la ruta de nuestra historia en un sentido totalmente contrario a la naturaleza y exigencias del espíritu nacional, y especialmente opuesto al sentido religioso predominante en el país. La Constitución y las leyes laicas que desarrollaron su espíritu fueron un ataque violento y continuado a la conciencia nacional. Anulando los derechos de Dios y vejada la Iglesia, quedaba nuestra sociedad enervada, en el orden legal, en lo que tiene de más sustantivo la vida social, que es la religión. El pueblo español que, en su mayor parte, mantenía viva la fe de sus mayores, recibió con paciencia invicta los reiterados agravios hechos a su conciencia por leyes inicuas; pero la temeridad de sus gobernantes había puesto en el alma nacional, junto con el agravio, un factor de repudio y de protesta contra un poder social que había faltado a la justicia más fundamental, que es la que se debe a Dios y a la conciencia de los ciudadanos…
Nuestro régimen político de libertad democrática se desquició, por arbitrariedad del Estado y por coacción gubernamental que trastocó la voluntad popular, constituyendo una máquina política en pugna con la mayoría política de la nación (…)
Y a medida que se descomponía nuestro pueblo por la relajación de los vínculos sociales y se desangraba nuestra economía y se alteraba sin tino el ritmo del trabajo y se debilitaba maliciosamente la fuerza de las instituciones de defensa social, otro pueblo poderoso, Rusia, empalmando con los comunistas de acá, por medio del teatro y el cine, con ritos y costumbres exóticas, por la fascinación intelectual y el soborno material, preparaba el espíritu popular para el estallido de la revolución, que se señalaba casi a plazo fijo.
(…) Sin Dios, que debe estar en el fundamento y a la cima de la vida social; sin autoridad, a la que nada puede sustituir en sus funciones creadoras del orden y mantenedora del derecho ciudadano; con la fuerza material al servicio de los sin Dios ni conciencia, manejados por agentes poderosos de orden internacional, España debía deslizarse hacia la anarquía, que es lo contrario del bien común y de la justicia y orden social. Ahí han ido a parar las regiones españolas en que la revolución marxista ha seguido su curso inicial.
Estos son los hechos. Cotéjense con la doctrina de Santo Tomás sobre el derecho a la resistencia defensiva por la fuerza y falle cada cual en justo juicio. 
(…) Quede, pues, asentado, como primera afirmación de este Escrito, que un quinquenio de continuos atropellos de los súbditos españoles en el orden religioso y social puso en gravísimo peligro la existencia misma del bien público y produjo enorme tensión en el espíritu del pueblo español; que estaba en la conciencia nacional que, agotados ya los medios legales, no había más recurso que el de la fuerza para sostener el orden y la paz; que poderes extraños a la autoridad tenida por legítima decidieron subvertir el orden constituido e implantar violentamente el comunismo; y, por fin, que por lógica fatal de los hechos no le quedaba a España más que esta alternativa: o sucumbir en la embestida definitiva del comunismo destructor, ya planeada y decretada, como ha ocurrido en las regiones donde no triunfó el movimiento nacional, o intentar, en esfuerzo titánico de resistencia, librarse del terrible enemigo y salvar los principios fundamentales de su vida social y de sus características nacionales.
…la sublevación militar no se produjo, ya desde sus comienzos, sin colaboración con el pueblo llano, que se incorporó en grandes masas al movimiento, el cual, por ello, debe calificarse de cívico-militar; y segundo, que este movimiento y la revolución comunista son dos hechos que no pueden separarse, si se quiere enjuiciar debidamente la naturaleza de la guerra. *[El enfrentamiento fue entre dos bandos populares. A las fuerzas del gobierno se sumaron hordas anarquistas, y, juntas, buscaron implantar el comunismo.]
(…) Esta es la característica de la reacción obrada en el campo gubernamental contra el alzamiento cívico-militar. Es, ciertamente, un contraataque por parte de las fuerzas fieles al Gobierno; pero es, ante todo, una lucha en comandita con las fuerzas anárquicas que se sumaron a ellas y que con ellas pelearán juntas hasta el fin de la guerra. Rusia, lo sabe el mundo, se injertó en el ejército gubernamental tomando parte en sus mandos; y fue a fondo -aunque conservando la apariencia del Gobierno del Frente Popular- a la implantación del régimen comunista por la subversión del orden social establecido. Al juzgar de la legitimidad del movimiento nacional, no podrá prescindirse de la intervención, por la parte contraria, de estas «milicias anárquicas incontrolables» -es palabra de un ministro del Gobierno de Madrid- cuyo poder hubiese prevalecido sobre la nación.
Y porque Dios es el más profundo cimiento de una sociedad bien ordenada -lo era de la nación española- la revolución comunista, aliada de los ejércitos del Gobierno, fue, sobre todo, anti divina. Se cerraba así el ciclo de la legislación laica de la Constitución de 1931, con la destrucción de cuanto era cosa de Dios. Salvamos toda intervención personal de quienes no han militado conscientemente bajo este signo; sólo trazamos la trayectoria general de los hechos.
*[A propósito de esa nota de descargo en favor de muchos de los combatientes del bando republicano, es muy revelador de la importancia del componente religioso de la guerra, el dato de las confesiones que aporta la carta: De los ajusticiados en el territorio nacional, en Mallorca murieron impenitentes un dos por ciento; en el sur, no más de un veinte por ciento; y en el norte, un diez por ciento, o menos.]
Por esto se produjo en el alma una reacción de tipo religioso, correspondiente a la acción nihilista y destructora de los sin Dios. Y España quedó dividida en dos grandes bandos militantes; cada uno de ellos fue como el aglutinante de cada una de las dos tendencias profundamente populares; y a su alrededor, y colaborando con ellos, se polarizaron, en forma de milicias voluntarias y de asistencia y servicios de retaguardia, las fuerzas opuestas que tenían dividida a la nación.
La guerra es, pues, como un plebiscito armado. La lucha blanca de los comicios de Febrero de 1936, en que la falta de conciencia política del gobierno nacional dio arbitrariamente a las fuerzas revolucionarias un triunfo que no habían logrado en las urnas, se transformó, por la contienda cívico-militar, en la lucha cruenta de un pueblo partido en dos tendencias: la espiritual, del lado de los sublevados, que salió a la defensa del orden, la paz social, la civilización tradicional y la patria, y muy ostensiblemente, en un gran sector, para la defensa de la religión; y de la otra parte, la materialista, llámese marxista, comunista o anarquista, que quiso sustituir la vieja civilización de España, con todos sus factores, por la novísima «civilización» de los soviets rusos… Por esto observadores perspicaces han podido escribir estas palabras sobre nuestra guerra: «Es una carrera de velocidad entre el bolchevismo y la civilización cristiana». 
(…) El alzamiento cívico-militar fue en su origen un movimiento nacional de defensa de los principios fundamentales de toda sociedad civilizada; en su desarrollo, lo ha sido contra la anarquía coaligada con las fuerzas al servicio de un gobierno que no supo o no quiso tutelar aquellos principios.
(…) Hoy por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y la paz, y los bienes que de ellas derivan, que el triunfo del movimiento nacional. 
(…) Enjuiciando globalmente los excesos de la revolución comunista española, afirmamos que en la historia de los pueblos occidentales no se conoce un fenómeno igual de vesania colectiva, ni un cúmulo semejante, producido en pocas semanas, de atentados cometidos contra los derechos fundamentales de Dios, de la sociedad y de la persona humana. 
Fue «cruelísima» la revolución. Las formas de asesinato revistieron caracteres de barbarie horrenda (por el número de asesinados por la sola fe o las ideas; por condenar sin juicio; por los vejámenes horribles… La revolución fue «inhumana»; ‘no respetó el pudor de la mujer, ni aún de la consagrada’; ‘se profanaron tumbas y cadáveres ilustres’… La revolución fue «bárbara»; destruyendo ingentes obras de arte y bienes culturales, con propósito de aniquilamiento de las cosas de Dios… Conculcó la revolución los más elementales principios de humanidad, yendo en contra del «derecho de gentes»; con cientos de asesinados a manos de las multitudes de forma salvaje, sin motivo; bombardeo de civiles; crímenes masivos... La revolución fue esencialmente ‘antiespañola’; destruyendo al grito de ¡Viva Rusia!, con mandos rusos… Pero, sobre todo, la revolución fue «anticristiana»; contando a los mártires por miles, agotando las formas de tormento y muerte; causando espanto las expresiones de odio a lo sagrado, hasta llegar incluso a destrozar los cuerpos incorruptos o reliquias de santos y beatos, como fue el caso de Beatriz de Silva (…)
El movimiento ha fortalecido el sentido de patria, contra el exotismo de las fuerzas que le son contrarias. La patria implica una paternidad; es el ambiente moral, como de una familia dilatada, en que logra el ciudadano su desarrollo total; y el movimiento nacional ha determinado una corriente de amor que se ha concentrado alrededor del nombre y de la sustancia histórica de España… Dentro del movimiento nacional se ha producido el fenómeno, maravilloso, del martirio de sacerdotes, religiosos y seglares; y este testimonio de sangre deberá condicionar en lo futuro, so pena de inmensa responsabilidad política, la actuación de quienes, depuestas las armas, hayan de construir el nuevo estado en el sosiego de la paz.
(…) Nuestros males son gravísimos. La relajación de los vínculos sociales; las costumbres de una política corrompida; el desconocimiento de los deberes ciudadanos; la escasa formación de una conciencia íntegramente católica; la división espiritual en orden a la solución de nuestros grandes problemas nacionales; la eliminación, por asesinato cruel, de millares de hombres selectos llamados por su estado y formación a la obra de la reconstrucción nacional; los odios y la escasez que son secuelas de toda guerra civil; la ideología extranjera sobre el Estado, que tiende a descuajarle de la idea y de las influencias cristianas; serán dificultad enorme para hacer una España nueva injertada en el tronco de nuestra vieja historia, y vivificada por su savia. Pero tenemos la esperanza de que, imponiéndose con toda su fuerza el enorme sacrificio realizado, encontraremos otra vez nuestro verdadero espíritu nacional. Estamos entrando otra vez en él, paulatinamente, por una legislación en que predomina el sentido cristiano en la cultura, en la moral, en la justicia social y en el honor y culto que se debe a Dios… Quiera Dios ser en España el primer bien servido, condición esencial para que la nación sea verdaderamente bien servida.
(…) Toda sociedad bien ordenada tiene sus cimientos en principios profundos y de ellos vive, no de aportaciones adjetivas y extrañas, discordes con el espíritu nacional. La vida es más fuerte que los programas, y un gobernante prudente no impondrá un programa que violente las fuerzas íntimas de la nación. Seríamos los primeros en lamentar que la autocracia irresponsable de un parlamento fuese sustituida por la más terrible de una dictadura [totalitaria] desarraigada de la nación. 
(…) «Los que trabajan por aumentar las disensiones entre católicos toman sobre sí una terrible responsabilidad, ante Dios y ante la Iglesia.» 
(…) El olvido de la verdad y de la virtud, en el orden político, económico y social, nos ha acarreado esta desgracia colectiva. Hemos sido mal gobernados, porque, como dice Santo Tomás, Dios hace reinar al hombre hipócrita por causa de los pecados del pueblo…". (Fin del extracto)

El Padre Bayle fue un inteligente jesuita, duramente perseguido, y avezado en desmontar la Leyenda Negra de la Iglesia. Muy consciente de la práctica calumniadora contra España de los europeos infieles a Roma, compuso la obra El Mundo Católico y la Carta de los Obispos poniendo énfasis en aquellos puntos más reveladores de la infamia. Y así tenemos recogidos en ese libro, entre los testimonios de altas personalidades eclesiales de todo el mundo, las de los representantes de las democracias occidentales más potentes, a modo de revulsivo contra las críticas que engañan a los incautos, haciéndoles creer que la Iglesia apoyó el levantamiento de un tirano fascista contra un régimen democrático legítimo. He aquí los textos de los obispos de Francia, USA, e Inglaterra:  










La Carta del Episcopado español fue leída y contestada por novecientos obispos católicos; millones de fieles en todo el mundo accedieron por ella a la verdad de lo que aquí sucedía, y respondieron a nuestro dolor con oraciones por nuestra patria.
Es muy significativo que ni siquiera en Toledo sea el Cardenal Gomá una figura popular y venerada, habiendo sido tan elevada su contribución al bien común de España; pero no son pocas las ocasiones en nuestra historia en que dejamos de tributar un justo homenaje a nuestros benefactores, como pasó, por ejemplo, con el Almirante De Lezo, que, a pesar de prolongar durante décadas la gloria de Dios y de España en ultramar a costa de su sangre, murió sin el favor del rey. Y precisamente estos olvidos nos hablan del drama que recorre nuestra historia, que es el mismo que el de todo ser humano: la lucha irreconciliable entre el bien y el mal, entre la mentira y la verdad, en sus múltiples formas.
Asentado el hecho de que la guerra civil española fue un movimiento de legítima defensa ciudadana, empezamos a desmontar que la época de Franco fue una dictadura militar y fascista, originada por el orgullo de un grupo de personas egoístas y autoritarias.
En el año 30 ya se lamentaba el Cardenal Gomá del mal cariz que estaban tomando las cosas, con una acelerada descomposición social, y una irresponsable acción o dejación de gobierno. Para el momento del estallido de la guerra, las masas que inmediatamente se unieron a los sublevados tenían ya claro que sólo por el uso de la fuerza podían contribuir a sostener las bases de la convivencia social; tal era el grado de alteración en que transcurría entonces la vida de España. 
Comenta Enrique de Aguinaga (Aquí Hubo una Guerra. Pg. 275; cap. XVIII) las reticencias del militar Franco en sumarse al alzamiento, y documenta espléndidamente su fidelidad al orden social, propia de un militar de honor, así como su altísimo sentido cívico y su amor a la patria, que superpondría a cualquier ambición personal, en contra de lo que la corriente general le achaca. 
En ese sentido, la prueba concluyente de la verdad de esa condición de Franco es que, ya desde los comienzos de su mandato, se le puede descubrir disponiendo lo necesario para hacer pasar al pueblo la soberanía que le pertenece y cuyo ejercicio había interrumpido la guerra. Así, habiendo empezado por hacer de España un reino en 1947, cuando el tiempo y el trabajo hubieron serenado al país, estando asentado su orden y bienestar en una amplísima clase media, y una vez soltados los lazos que aún le ligaban al trauma pasado, nombraría sucesor suyo a un príncipe que no había vivido la guerra. A este respecto, dice Aguinaga, es muy significativo *[del afán destructor de la tradición de aquellos que aborrecen a Dios y a los hombres] que nunca en todo el periodo democrático se haya hablado, ni en los medios ni en las historiografías, del significado de la solemne comparecencia pública de Franco en vísperas del nombramiento de su sucesor, en la que declaró, con obvia intención de remover todo obstáculo a esa sucesión, que los principios del movimiento no eran inamovibles, y que, por supuesto, España tendría que incorporarse a la cultura del capitalismo liberal de su entorno... 
Si el pecado es el aguijón de la muerte, nadie está exento de responsabilidad en esta tragedia patria, ni en ninguna otra que afecte al ser humano, pues nadie está exento de pecado. Si llegados a un punto de impiedad sólo queda como remedio curativo el derramamiento de sangre, hemos de atender al desarrollo posterior a la guerra para aprender sobre la regeneración de los tejidos sociales. Desde la desolación que trajo la crecida de la violencia, forzosamente habríamos de salir muy despacio, para minimizar el dolor causado por tantas heridas. En palabras del propio Franco, en el discurso de inauguración de las Cortes de 1967: "Las enfermedades en las naciones duran siglos y las convalecencias decenios. España, que, con altibajos, ha permanecido tres siglos entre la vida y la muerte, empieza ahora a abandonar el lecho y a dar cortos paseos por el jardín de la clínica. Los que quisieran enviarla ya al gimnasio a dar volteretas, o no saben lo que se dicen o lo saben demasiado bien."

Un paisano mío, Julián Ayesta, consideró aquél como el más importante discurso de Franco y así lo justificó en cuanto enunciado del futuro: "Franco  quiere poner a España en órbita, transformándola en un país desarrollado. Y él no se preocupa por lo que siga, porque sabe perfectamente que la característica fundamental de las sociedades desarrolladas es su capacidad para darse a sí mismas un gobierno adecuado (...) Es hora ya de que se enteren (los países desarrollados) que la dinámica natural de lo que ellos llaman "franquismo" exige, "per natura", su propia destrucción. En otras palabras: el objetivo último del franquismo es llegar lo antes posible a una sociedad desarrollada y democrática. Franco es el antifranquista más convencido del mundo. Y el más eficaz."                                            Henos aquí, pues, a los españoles que nos arrogamos el título de demócratas, con el futuro en nuestras manos [aunque con las manos tan atadas por el antiguo pecado como cada uno quiera...]. Pertenecemos a un país desarrollado y no estamos dispuestos a renunciar a nuestra capacidad y deseo de darnos el futuro que nos parezca mejor. La cuestión es, siendo que cada vez vemos alejarse más de nosotros el bienestar que anhelamos para nuestra nación, ¿en qué encrucijada nos hemos perdido? ¿Qué importante guía se nos ha caído del macuto por el camino?

Aguinaga escribe sabiamente, con conocimiento de causa, pero con cierta nostalgia por los sueños (falangistas) no realizados. Franco abandonó pronto ese camino -si es que alguna vez se propuso seguirlo-, de dotar a España con la revolución social más española y adelantada de todos los tiempos; pero abrió otros y, sobre todo, reedificó los cimientos de la convivencia sobre un montón de ruinas humeantes. En todo caso, los sueños nunca son en balde, y se quedan para siempre, ondeando como alegres banderas en las torres de nuestras ciudades interiores. El paisaje de España a través de los siglos está repleto de estas enseñas de altos ideales, y cada una de ellas es un nudo más afirmando el tapiz de nuestra historia, si bien los hilos de la trama son los esfuerzos de cada ciudadano. Si pudiéramos elevarnos sobre la ciudadela que habitamos, y ver todas sus banderas y todas sus piedras, tal vez nos asombraríamos del alcance que tienen... Como dice la Carta a los Obispos: "...el amor patrio, cuando se ha sobrenaturalizado por el amor de Jesucristo, nuestro Dios y Señor, toca las cumbres de la caridad cristiana...» Se puede decir que los ríos de la Historia, recogiendo los torrentes de las ansias de amor, que son los sueños, vivifican lo que nuestros desvelos siembran, y van así edificando la patria eterna, en la que, aunque incompleta, ya habitamos. 
La herencia del franquismo somos nosotros, una gran clase media, equilibrada, que, a pesar de que aquí hubo una guerra, entre sus cenizas de sueños y desvelos eternos, airosos nacimos; nadie puede negar que eso haya ocurrido, como nadie puede decir sensatamente que otra historia hubiera sido posible y mejor. Además, esa discusión es ociosa, cuando lo que está por hacer reclama todo nuestro talento y energía. Y, en todo caso,  para confundir a los agoreros, esa clase media estamos toreando ahora el morlaco salido de los toriles de la democracia... 
Es oportuno decir que todos hemos pecado, y mucho. Y hemos llegado a una situación extrema, donde la más refinada violencia se pasea como honrada ciudadana por nuestras plazas; esto lo saben los bebés no nacidos y sus madres traspasadas de dolor; los ancianos asesinados tras haber entregado sus vidas a cambio de nada; los hombres y mujeres que, después de años de lucha por construir una familia feliz, ven rodar su sueño por los suelos por culpa del egoísmo de algunos, que impunemente roban el tesoro y el timón de las naciones; lo sabe también la juventud maltratada por la cobarde renuncia a la verdad de los mayores; la legión de los que enferman por falta de ilusión, y por el deterioro de las condiciones de vida... Y ante este horizonte no vale esconder la cabeza, sino alzarla con valentía, reconocer el error con humildad, y encomendarse a Dios para enmendarlo. En un trance semejante, escribió el Cardenal Gomá unas palabras de sincera contrición; fue al proclamarse la Segunda República, y justo antes de recomendarles a los sacerdotes, a los religiosos, y a los fieles de su diócesis que obedecieran a los poderes constituidos para el mantenimiento del orden y el bien común; lo que dijo, fruto de su penetrante mirada cristiana, fue: “Sentimos en estos momentos, amados hijos nuestros, una pena que nos prensa el corazón. Es pena de nuestros pecados y de los de todos, de comisión y de omisión, en el orden cristiano social. Hemos trabajado poco, tarde y mal, mientras pudimos hacerlo mucho y bien, en horas de sosiego y bajo un cielo apacible y protector”.
Ante lo que está ocurriendo en España en la hora presente, es cobardía y grave irresponsabilidad fingir que no está pasando nada. El quinquenio que precedió a la guerra civil española ha sido macabramente reproducido en el mandato de Sánchez: sobre todo, por la imposición de un programa político que violenta las fuerzas íntimas de la nación, imponiéndoles, con leyes laicas, costumbres extranjeras muy perniciosas y contrarias al espíritu que nos constituye y al bien común. Casi un siglo después de haber atentado gravemente contra ese bien, hasta arruinar el país, y después de los ingentes esfuerzos que costó rehacerlo, vuelven los 'sin Dios' a la carga con la misma impiedad que entonces, generando de nuevo en la población, de la mano del agravio, los mismos peligrosos sentimientos de repudio y malestar que precedieron al estallido de nuestra guerra. 
Pero, como antes decía, hoy se procura que los acervos ataques no se noten, y es por eso que causan mayor destrozo. Ese encubrimiento del maltrato explica que los índices del deterioro de la salud mental -con el suicidio infantil como punta del iceberg- no paren de crecer, y sean una amenaza muy inquietante para la estabilidad social.
De igual modo, la repercusión social de toda esta política anti humana del gobierno, le obliga a encubrir los hechos que evidencian su malignidad, como si por salvar la contestación social se pudiera arribar a buen puerto; asimismo, apremiados por el creciente malestar, se apresuran a rematar 'su proyecto', envileciendo su oficio hasta la repugnancia. Mismamente, ya convocadas las elecciones, el 27 de febrero fue enviado al Consejo de Estado el Proyecto de Ley de Familias, ¡por vía de urgencia!, y tan solo dos semanas más tarde ya devolvía este órgano su informe favorable. El dictamen del Consejo tenía cincuenta y cuatro mil palabras, era altamente técnico, y abundaba en citas de jurisprudencia y encomiendas de mejora. Aún así, le bastaron al gobierno doce días para aprobarlo y mandarlo a las Cortes. Con todo, la ley no lograría salvar los trámites parlamentarios antes de las elecciones, pero está claro que intención de hacerlo, sí que hubo. Y si ponemos en relación este avatar con las más de trescientas normas 'modernas' que se aprobaron en el quinquenio de Sánchez, nos vamos aproximando al calado del expolio que en este aciago lustro se perpetró en España. 
Grotescamente, en la campaña electoral se hizo pasar a Sánchez como continuador del mandato de Zapatero, a quien millones de votantes del PSOE denostaron agriamente en su momento. Macabra bufonada fue la aparición de este infausto personaje en el diario El País, preguntándose, en medio de aspavientos de actor viejo y pendejo, si es que acaso él y sus seguidores no eran España... 
Pero, ¿cómo va a ser España un gobierno que la maltrata? En este final de legislatura han ido ya apareciendo aberraciones fruto del desafuero de tantas leyes de muerte: madres que se arrojan al vacío con sus hijos en brazos; violadores y altos delincuentes amnistiados; presidentes que no titubean en transgredir la ley sabiendo que van a quedar impunes... un inhumano hostigamiento al matrimonio y a toda forma ejemplar de conducta cívica, acompañado del elogio de la infidelidad y el libertinaje... una cruel perversión de los niños y jóvenes a cargo de leyes y prácticas profesionales maliciosas, marcando sus vidas con trabas que sólo Dios podrá descubrir y sanar... el escandaloso chantaje y adulteración incesante de la ciencia para que sirva a los intereses del poder... la irresponsable deformación de las conciencias, responsable de la grave disgregación social que padecemos... etc., etc., etc.
La lista de desórdenes que presagian un funesto porvenir es pavorosa. No podemos permanecer más tiempo callados; esta reedición de la Conjura del Silencio, que denunciara Pío XI valientemente en el periodo de entreguerras, taimadamente impuesta, amenaza con destruir de nuevo la convivencia, pero esta vez de manera más cruel y duradera: por medio de la reducción de la población a la condición de animales estabulados sin opción a defenderse. 
El nuevo ataque de los sin Dios y contra Dios es endiabladamente perverso, y nos está introduciendo, sin hacer ruido, en un auténtico infierno.
Que se nos haga creer que Sánchez puede seguir gobernando, obrando en su 'haber' todo este daño a España, y siendo él quien manda en la empresa que cuenta los votos, sería esperpéntico si no fuera una tragedia real... 
Si es un hecho cierto que en febrero del 36 se dio el triunfo al Frente Popular -a pesar de haber perdido las elecciones- tras anular arbitrariamente las actas de varias provincias, y con las consecuencias que todos sabemos, en la situación actual hace falta maldad para subirse al andamio de Ferraz a dar botes de alegría y a echar por la boca arrogancias, y, si no maldad, embotamiento total de la mente, y temeridad. Semejante villanía en el poder ¡clama al cielo!
Pero justamente está allí nuestro Padre, bendiciéndonos a todos, ricos y pobres, extraviados y rectos; porque no se desdice Él de sus designios de amor para con nosotros, los cuales se nos revelaron por boca de ángeles, allá en Belén, hace 2023 años: "Paz a los hombres que ama el Señor". 
'A ti, Señor, me acojo, no quede yo defraudado; no desoigas mis súplicas por España, que te elevo por medio de María, antes bien, inclina tus oídos a ellas y dígnate atenderlas favorablemente. Así sea.'











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