ALIVIO

 
Tú no quieres sacrificios, en cambio, me diste un cuerpo; entonces yo digo:
"Hágase en mí según tu Palabra"



“Cuando se trata de amor conyugal, lo que está en juego es el hombre y la verdad de una concepción antropológica (…) La Teología del Cuerpo, por primera vez, expone en modo orgánico la visión que de la corporeidad humana emerge de la Revelación.”
“La cuestión del amor, y del amor conyugal, es, no simplemente una cuestión antropológica, sino también una cuestión teológica, es cuestión de Dios.”

“El modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano, la verdad antropológica del amor conyugal, que, en su estructura originaria, constituida por la triple dimensión de diferencia sexual, don de sí, y procreación, es icono creado del amor trinitario divino.”

“La imagen divina en el hombre se actúa justamente cuando éste, en el amor, expresa la comunión de las personas, unidas en el don fecundo de sí mismas.”

"En la esfera sexual se encuentra en juego nada más y nada menos que el misterio del amor, que es la vocación inscrita en el cuerpo creado a imagen de Dios."

“La diferencia sexual es captada en su conexión con el misterio de Dios, en su capacidad de ser camino de acceso, nada menos, que a la interioridad de Dios.”

“Juan Pablo II ha reivindicado el carácter sacramental de la corporeidad, y así ha desafiado a la cultura contemporánea precisamente en su mismo campo de batalla (el culto al cuerpo).”

“Si Juan Pablo II se atrevió a desafiar a la modernidad es porque conocía una verdad donde apoyar la edificación. Es ésta una verdad que viene de Dios, y que no es la mera expresión de emociones subjetivas, las cuales se desvanecen fácilmente, del mismo modo que durante algún tiempo pueden llenar el corazón.”

“¿Y cuál es esa tierra prometida que Juan Pablo II nos ha mostrado? La respuesta nos la da la verdad del amor, que nos descubre cómo son las relaciones donde el amor verdadero es posible.”

“Si vivimos nuestro cuerpo, nuestros afectos, y nuestras relaciones según la verdad del amor, entonces, nos hemos asentado en esa tierra que nadie nos podrá quitar, en la que es posible vivir, y por la que es posible morir.”

“San Juan Pablo II, al que hemos comparado con Moisés, comenzó su ministerio petrino con la invitación “No tengáis miedo”. Esto no era una simple frase, sino que acertaba con el estado de ánimo del pueblo de Dios, atenazado por el miedo ante un futuro incierto y amenazante. El significado de ese llamamiento puede entenderse dentro de la amplia perspectiva que dio un sentido de advenimiento a todo su largo pontificado. Se trataba de introducir a la iglesia en el nuevo milenio. ¡Cómo necesitaríamos nosotros también volver a escuchar esas palabras hoy, en medio de un desafío como la pandemia del COVID 19, que desde principios de 2020 ha vuelto a sumir al mundo en el miedo, y ha frenado tantas iniciativas! El miedo que golpea el corazón de la existencia humana, y le quita el aliento, es el miedo a amar. San Juan Pablo II, como acabamos de ver, nos ha mostrado cómo sólo el soplo de la verdad hace posible amar y superar el miedo. Así, nos ha llevado a la tierra prometida de la verdad del amor; al lugar en el cual y por el cual merece la pena entregar la vida. Vivimos en un mundo golpeado por el miedo y contaminado por la desconfianza; un mundo en el que las relaciones vitales están impedidas, prohibidas, amenazadas, transformadas a la fuerza en virtuales. Pues bien, en ese mundo asfixiante, la familia es el entorno que permite respirar a la persona. Ella, la familia, es el santuario de la vida y del amor, nos decía San Juan Pablo II, el lugar donde la persona puede respirar. Pero, para que la familia respire, hace falta la Iglesia, una Iglesia que testimonie y comunique con valentía la verdad del Evangelio, que permite vivir y amar.” [Hace una semana leí ante setenta matrimonios estas últimas palabras, tomadas de quien fuera presidente durante diez años del IPJP II; y prometí colgar aquí el texto completo. Cumplo ahora lo prometido:]


En su reciente libro entrevista Luz del Mundo, Benedicto XVI, frente a las insistentes preguntas casuísticas de ética sexual que le eran formuladas, ha recordado las grandes cuestiones de fondo al hablar de una banalización de la sexualidad, la cual, restringida a un puro criterio utilitarista de placer, pierde su gran horizonte. Es necesario señalar aquí aquel vasto y complejo fenómeno cultural que se conoce bajo el nombre de revolución sexual, y que ha conducido al actual clima de difundido erotismo. La revolución sexual puede ser definida como el proyecto sistemático de separar el ejercicio de la sexualidad de la institución del matrimonio, y de la perspectiva de la paternidad y de la maternidad. La difusión masiva de la contracepción ha hecho posible la reivindicación de una sexualidad libre de vínculos institucionales o estables; separada de estos lazos naturales y tradicionales, dentro de los cuales se encontraba su contexto de significado, el ejercicio de la sexualidad viene a asumir como único punto de referencia y criterio de verificación la libido, el apagamiento del deseo del individuo. Así, como último resultado de esta deriva, la sexualidad es separada también de la diferencia sexual entre hombre y mujer. Ni siquiera el sexo natural debe ser un vínculo o una referencia, desde el momento en que el género es concebido como un constructo cultural, y, por tanto, también como un objeto de elección individual. La sexualidad dúctil, libre de cualquier ligamen con la procreación, se torna individualista. En la sociedad democrática se verifica un impulso hacia una epocal transformación de la intimidad. 
Amor y sexualidad tienden a no estar ya ligados a través de la institución del matrimonio, sino mediante relaciones puras, en el sentido de relaciones sociales que, prescindiendo de toda forma predeterminada de la naturaleza o de la cultura, dependen solamente del cálculo de ventajas y desventajas que cada una de las partes pueden tener. Lejos de producir una auténtica liberación, la revolución sexual parece haber provocado más bien una obsesión sexual de masas. Es un fenómeno difícil de delimitar, pero terriblemente presente, que puede ser descrito como pansexualismo. Se trata de una propuesta cultural que reduce la sexualidad a la genitalidad y la considera, por consiguiente, como un mero objeto de consumo, cuyo goce por parte del individuo es por sí mismo normal y bueno; y es, por tanto, un intento radical de secularización de la sexualidad, que es despojada de todo contenido de misterio y de trascendencia. Ella pierde su más íntimo anhelo, construir una comunión de personas, y se convierte simplemente en ocasión de placer; pero la búsqueda de placer como fin en sí mismo priva a la sexualidad de la promesa más secreta que la anima y que la hace tan fascinante.
Frente a la potencia de este fenómeno y su capacidad de contaminar las conciencias, chantajeando a los hombres y a las mujeres en un punto tan sensible y delicado de su existencia, la respuesta de un moralismo compuesto de una mera repetición de las prohibiciones tradicionales se muestra del todo insuficiente; y, además, contraproducente. En su entrevista con Peter Sewald, Benedicto XVI invita a hacer más y mejor respecto a las respuestas del pasado. Hablando a los obispos suizos en visita ad limina, el 9 de noviembre de 2006, el Papa había advertido de no caer en la trampa del moralismo, estrecho y fastidioso, y a reencontrar en cambio la grandeza del anuncio cristiano en los orígenes. Evocó en aquella ocasión una frase de San Ignacio de Antioquia: ‘El cristianismo no es obra de persuasión, sino de grandeza’. Quisiera en mi intervención repasar con vosotros las líneas de este anuncio cristiano de grandeza tal como ha sido propuesto por el magisterio de Juan Pablo II en su teología del cuerpo; y desarrollado por Benedicto XVI en una original teología del amor. 

Notre Dame de La Salette,
la Purificación necesaria
(1879)
                                    

*La teología del cuerpo, de Juan Pablo II

La enseñanza del Papa polaco irrumpe en la Iglesia y en la sociedad como una novedad absoluta. Sorprendió no solamente por la elección del tema, que parecía inusual y quizás inapropiado para una predicación catequética magisterial, sino también por la audacia del lenguaje, de la perspectiva y de los acentos. Profetismo del cuerpo, decía Juan Pablo II, “el cuerpo habla de Dios, desvela su bondad y su sabiduría; y también habla de nosotros, del hombre y de la mujer y de nuestra vocación al amor”. El cuerpo es una palabra profética que él pronuncia en nombre de Dios, para revelarnos un camino a recorrer de plenitud humana, el itinerario del amor, en el que la imagen originaria impresa en el hombre y la mujer puede realizarse y resplandecer en una comunión fecunda de personas, abierta al don de la vida. En particular, la diferencia sexual es captada en su conexión con el misterio de Dios, en su capacidad de ser camino de acceso, nada menos, que a la interioridad de Dios.

Desde hace siglos, por el influjo de una mentalidad dualista, transida de maniqueísmo y de puritanismo, el cuerpo humano ha sido despreciado o al menos no suficientemente valorado, mirado con sospecha o con inquietud; casi como si se tratara de una amenaza a la naturaleza espiritual del hombre y a su destino, que sería descuidado o negado en la dimensión afectiva y sexual, como si el cuerpo comportase inevitablemente solo tentaciones y peligros. Hoy, el péndulo de la sensibilidad prevaleciente parece dirigirse hacia la parte opuesta, con un culto del cuerpo que lo exalta porque es joven, bello, fuerte y fuente de placer, pero que después es rechazado cuando testimonia la inevitable decadencia, la enfermedad y la muerte. Más allá de la aparente contradicción, estas dos posiciones, en realidad, comparten un idéntico reduccionismo antropológico que hace imposible integrar el cuerpo en la realidad de la persona, y, por tanto, valorarlo adecuadamente en su subjetividad. Lejos de contraponer el alma al cuerpo, viendo en él, antes de nada, un enemigo a mirar con sospecha y a dominar para no convertirnos en esclavos de dinámicas inferiores a la dignidad propia del hombre espiritual, Juan Pablo II ha reivindicado el carácter sacramental de la corporeidad, y así ha desafiado a la cultura contemporánea precisamente en su mismo campo de batalla.

La aparente exaltación del cuerpo, y, en particular, de la sexualidad, no consigue su objetivo cuando es separada de la comprensión de la dignidad de la persona y de la referencia a Dios creador y redentor. Ha sido justamente observado que Juan Pablo II, en su abundante magisterio sobre el tema, pero en particular en el ciclo de las catequesis de los miércoles de los primeros años de su Pontificado, ha establecido una inseparable conexión entre la cuestión matrimonial y la cuestión antropológica. En otras palabras, cuando se trata de amor conyugal, lo que está en juego es el hombre y la verdad de una concepción antropológica. Esta tesis, desarrollada justamente en referencia a la encíclica de Pablo Sexto, la Humanae Vitae, viene fundada mediante la elaboración de una verdadera y propia teología del cuerpo, que por primera vez expone en modo orgánico la visión que de la corporeidad humana emerge de la revelación.

Interpelada ésta a la luz de las experiencias humanas originarias, el cuerpo humano caracterizado por la diferencia sexual se muestra como sacramento de la persona, signo visible de una realidad invisible que nos constituye como sus objetos únicos e irrepetibles; el cuerpo, lejos de reducirse a la dimensión fisiológica estudiada por las ciencias empíricas, está permeado por la subjetividad. Es en el cuerpo donde el hombre varón descubre su irreductible diferencia respecto a los otros seres vivientes, y experimenta así en el mundo visible, por un lado, su soledad originaria, y, por otro, su llamada a la comunión en el encuentro con el cuerpo-persona de la mujer. De ese modo justamente se le revela la posibilidad de una experiencia singular de intimidad y, unida a ella, la posibilidad de una reciprocidad única.

El cuerpo manifiesta, pues, su significado nupcial, y por esto los gestos del cuerpo deben ser entendidos como signos de un lenguaje que está llamado a expresar y a realizar la comunión de amor de las personas, lenguaje en el cual naturaleza y persona se entrelazan de manera indisoluble. *[¿Sabías, querido lector, que la especie humana es la única que procrea mirándose el uno al otro?]

Para comprender el significado del lenguaje del cuerpo, hace falta ante todo colocarlo en el ámbito de la comunicación entre sujetos, que comunican precisamente en base a la común unión que existe entre ellos, sea para enriquecer, sea para expresar una realidad que es propia y pertinente solamente en el ámbito de los sujetos personas. Se encuentran aquí implicados dos niveles de significado, uno perenne, y otro único e irrepetible. El primero se refiere al sentido objetivo del cual el cuerpo no es autor, y que ha sido pronunciado por la palabra del Dios vivo. El segundo, de carácter subjetivo, es aquel del cual el hombre mismo es autor mediante la necesaria y continua relectura de la verdad originaria. El Papa observa que, en esta relectura, en realidad, acontece la introducción de algo más: el hombre se convierte junto con Dios en coautor del lenguaje del cuerpo, asumiendo y consintiendo así a los significados originarios que son propios de la creación. Aparece así a plena luz el significado positivo de la sexualidad humana, y la dignidad del hombre, que es sujeto de amor justamente en la unidad del alma y cuerpo que lo constituye. En este sentido, si el significado del cuerpo es la llamada al don de sí y a la acogida del otro, es condición de la plena realización de esta vocación la auto-posesión, que se realiza mediante la adquisición de las virtudes, en particular de la virtud de la castidad. Esta ha de ser entendida, no como la represión de las pasiones y de la afectividad, sino más bien como la virtud del amor verdadero, la fuerza interior que permite a las pulsiones y a las emociones expresarse en el pleno respeto de la dignidad personal de la otra persona, realizando así una auténtica comunión de las personas en el acto de amor conyugal.

La novedad de tal lenguaje y de tal acercamiento al tema de la sexualidad provocó, como se ha dicho, un gran clamor en la opinión pública. Se trataba de una radical superación del equívoco puritano, que tenía desde hacía mucho tiempo aprisionada la moral sexual católica en una interpretación falsa y reductiva. El puritanismo consiste en una deformación del contenido mismo del cristianismo, que ha tenido origen en el ámbito protestante y que puede ser expresado en la siguiente ecuación: “Dios es igual a la moral; la moral equivale a una serie de prohibiciones; las prohibiciones se refieren sobre todo a la sexualidad; y, de este modo, la afirmación de Dios equivale a la represión sexual”. Se entiende la acusación de Nietzsche al cristianismo que el Papa Benedicto XVI ha evocado en su encíclica inaugural; el cristianismo, según Nietzsche, habría dado de beber un veneno al Eros, haciendo así amarga la cosa más bella de la vida. Ahora bien, las catequesis de Juan Pablo II despejaron el camino de prejuicios y de acusaciones y abrieron la vía a un redescubrimiento del valor del cuerpo en el cristianismo, como hemos observado. Con Juan Pablo II, de repente, se hizo algo hermoso el ser cristiano, precisamente porque se podía ver la conveniencia y la correspondencia con aquello que los hombres y las mujeres desean más ardientemente en lo profundo de sus corazones. Al mismo tiempo era superado el equívoco espiritualista, que había caracterizado al personalismo y sugerido posturas divergentes respecto a la Humanae Vitae en dicho equívoco. Mientras que la valoración de la relación interpersonal del amor, entendida como fin primario del acto conyugal, había llevado a una reducción del fin procreativo, entendiéndolo de modo meramente biologicista, la perspectiva de la teología del cuerpo, de Juan Pablo II, evidencia claramente la dignidad personal del acto conyugal pero, al mismo tiempo, sabe reconocer en la apertura a la fecundidad un significado intrínseco de la misma donación personal, que no puede ser voluntariamente excluido sin minar su íntegro valor. Se revela aquí la íntima e indisoluble unidad de los tres factores que constituyen aquello que ha sido llamado misterio nupcial: la diferencia sexual, la unidad en la carne de hombre y mujer, y la fecundidad. El término misterio sugiere una apertura última de la experiencia del amor humano; no indica lo que permanece oscuro y desconocido a la razón, sino, más bien, todo cuanto se revela de aquello que en sí mismo está más allá de las posibilidades de comprensión de la razón; un revelarse en la modalidad del signo.

¿En qué sentido, por tanto, la experiencia del amor humano es mediación para una referencia analógica a Dios? ¿En qué modo esa experiencia es una vía para el conocimiento del Dios creador? Si consideramos el acto de amor, en él encontramos siempre la referencia de una persona que ama a otra, que es amada; y, también siempre, un acto que constituye en su orden un punto de referencia último e insuperable: la persona es amada por sí misma. Sin embargo, el dinamismo del amor que se dirige a la persona es, él mismo, a su vez, englobado en una causalidad precedente que lo supera; se trata del acto de amor originario, que abraza a toda la creación y la connota de una bondad radical, por el cual merece (o vale la pena) ser amada (en dicha creación nos incluimos las personas). Esto lleva a reconocer que el amor humano está precedido por un amor creador originario, que se manifiesta en tal amor humano, y lo hace posible. Precisamente esta presencia del amor de Dios creador en todo acto de amor humano permite la analogía del amor. A partir de la experiencia de amor se abre una vía de conocimiento de Dios, que tiene una característica particular, porque implica siempre a la libertad humana y a su disponibilidad a abrirse al amor humano, como condición necesaria al acto cognoscitivo.




Notre Dame de Lourdes;
la Sanación interior (1858)



*La teología del amor, de Benedicto XVI
La enseñanza del Papa Benedicto XVI arranca precisamente desde este punto para desarrollar una penetrante teología del amor, a la cual dedica la encíclica inaugural de su Pontificado; el amor constituye el centro mismo del anuncio cristiano: Dios es amor. No se trata de una idea filosófica, sino de la adhesión de fe a un evento histórico, ‘hemos creído al amor de Dios’. Al inicio del ser cristiano no se encuentra una decisión ética o una gran idea, sino el encuentro con un  acontecimiento, con una persona, que da a la vida un nuevo horizonte, y, con ello, la orientación decisiva. Lo que caracteriza esta ulterior etapa del magisterio es el subrayar la estrecha conexión entre la cuestión del amor y la cuestión teológica.

*El método catalógico (desde arriba hacia abajo) de la reflexión.

El Papa sigue una indicación de San Agustín que nunca ha sido tan actual como en estos días. El gran padre de la Iglesia, siguiendo y comentando el salmo 41, con la inquietante pregunta: “Ellos me preguntan sin cesar ‘¿dónde está tu Dios?’” San Agustín (que se imagina todas las personas que preguntan al cristiano dónde está su Dios) ofrece una vía de respuesta: ‘Si ves la caridad, ves la Trinidad’. La visibilidad del misterio íntimo de Dios, uno y trino, se hace posible por la vida de la caridad que se realiza en la Iglesia. Así, en un mundo como el nuestro, en el cual se va dramáticamente difundiendo una ceguera espiritual frente a la creación, y una ceguera intelectual hacia las otras pruebas de la existencia de Dios, la cuestión de un amor auténtico, animado por la caridad, infundida por el Espíritu Santo, adquiere el valor de ser testimonio de Dios. La cuestión del amor, y del amor conyugal, es, no simplemente una cuestión antropológica, sino también una cuestión teológica, es cuestión de Dios. La acción humana, que, albergando al espíritu divino, origina la caridad vivida entre los hombres, representa un testimonio único de la gloria de Dios, una verdadera epifanía de su gloria entre los hombres. En particular, el matrimonio y la familia cristiana, adquieren un permanente significado sacramental para el mundo, justamente realizando una auténtica comunión de las personas en la caridad son llamadas a dar testimonio de la presencia salvífica de Dios entre los hombres. De hecho, entre toda la multiplicidad de significados de la palabra amor, dijo el Papa Benedicto XVI, el amor entre un hombre y una mujer emerge como arquetipo del amor por excelencia. Eso es así porque en él, al concurrir inseparablemente el cuerpo y el alma, al ser humano se le abre una promesa de felicidad que parece irresistible. Esto implica que la transparencia del arquetipo es una condición necesaria para poder acceder al conocimiento del amor originario. La imagen divina en el hombre se actúa justamente cuando éste, en el amor, expresa la comunión de las personas, unidas en el don fecundo de sí mismas.

*La analogía del amor (ana-logos, discurso que sube partiendo desde abajo).

Analogía significa la semejanza en la siempre más grande desemejanza. El amor humano consiente el acceso al amor divino que lo precede, y que se le ofrece como luz y fuerza para realizarse, según la verdad. Al mismo tiempo, catalogía (catálogos, discurso que desciende desde lo alto) es una palabra de fondo; de lo alto, de la revelación del amor trinitario en Cristo, se desvela al hombre el último significado del mismo amor humano. En el simbolismo del amor que Cristo esposo tiene para la Iglesia su esposa, se pone de manifiesto el valor del amor conyugal como sacramento; y encontramos aquí una segunda afirmación clave de la encíclica del Papa Benedicto XVI: A la imagen del Dios monoteísta corresponde el matrimonio monógamo. La revelación de Dios en la historia de Israel, que culmina en Jesucristo, hijo de Dios, manifiesta la dimensión definitiva del amor y, al mismo tiempo, abre la posibilidad al hombre de realizar el proyecto originario de Dios. El modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano, la verdad antropológica del amor conyugal, que, en su estructura originaria, constituida por la triple dimensión de diferencia sexual, don de sí, y procreación, es icono creado del amor trinitario divino. La luz que desciende de lo alto permite un nuevo conocimiento en el ámbito del amor mismo. Es la vía de la caridad, como la guía más excelente de todas, que San Pablo ha descrito en su famoso himno del capítulo 13 de la primera carta a los corintios; por ella se puede llegar a un amor que no tendrá fin, es decir, a una realidad de la que no tenemos todavía experiencia directa, pero sin la que cualquier experiencia de amor se demuestra inconsistente y en último término, falsa. El amor mismo, como proceso de ascenso hacia Dios, hecho posible por la caridad de Aquél que primero ha descendido hacia nosotros, es una luz de conocimiento progresivo. En él, el sujeto está implicado personalmente en el conocimiento con su libertad. En realidad, la verdad de la que estamos hablando, no se puede únicamente mirar desde fuera. Sino que ocurre cuando se actúa en el amor; “quien realiza la verdad se acerca a la luz”. Se excluye, por tanto, todo dualismo entre fe y moral. Es en el dinamismo práctico del amor donde se manifiesta la verdad. Se integra así en la interna unidad del evento cristiano la pericóresis (la inhabitación mutua entre las personas divinas), entre acto de fe en la revelación divina y práctica del amor; también, y específicamente, del amor conyugal en su verdad. El amor humano entre el hombre y la mujer tiene su verdad, su lenguaje, su gramática, que está fundada en último término en el proyecto originario de Dios, instituido en la creación y definitivamente revelado en Jesucristo. El respeto de la inseparable unidad entre significado unitivo y significado procreativo del acto conyugal, forma parte de la gramática del amor. Es decir, de aquel sistema de reglas que permiten la comunicación auténtica entre las personas (‘Temo que, mientras creamos en la gramática, seguiremos creyendo en Dios’, había afirmado Friedrich Nietzsche). Pero, en verdad, como recientemente ha señalado con agudeza Robert Spaemann, también a Nietzsche le fue necesaria una gramática para poder escribir todo lo que quería, y también para afirmar su misma negación de Dios. La verdad es el ineludible contexto que abraza intencionalmente todos nuestros discursos, también aquellos que buscan negarla, y en último término, está fundada en Dios.

También la gramática del amor tiene su origen en el Dios creador y redentor; negarla significa oscurecer su rostro. ¿Qué está en juego en la moral sexual? En ese campo se juega la banalización de la sexualidad, que ha tenido su profeta en el Marqués de Sade, y en aquella significativa expresión suya, reductiva y recurrente en su obra: “No se trata de nada más que de”; banalización que es culminada en la llamada revolución sexual, que pretendía eliminar toda referencia moral en este ámbito y que, en realidad, ha efectuado la eliminación de la grandeza de la sexualidad.

Al terminar este breve recorrido por la teología del cuerpo, de Juan Pablo II, y por la teología del amor, de Benedicto XVI, podemos decir que en la esfera sexual se encuentra en juego nada más y nada menos que el misterio del amor, que es la vocación inscrita en el cuerpo creado a imagen de Dios. El anuncio cristiano puede ser exigente en la dimensión moral no solamente porque propone la grandeza de una llamada y la belleza de un camino, sino también, y, sobre todo, porque ofrece la posibilidad concreta de recorrerlo en la participación al cuerpo de Cristo, ofrecido como don en la eucaristía, y presente en la Iglesia como compañía en el camino hacia esta grandeza.



Our Lady of Knock;
la Presencia humano-divina
(1879)


*Del desierto a la tierra prometida. La profecía de San Juan Pablo II en la crisis actual.
En este momento de gran confusión en la Iglesia, que nadie, ni siquiera un ciego, podría negar -son palabras del cardenal Carlo Caffarra- miramos a San Juan Pablo; y lo hacemos, no por nostalgia, sino, al contrario, para acoger su profecía. Es decir, no lo hacemos para refugiarnos en el pasado sino para comprender el presente y adquirir luz sobre el futuro. ¿En qué sentido es Juan Pablo II un profeta? En la actual crisis de la Iglesia, Stanislav Grill, hace algunos años, comparó la figura del santo papa con la de Moisés, que, ya anciano, al final de su vida, subió desde las estepas de Moab hasta el Monte Nebo, y desde allí lanzó su mirada hacia la tierra prometida. Moisés había sacado al pueblo de Israel de la esclavitud de Egipto, durante cuarenta años de marcha por el desierto. Pero luego no entró en la tierra, que sólo pudo contemplar de lejos, desde la cima de aquel monte. Del mismo modo habría sucedido, según Grill, con el gran papa polaco, que tenía la misión de conducir a la Iglesia, e introducirla en el tercer milenio. Tampoco él entró en la nueva estación que había preparado y predicho, sino que nos dejó esta gerencia a nosotros. Así se veían las cosas poco después de la muerte de Juan Pablo II.
Esta evocadora imagen nos desconcierta. Nos preguntamos: ¿Es realmente así? ¿Dónde está esa tierra prometida en la que ya deberíamos haber entrado felizmente? Y surge una duda en nuestro corazón. ¿No nos hemos equivocado y malinterpretado el camino? Hay que decir que, en realidad, nuestra situación actual es muy diferente a la que encontró Juan Pablo II, es decir, a la crisis postconciliar. Y es diferente precisamente gracias a la profecía de Juan Pablo II, y gracias al camino que nos hizo recorrer en el desierto, aunque no disfrutemos aún de la posesión pacífica de la tierra. Nuestro primer paso será, por tanto, tratar de entender el don que Dios ha dado a la Iglesia con San Juan Pablo II, como un don de profecía para este tiempo de crisis. ¿En qué sentido es Juan Pablo II un profeta? En la Biblia, un profeta es aquel que habla en nombre de otro. Así, Aarón fue el profeta de su hermano Moisés, tímido y tartamudo, ante el faraón. Pero, sobre todo, un profeta es aquel que habla en nombre de Dios y que revela al pueblo los misteriosos planes de Dios. Para la historia de la humanidad, el propio Moisés fue considerado un profeta, incluso el prototipo de los profetas: ¿Surgirá un profeta semejante a Moisés?, se dice en el Deuteronomio. Moisés es profeta porque vio la tierra prometida y la señaló al pueblo, esa tierra que era el cumplimiento de las promesas de Dios a Israel. Los proyectos de Dios son proyectos de justicia, amor y fidelidad, revelan el principio y el fin de la historia, la cual aparece como camino coherente en el que se cumplirán las promesas de Dios al pueblo de la alianza. En la Sagrada Escritura, la palabra fidelidad es sinónimo de verdad. La verdad, en efecto, es la cualidad de lo que es estable frente al paso del tiempo, de lo que es seguro y fiable, en lo que uno se puede apoyar para construir, para orientar el camino de la vida. Un camino de verdad es un camino que conduce con seguridad a la meta, porque quien garantiza es digno de confianza. El profeta es, por tanto, quien puede dar testimonio y narrar la fidelidad de Dios a su pacto, y así puede asegurar la bondad del camino. De este modo el profeta es quien atestigua la verdad de las promesas, que no fallan, y, por tanto, son seguras; uno puede edificar su vida sobre ellas. Cuando le preguntaron al papa Benedicto XVI en qué se basaba su convicción de la santidad del Papa Wojtyla, respondió que “el valor de la verdad es a mis ojos un criterio de santidad de primer orden; y añadió que, “en efecto, habiendo desempeñado su tarea en un momento verdaderamente difícil, Juan Pablo II no pidió aplausos, ni miró nunca a su alrededor, preocupado por cómo serían recibidas sus decisiones, actuó desde su fe y sus convicciones y estuvo dispuesto a sufrir golpes por ello”. El testimonio de su sucesor establece el núcleo de la santidad del papa polaco en su fidelidad a la verdad, es decir, en su integridad como profeta. ¿De qué verdad es profeta Juan Pablo II? No se trataba, ante todo, de una doctrina que haya que repetir, sino del plan de amor de Dios para el hombre. Para captarla, es necesario ir río arriba, contra la corriente, hasta hallar el manantial, es decir, el amor del Padre. Si quieres encontrar la fuente debes seguir río arriba, contra la corriente, escribió en Tríptico Romano[1]. El camino que lleva a la fuente es también un camino para transformarse en vidente, para aprender de Dios cómo se ve; para recuperar la visión. Se trata de una visión que es a la vez la visión del principio y del fin del hombre y de la mujer, creados al principio a imagen y semejanza de Dios y llamados al final, en Cristo, a participar en las bodas del Cordero. El inmenso arco que se extiende entre el origen de nuestro ser creatura, y el destino de la plena comunión en Cristo, es lo que llamamos la verdad del amor. San Juan Pablo II fue testigo y profeta de esta verdad. Volvemos así a nuestra pregunta sobre la gerencia de Juan Pablo II.
Es cierto, las dificultades para la Iglesia han aumentado; Occidente vive una época de alejamiento de Dios y de indiferencia, que contagia al resto del mundo con este otro terrible virus. La crisis por los abusos sexuales del clero ha supuesto una acusación a la Iglesia; y no solo por la falta de coherencia de sus ministros, sino también como un desafío a la validez de su propio mensaje. Hemos entrado en una crisis de la doctrina y de los sacramentos, de modo que hay sínodos de importantes iglesias locales que exigen cambiar la doctrina moral y sacramental, amoldándola a este mundo moderno. En la emergencia sanitaria, debido a la pandemia del coronavirus, emerge, además, la crisis de una sociedad que cree poder prescindir de Dios, y de una Iglesia que ya no encuentra palabras que iluminen la situación concreta.
El paralelismo con la historia del pueblo de Israel tras la muerte de Moisés nos ayuda a encontrar claves de comprensión, a la luz de la historia de la salvación, del momento que vivimos. En realidad, después de cruzar el río Jordán bajo la guía de Josué, el pueblo no encontró la paz, sino que comenzó un nuevo desafío, no menos exigente; se trataba ahora de luchar por la conquista de la tierra contra numerosos y feroces enemigos. Así ocurre con nosotros; Juan Pablo II nos guió por el camino del desierto y nos mostró la tierra; pero eso no significa que nos ofreciera la paz en esta tierra; por el contrario, después de Juan Pablo II la lucha se ha desatado en mayor medida y en formas más insidiosas. ¿Qué hemos ganado entonces, si el combate prosigue? En el desierto el camino era duro y faltaban muchas cosas, pero no había enemigos y se podía soñar con la fácil conquista de una tierra fértil y generosa en todo bien. La perspectiva de una lucha contra enemigos poderosos ya había asustado al pueblo de Israel tras sus primeras exploraciones, y les había persuadido a retroceder. Cuando entraron en la tierra se revelaron enemigos nuevos, y hasta entonces desconocidos. Descubrieron, además, que también había enemigos internos, quizá más peligrosos, que hasta entonces se habían escondido; y experimentaron la dificultad para ser dirigidos por líderes verdaderamente fiables. Pero, qué es mejor, caminar en una situación de relativa tranquilidad, en un árido desierto, o luchar abiertamente para conquistar palmo a palmo la propia tierra, aquella a la que se pertenece, en la que se pretende morar, y después donar a los hijos. He aquí, pues, nuestra tesis, nuestra interpretación de la circunstancia histórica que estamos viviendo. San Juan Pablo II, con su enseñanza, con su testimonio de vida, y con su obra, nos ha hecho entrar en la tierra, y esto cambia radicalmente la situación de antes, que era la de vagar por el desierto sin puntos de referencia, y sin lugares habitables y cultivables. Ahora, gracias a él, hemos entrado en la tierra donde podemos edificar una ciudad común. ¿Y cuál es esta tierra prometida que Juan Pablo II nos ha mostrado? La respuesta nos la da la verdad del amor, que nos descubre cómo son las relaciones donde el amor verdadero es posible. Ahora sabemos qué es el verdadero amor sobre el que se puede construir la vida, el amor que al final triunfará sobre toda falsedad, reduccionismo o adulteración. Si vivimos nuestro cuerpo, nuestros afectos, y nuestras relaciones según la verdad del amor, entonces, nos hemos asentado en esa tierra que nadie nos podrá quitar, en la que es posible vivir, y por la que es posible morir. Tratemos de profundizar ahora en esta metáfora.
En primer lugar, miraremos al desierto que acabamos de atravesar para identificar las concepciones inadecuadas y falaces. Este desierto consiste en un desafío externo del mundo moderno hacia la iglesia, y también en una dificultad interna de la propia Iglesia. En segundo lugar, dirigiremos la mirada a la tierra prometida, es decir, a aquella cuyo mapa está descrito por la verdad del amor que el santo papa nos ha indicado; y entonces podremos abordar el tema de la próxima conferencia, que estará dedicada a la cuestión de cómo luchar y cómo construir en la tierra en la que hemos entrado.
En cuanto al segundo aspecto de la imagen del ‘desierto’ -las dificultades internas-, tenemos que examinar el problema de la negación de la verdad, “el volver a Egipto”. Moisés es el guía que conduce al pueblo fuera de la esclavitud de Egipto, hacia la tierra prometida; lo hace tras una larga caminata por el desierto, tierra inhabitable, sin agua para calmar la sed ni comida para saciarse. En esta tierra, el calor y la fatiga crean espejismos que engañan y hacen perder el sentido de la realidad. Y es justo en este punto donde se ha planteado una crítica radical de la figura de Moisés por parte de la mentalidad modernista, presente fuera y dentro de la propia iglesia. Es una crítica que muestra significativas analogías con la que hoy se dirige contra la figura de San Juan Pablo II.
El egiptólogo alemán Jan Assmann consideró que Moisés fue quien introdujo el monoteísmo absoluto, y la consiguiente condena de la idolatría, en el ámbito de la religión. Con él, la distinción entre verdad y falsedad entraría en la esfera de la religión. Es decir, por un lado estaría la verdadera religión del único Dios que se ha revelado, y a ésta se opondría, por otro lado, la falsedad de los ídolos construidos por los hombres. Así, el universalismo y el proselitismo típicos del monoteísmo mosaico, constituirían una pretensión de conquista intolerante con otras religiones. La fe en el Dios único, como afirmación de la verdad exclusiva de la propia religión, contendría, por tanto, según Assmann, un potencial de violencia y odio hacia los paganos politeístas y los herejes. Este potencial habría sembrado, de hecho, la intolerancia, y habría devastado la historia de la humanidad con conflictos irremediables. Según esta visión, las religiones politeístas, también llamadas por Assmann religiones primarias, o religiones de culto, admitían que los dioses se pudieran traducir de una cultura a otra, por tanto, toleraban la acogida de nuevos dioses desconocidos en el panteón común de la ciudad. Al contrario, la religión monoteísta de Moisés, y las que dependen de ella -Judaísmo, Cristianismo e islamismo- que son llamadas por él religiones secundarias, religiones de doctrina, o religiones de libro, y también contra-religiones, se basan en la imposibilidad de traducir, o incluso de pronunciar, el nombre del Dios revelado. La intolerancia de una religión que pretende ser verdadera en el plano dogmático, y que, para afirmar la gloria del Dios único excluye el culto a cualquier otra divinidad, encuentra correspondencia en la vida moral, pues, en efecto, pretende una separación radical entre el bien y el mal a través de la ley, que los diez Mandamientos del Sinaí definen sin posibilidad de matices ni excepciones. El monoteísmo ético, con su intransigente rigidez, no sería menos peligroso que el monoteísmo dogmático. La propuesta de Assman es, a fin de cuentas, sencilla: Al encontrarnos caminando por el desierto, para evitar conflictos violentos, debemos cambiar de dirección, repudiar el camino del éxodo hacia la tierra prometida, y volver al Egipto politeísta. Pasando de la metáfora a la realidad, hay que abandonar la pretensión de verdad de la religión judía y cristiana, ya que “el presupuesto de toda verdadera tolerancia sería la capacidad de historizar y relativizar su propia posición.”. En realidad, como demuestra puntualmente Josef Ratzinger en respuesta a la tesis de Assmann, el politeísmo pre-cristiano no trajo en absoluto la paz y la reconciliación. Los padres de la Iglesia lo sabían bien; San Atanasio de Alejandría, un egipcio que había conocido bien y personalmente la época del politeísmo pagano lo dice a las claras: “En otro tiempo, cuando se adoraba a los dioses, los griegos y los bárbaros se entregaban a la guerra; y se mostraban crueles con sus propios parientes. Aunque sacrificaban a los dioses, el miedo a los dioses no les ayudaba en absoluto a corregir esa mentalidad”. Es preciso desmitificar la imagen de un mundo de los dioses tan tolerante y pacífico. El Egipto real no era en absoluto la tierra de la libertad y de la paz, sino más bien una morada de esclavitud, opresión y guerra. Por otra parte, la cuestión de la verdad no fue inventada por Moisés; más bien surge necesariamente como algo inevitable cuando la conciencia de los pueblos alcanza cierta madurez. La pregunta sobre la verdad de la religión también la planteó Sócrates en la Antigua Grecia. ¿Existe realmente Dios? ¿Qué es la verdad? ¿Existe la voluntad? Y precisamente a partir de estas cuestiones fundamentales sobre la verdad y el bien se produjo el encuentro histórico entre la Biblia y el Helenismo. El cristianismo se negó a convertirse en una más de las religiones del panteón pagano; y, en cambio, se confrontó con la crítica filosófica de la razón, que plantea el problema de la verdad. ¿Qué ocurre entonces? Cuando la Iglesia se conforma con el mundo, y renuncia a su pretensión de verdad, y a su testimonio sobre la bondad; cuando la Iglesia se olvida de la tierra prometida y se adapta al desierto -vuelve a Egipto- pierde su capacidad de responder a las preguntas más profundas que se plantean en el corazón del hombre; pierde también su capacidad de responder a las preguntas del hombre moderno, quien, tras experimentar la tragedia de las ideologías totalitarias del siglo pasado, vive hoy en la ilusión de omnipotencia de una tecnocracia que esconde un árido nihilismo. Podemos decir que este es justamente el desierto con el que se encontró Karol Wojtyla.
En el desierto de la modernidad, que se burla de cualquier búsqueda de la verdad absoluta, y confina la religión a la esfera del sentimiento subjetivo, surge el miedo a amar; porque el amor sin la verdad se reduce a una emoción efímera, que no termina de perdurar, ni de dar forma a una vida. Si Juan Pablo II se atrevió a desafiar a la modernidad es porque conocía una verdad donde apoyar la edificación. Es ésta una verdad que viene de Dios, y que no es la mera expresión de emociones subjetivas, las cuales se desvanecen fácilmente, del mismo modo que durante algún tiempo pueden llenar el corazón.


Nossa Senhora de Fátima;
el Rosario reparador 
(1917)
*La tierra prometida, la verdad del amor.
En realidad, el hombre entra en su propia tierra, la que puede habitar y cultivar, cuando comprende lo que es la verdad del amor. Para que haya una morada habitable se necesitan tanto el amor como la verdad. Y es necesario que estas dos realidades se encuentren. Hay necesitad de amor porque sólo el amor toca la profundidad de lo que somos en las relaciones interpersonales con los demás. Como enseñaba San Juan Pablo II en la encíclica inaugural de su Pontificado, Redemptor Hominis, “el hombre no puede vivir sin amor; permanece para sí mismo un ser incomprensible; su vida carece de sentido si el amor no se le revela, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace suyo, si no participa en él vivamente”. Pero también es necesaria la verdad, porque solo la verdad permite construir algo que forme parte de una historia común y que perdure en el tiempo. Así habló el papá polaco en Puebla, dirigiéndose a los obispos latinoamericanos reunidos en la Tercera Asamblea General; y recordándoles que estaban llamados a ser, ante todo, maestros de la verdad. No de una verdad humana y racional, sino de la verdad que viene de Dios, que lleva consigo el principio de la auténtica liberación del hombre: ‘Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres’, esta verdad que es la única que ofrece una base sólida para una adecuada praxis. Encontramos aquí, en la intersección de estas dos grandes palabras de la experiencia humana, una categoría decisiva para la visión moral, inspirada por Karol Wojtyla. Por eso hemos tomado como nombre de nuestro nuevo proyecto académico y pastoral ‘Verdad del Amor’. Esta es, en nuestra opinión, la clave para entrar en la tierra prometida, y poder combatir con ella, por ella.
Se trata, pues, de superar dos visiones limitadas que reducen la experiencia, la verdad y el amor. En primer lugar, hay que rechazar el objetivismo de una verdad sin amor, que no tiene en cuenta el valor único e irreductible de cada persona, fruto de un intelectualismo que cree poder entender la vida a partir de principios abstractos; y pretende imponer reglas extrínsecas al dinamismo de la vida. En segundo lugar, hay que evitar también ese subjetivismo que por reacción querría ser un amor sin verdad, en nombre de la necesidad de ser auténticos. En este caso solo se admite como criterio de verdad la coherencia del sentimiento consigo mismo, pero, de este modo, la persona quedaría prisionera de sí misma, incapaz de acoger la persona del otro, de salir hacia ella, y de establecer un ‘nosotros’. Escuchemos como habla el papa Francisco sobre el entrelazamiento del amor y la verdad en la encíclica Lumen Fidei 27: “Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de verdad; solo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el tiempo, superar la fugacidad del instante, y permanecer firme para dar consistencia a un camino en común. Si el amor no tiene que ver con la verdad está sujeto al vaivén de los sentimientos, y no supera la prueba del tiempo. El amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona, y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena. Sin verdad, el amor no puede ofrecer un vínculo sólido; no consigue llevar al yo más allá de su aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante. Para edificar la vida, el amor necesita la verdad, como también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal y opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca”.
Enumeramos sumariamente algunos ámbitos centrales que se abren desde la verdad del amor. Asumir la perspectiva del amor al hablar de la verdad significa aceptar el punto de vista personalista y práctico del sujeto que actúa. Esto es así porque a la raíz de toda acción está siempre el amor como fuente originaria. El que actúa, actúa siempre movido por algún amor, dice Santo Tomás. Aquí encontramos ya el vínculo con la verdad, porque la referencia necesaria dentro de todo amor es el bien de la persona, el auténtico, el que quiere y busca el verdadero bien de la persona que ama. El amor implica salir del propio subjetivismo. La verdad sobre el bien del amado implica trascender el deseo y los impulsos inmediatos de las pasiones. La verdad del bien es la garantía de la verdad del amor y la prenda de que se puede vivir en comunión, pues el amor implica la libre acogida de una verdad que precede al sujeto y lo orienta hacia su meta. También se inserta aquí el tema del lenguaje del cuerpo, a través del cual las personas pueden manifestar la realidad singular de su amor, según el diseño del creador. La verdad del amor pasa por la corporalidad personal del sujeto. Es en su cuerpo donde se descubren los significados originales que constituyen como una gramática corporal, modulan la sintaxis, y hacen posible esa expresión poética, única e irrepetible, en la que las personas que se aman realizan el don de sí mismas en comunión. Y respecto a las reglas gramaticales y sintácticas, es necesario respetarlas aunque eso no sea suficiente para crear poesía. Esta es la enseñanza de la Veritatis Splendor, que afirma: “La persona, incluido el cuerpo, está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales”.
En la perspectiva de la verdad del amor es posible, además, una interpretación personalista de la ley natural; ésta aparece, en efecto, como orden del amor, que la razón establece en los afectos y actos humanos, para que alcancen el fin que los anima, participando en el sabio designio del creador.
Se trata, por fin, de un orden que encuentra su cumplimiento y su hermenéutica plena en Cristo, la ley nueva y perfecta; pues Cristo es la sabiduría original del padre, en quien todo fue creado, en quien todo subsiste, y hacia quien todo se orienta como a su cumplimiento. Es decir, la verdad del amor, que pertenece al hombre desde la creación, se ha revelado en su plenitud en Cristo. Cristo lleva a una nueva medida la capacidad del amor para entregarse y para ser fiel al don. Cristo da lugar a una nueva medida del lenguaje corporal. Y esto es así precisamente porque Cristo nos revela al Padre, fuente primaria del verdadero amor. Además, junto con la revelación del Padre, Cristo nos da el espíritu de amor que nos guía a toda la verdad. La Iglesia es entonces el lugar donde podemos experimentar la plenitud del amor en la verdad. Notemos que la perspectiva que estamos esbozando siguiendo el magisterio de San Juan Pablo II, no es una perspectiva estática ni abstracta; al contrario, resulta del todo dinámica y pastoral, en la medida en que pone en el centro de la formación del sujeto cristiano el amor. De hecho, se trata, como diría el gran papa polaco, nada menos que de enseñar a amar. ¿Cómo se forma el sujeto cristiano? El orden del amor plasma en el sujeto un orden de virtudes, que permite la unidad interior de verdad y amor. Es una perspectiva moral muy distinta de la que prevalece en la modernidad, que impone exteriormente una ley sobre la libertad para luego adaptarla a las circunstancias utilizando excepciones. La tarea consiste más bien en integrar los afectos, las inclinaciones y los sentimientos según la verdad de la vocación personal; de modo que la persona pueda realizarse en el don de sí mismo. Algunas notas adicionales son útiles para definir la naturaleza de esta generación del sujeto moral según las virtudes. No las menciono por falta de tiempo; y voy a la conclusión:
San Juan Pablo II, al que hemos comparado con Moisés, comenzó su ministerio petrino con la invitación “No tengáis miedo”. Esto no era una simple frase, sino que acertaba con el estado de ánimo del pueblo de Dios, atenazado por el miedo ante un futuro incierto y amenazante. El significado de ese llamamiento puede entenderse dentro de la amplia perspectiva que dio un sentido de advenimiento a todo su largo pontificado. Se trataba de introducir a la iglesia en el nuevo milenio. ¡Cómo necesitaríamos nosotros también volver a escuchar esas palabras hoy, en medio de un desafío como la pandemia del COVID 19, que desde principios de 2020 ha vuelto a sumir al mundo en el miedo, y ha frenado tantas iniciativas! El miedo que golpea el corazón de la existencia humana, y le quita el aliento, es el miedo a amar. San Juan Pablo II, como acabamos de ver, nos ha mostrado cómo sólo el soplo de la verdad hace posible amar y superar el miedo. Así, nos ha llevado a la tierra prometida de la verdad del amor; al lugar en el cual y por el cual merece la pena entregar la vida. Vivimos en un mundo golpeado por el miedo y contaminado por la desconfianza; un mundo en el que las relaciones vitales están impedidas, prohibidas, amenazadas, transformadas a la fuerza en virtuales. Pues bien, en ese mundo asfixiante, la familia es el entorno que permite respirar a la persona. Ella, la familia, es el santuario de la vida y del amor, nos decía San Juan Pablo II, el lugar donde la persona puede respirar. Pero, para que la familia respire, hace falta la Iglesia, una Iglesia que testimonie y comunique con valentía la verdad del Evangelio, que permite vivir y amar. 

Medugorska Gospa;
la Esperanza cierta
(1981)

*Edificar en tiempos de lucha. La verdad del amor, horizonte de futuro
La devastación causada por el coronavirus hace urgente hoy la pregunta por la esperanza. Y esto aún más si vemos el virus como manifestación de problemas que estaban ya, ocultos, y que muestran las debilidades que aquejan a la Iglesia y a la sociedad. A este respecto, es interesante el lema que tanto se ha repetido: “A este virus lo vencemos unidos”; pues al ponerlo en práctica se ha puesto de relieve una pregunta más fundamental: ¿Y qué nos une? ¿Hay algo que nos asocie a un proyecto común, de vida compartida? Y, de haberlo, ¿cuál es el fundamento último de esa unidad? ¿Puede esta unidad suscitar esperanza? Es ahí, en la respuesta de estas preguntas, donde el lema “Lo vencemos unidos”, se muestra entonces atinado; pues sólo desde las relaciones, sólo desde el amor, puede lograrse la victoria sobre todo aquello que pone en peligro el futuro del hombre. El contexto concreto del virus, en que nace el Veritas Amoris Project, nos invita a preguntarnos: ¿Cómo es el amor? ¿Qué verdad tiene para que pueda ofrecer esperanza ante las dificultades?

La verdad del amor, clave para regenerar la sociedad y la Iglesia.

Un momento de gran esperanza fue el regreso de Israel de Babilonia tras largo exilio. Es cierto que templo y ciudad estaban en ruinas; era mucha la tarea para reconstruir, para reconstruirlo todo y había que combatir a la vez a importantes enemigos. El libro de Nehemías expresa esa doble acción de los israelitas con una imagen: Los constructores edificaban teniendo la llana en una mano y la espada en la otra, para protegerse de los ataques. Pues bien, si el combate y la edificación eran posibles, era porque permanecía en pie lo crucial: la tierra, don de Dios, signo de su fidelidad a pesar del pecado y del sufrimiento. Y estaba además la memoria del templo, lo cual permitía reedificar lo que Dios mismo había diseñado.

Los tiempos de Israel, ¿se cumplen en la Iglesia? La diferencia es que la Iglesia vive desde la plenitud del tiempo que ha inaugurado Jesús, por eso ella nunca construye un templo de piedra, sino el templo que es el cuerpo de Cristo. Además, en este cuerpo de Cristo está incluido el proyecto creador del Padre, y el Padre, al principio, plasmó el cuerpo humano, del hombre y de la mujer, como templo originario para que el hombre habitara y le alabara. Dado que Israel prefigura a la Iglesia, la tradición cristiana ha podido aplicar a esta última la imagen de Nehemías: construir con la llana y con la espada.

En tiempos modernos, Gilbert Keith Chesterton ha usado la imagen en el contexto de una verdad que se defiende y, además, edifica. Para Chesterton, la espada es la razón en su aspecto lógico, que sirve para desarmar los sofismas de quien nos ataca. Esta razón es una sólida muralla que nos protege; no es una facultad paralizante, sino que, al marcar los límites internos de la ciudad, permite que nos movamos sin miedo en su seno. Pero, además, junto a la espada está la llana, a la que toca construir. Se trata, en la lectura que hace Chesterton, de la razón imaginativa, que explora el mundo y abre horizontes nuevos en él. En esta prolongación de verdad, asistida por la imaginación, vemos algo que ya intuía Joseph Ratzinger; hay que ensanchar el concepto de razón, tan restringido desde la época ilustrada a una razón calculadora y manipuladora del mundo. Todo esto nos sugiere que, para edificar el futuro, tiene un papel decisivo la verdad. Hoy se tiende a ver la verdad y, en particular, la doctrina cristiana, como inmovilismo ante los cambios. Ahora bien, la visión es otra cuando la verdad se une a la experiencia del amor, pues entonces se ve que la verdad es también fuerza para inaugurar el futuro. En efecto, es propio del amor traer novedad, empezar una vida nueva, como decía Dante. El amor nos llega desde fuera, nos transforma, y nos reta a salir del aislamiento. Y esta novedad tiene que ver precisamente con la verdad, pues cuando el amor nos llega, adquirimos más visión, gracias a una visión compartida con la persona amada. De este modo se agranda nuestra mirada, como los ojos grandes de los esposos que acostumbra a pintar Marco Rupnik. Ahora bien, la verdad del amor no es solo la nueva visión que el amor nos trae, sino también la respuesta a la pregunta por la realidad misma del amor. ¿Cómo estoy seguro de que el amor me saca verdaderamente de mí? ¿De que no es una proyección o un sueño? ¿Cómo estoy seguro de que no estoy usando a la otra persona, de que ella no es solo una excusa para buscarme a mí mismo? Todo esto equivale a decir: ¿Cómo estoy seguro de que el amor tiene una verdad? Vemos entonces que la verdad del amor resulta ser una verdad sobre el cuerpo. En efecto. Puedo estar seguro de que el amor me abre más allá de mí mismo solo si acepto mi cuerpo como realidad que me sitúa en el mundo. Si, por el contrario, el cuerpo es solo proyección de mis propios deseos o sentimientos, entonces estoy condenado a vivir dentro de mí mismo, sin un espacio donde pueda encontrarme con la persona amada ni abrir nuestro amor más allá de la pareja. Sin cuerpo, el amor no tendría verdad ni realidad, es decir, sería un sueño donde la persona amada es proyección de lo que hay dentro de mí. La verdad del amor, al ser una verdad sobre el cuerpo, es una verdad sobre los afectos, pues son los afectos los que permiten que el amado se haga interior a mí mismo y me ponga en movimiento hacia él. Si los afectos no son meras emociones subjetivas, sino que permiten a la persona salir de sí misma hacia un horizonte más grande, el horizonte del amor, es porque los afectos poseen una verdad. Precisamente por ser una verdad sobre el cuerpo y sobre los afectos, la verdad del amor no es abstracta sino muy concreta y cercana a la vida; es la verdad de mis relaciones y también la verdad de mi historia. Esto quiere decir también que es una verdad práctica, la verdad de una acción en que participo en común con otros; es decir, la verdad del amor no es una prisión que se impone desde fuera a mi obrar, sino la lógica misma del obrar, una lógica viviente de modo que sea comunicativo, de modo que pueda durar en el tiempo y dar fruto. La verdad del amor, en suma, garantiza que el amor saque a la persona de sí misma, garantiza que la unión con el amado sea real. Esto, que se aplica a las relaciones del amor, se expande luego a través de la familia a toda la sociedad, como nos ha mostrado Benedicto XVI en Caritas In Veritate. La verdad del amor es, por tanto, una verdad que edifica el bien común. En realidad, dado que la verdad del amor es verdad del cuerpo y de las relaciones, la imagen de la edificación de una casa se asocia fácilmente a otra imagen, la de la generación de un hijo, pues entendemos, en efecto, que la primera morada del amor es el cuerpo del hombre y de la mujer, y construir, en este caso de la unión de un hombre y una mujer, consiste en generar algo nuevo, una nueva mirada, una nueva obra, una nueva vida. La Biblia, en realidad, pasa fácilmente de la imagen del edificio a la imagen del hijo. Así lo narra Isaías al final de su libro: “Israel ensancha la tierra”, es decir, genera hijos. Esta imagen de la generación es importante para entender cómo la verdad del amor es fuente de novedad, es una verdad generativa. Además, si el amor verdadero es el amor que genera, esto nos enseña también que el amor no viene solo de nosotros, sino que tiene su manantial en un origen que nos precede, tiene su manantial en el Creador. Hablar de verdad en el amor es, por tanto, hablar de la primacía de Dios en el amor; se entiende, entonces, que sin verdad el amor se cierra a toda trascendencia. De lo que hemos dicho se puede concluir que la verdad del amor es clave para suscitar esperanza en un futuro grande. En este momento de la Iglesia y del mundo es importante entonces explorar cómo la verdad del amor puede ser una verdad que edifica y que genera. Y en este punto se sitúa precisamente el Veritas Amoris Project. Quiere ofrecer una luz que no es ciencia que hincha, sino sabiduría que edifica la ciudad y el templo donde podemos morar. Voy a detenerme en los dos momentos de la imagen de Nehemías aplicándolos al papel generativo de la verdad. El pueblo defendió la Tierra Santa de quienes la atacaban, y usó a su vez la llana para levantar el templo.

*Primer punto: Custodiar la tierra; la verdad de las relaciones que nos unen.

Veamos una primera clave para edificar un futuro de esperanza. Los israelitas pudieron construir porque Dios les permitió regresar a la tierra prometida, y porque conservaban los planos que Dios entregó a Moisés. Pues bien, la verdad del amor, como hemos visto, hace referencia a la tierra originaria donde se levanta la vida del hombre; es decir, la verdad del amor nos dice cómo tiene que ser el espacio del amor para que en él se dé un verdadero encuentro y para que este encuentro se despliegue más allá de los amantes, difundiendo a su vez vida. Tenemos así la primera clave de la verdad del amor. Existe una tierra o ambiente común de relaciones que permite al hombre florecer. Esto significa que la verdad del amor no nos enseña ante todo cosas sobre el amor, ni nos da principalmente reglas sobre cómo amar; la verdad del amor es, en primer lugar, la arquitectura del amor, de modo que el amor sea habitable, que dure, que pueda acoger en él a otras personas. Esto nos lleva a concluir que, como sucedió a los israelitas que reedificaban el templo, nuestra primera tarea ha de ser, por así decirlo, defensiva: Custodiar el espacio donde es posible la comunión; un ambiente que ha sido confiado al hombre para que pueda habitarlo en común. Según indica el relato del Génesis, y confirmó luego Jesús, este espacio se estructura sobre la diferencia sexual del hombre y mujer. Esta diferencia se halla en el origen de nuestro ser, y nos dice que venimos de una relación cuya fuente no se agota en nuestros padres, sino que se remonta más allá de ellos. Sólo la unión en esta diferencia permite a hombre y mujer unirse en aquel lugar misterioso de donde ellos mismos recibieron la vida. Y permite, por tanto, que sean fuente de vida para los hijos. Por eso, sólo la unión en la diferencia, al arraigarse en la misma fuente de la vida, tiene fundamento para sostener la totalidad de nuestra vida. Así que la arquitectura de relaciones, que estructura la vida en común y hace posible el amor, nos es dada en el matrimonio, unión de un hombre y de una mujer para toda la vida y abiertos a transmitirla. Tanto la revelación como la experiencia humana nos dicen que otras arquitecturas para el edificio del amor familiar, a las que falte alguno de estos elementos, son espacios inhabitables, porque al final encierran a cada amante en sí mismo, y lo cierran también a Dios. Pongo un ejemplo de la necesidad de custodiar este espacio; se trata de la reciente respuesta de la Congregación Para la Doctrina de la Fe indicando que no era posible bendecir parejas del mismo sexo. Esta respuesta ha encontrado un rechazo fuerte en muchos sectores de la misma Iglesia Católica, y mañana vamos a ver lo que sucede en Alemania sobre esto. Se ha objetado que se trata de una respuesta rígida, que no tiene en cuenta la vida concreta de las personas ni atiende a su progreso gradual. Además, prosiguen, esta respuesta se opone a Amoris Laetitia. Reflexionemos sobre las razones de esta respuesta negativa de la Congregación y del papa. La Escritura distingue entre los actos por los que Dios rescata al pueblo de modo excepcional y sus modos normales de hacerse presente en el mundo. Estos últimos son precisamente las bendiciones, que se asocian, por tanto, al orden y al ritmo de la creación. La bendición significa que Dios ha realizado una creación que puede entrar en sinergia con Él, actuando junto a Él, y participando de su creatividad. El lugar paradigmático de esta bendición es la relación conyugal hombre-mujer; porque en ella se comunica la vida, cuya fuente última solo puede ser Dios mismo. Por eso Eva concibe a un hijo con ayuda de Dios, y Adán lo genera según su imagen y semejanza, tal y como el mismo Adán era imagen y semejanza de Dios. Vemos aquí que Dios no bendice al individuo aislado, porque el individuo aislado no puede dar fruto que vaya más allá de sí mismo; al contrario; Dios bendice relaciones. Relaciones que se abren más allá de uno mismo, hacia Dios y hacia el resto de lo creado. El matrimonio aparece precisamente como aquel ambiente donde la sexualidad muestra su capacidad relacional uniendo al hombre y a la mujer entre sí, con las generaciones que les preceden y les seguirán, y con Dios, autor y destino último de la vida. Desde la bendición matrimonial se comprenden todas las otras bendiciones de Dios. El ataque a la respuesta de la Congregación se ha hecho desde una óptica que no tiene en cuenta esta arquitectura de relaciones, una óptica que mira solamente a los individuos, y se queja porque han quedado excluidos de una bendición de la Iglesia. Pero la Iglesia no niega la bendición a las personas sino a un modo concreto de relacionarse entre ellas; pues se trata de un modo de relacionarse sexualmente que excluye la relación con el Creador, el cual ha formado el cuerpo de hombre y mujer y se hace presente en la unión de ellos. Por la misma razón, la Iglesia no bendice tampoco una poligamia, ni una segunda o tercera unión tras un divorcio. Porque no son el ambiente adecuado para que la relación se abra al Creador, sino que se oponen a su plan originario, resultando un ambiente nocivo para la plenitud de la persona. Podemos volver ahora a la cuestión de la verdad del amor.

Como hemos visto, se trata de la verdad de un ambiente de relaciones donde es posible el encuentro con otra persona. De esta necesidad de custodiar el ambiente creatural podemos sacar algunas conclusiones para la tarea que tenemos por delante. La primera tarea de futuro que evoca la verdad del amor es generar una comunión habitable por el hombre. La verdad del amor, por un lado, protege esos espacios de comunión, nos revela cómo están edificados para poder ser fecundos. Por otro lado, sólo en esos espacios puede escucharse la verdad del amor como una sinfonía que necesita de un lugar para resonar. Preguntémonos ante cada propuesta de amor qué lugares propone. El adulterio invoca lugares cambiantes que no dan unidad al relato de la vida. La convivencia sin compromiso definitivo se asocia a la precariedad de un refugio afectivo temporal y sin trayectoria. La relación homosexual edifica lugares que no aceptan la diferencia ni se abren a la transmisión de la vida. Todas estas propuestas evocan lo que se ha llamado no lugares. Es decir, lugares que no entran a formar parte de la identidad de la persona, de su nombre y destino. Lo dicho hasta ahora significa, además, que la verdad del amor requiere espacios concretos de comunión. Para transmitirla no basta anunciarla y explicarla, hay que preparar también sus cajas de resonancia. Son, por un lado, foros de conversación sostenida donde se pueda ir ahondando en esta verdad, verificándola juntos. Estos lugares son posibles, por otro lado, si hay un sustrato de unidad familiar donde se cultive la experiencia originaria de la verdad del amor.

La verdad del amor protege precisamente a aquellos ambientes donde la vida humana se abre a Dios, se abre al creador. Otros ambientes, como el adulterio, la convivencia, las uniones homosexuales, terminan por encerrar a los hombres en su propia mirada finita. Por eso, proclamar la verdad del amor es proclamar la primacía de Dios, la presencia de Dios. Y la relación de estos ambientes propicios con nuestro origen y destino hace de ellos lugares donde merece la pena vivir. Se trata, por tanto, de lugares por los que merece la pena dar la vida, porque estos lugares dan sentido a la vida. La tierra nueva que se le ha dado a la Iglesia para que florezca la verdad del amor es la Eucaristía, el cuerpo de Cristo. En este cuerpo de Cristo está incluida a su vez la verdad creatural; es necesario, por tanto, volver a aquellas relaciones propias de la Eucaristía, y del lenguaje creatural del cuerpo.

*Segundo punto: Con la llana, edificar una plenitud de vida, un amor generativo. Preguntémonos ahora cómo edificar sobre el terreno firme de la verdad del amor. Contra el edificio que la verdad del amor se propone levantar, se presenta hoy una objeción: “Se trata de una visión idealista, situada en las alturas, y que no puede llevarse a la práctica”. No se niega en este caso la doctrina cristiana, sino el hecho de que sea posible vivirla por la mayoría de la gente. A quien propone la visión creyente sobre el cuerpo, el amor y la sexualidad, se le trata de ingenuo; se le pide adaptarse a la vida de las personas, se le invita a que abra los ojos. Solo de este modo, se dice, es posible iniciar un camino para que los hombres se acerquen al Evangelio. De este modo, algunos, entre los que también está Phillippe Bordeyne, el nuevo presidente del Instituto, sostienen que sería, no sólo lícito, sino incluso obligado, limitarse al bien posible a las propias fuerzas humanas. Y juzgan que ir más allá sería presunción orgullosa por parte del cristiano imperfecto. Por eso retienen signo de rigidez sin misericordia que los pastores pidan más a los fieles, incluso cuando se trata de observar los mandamientos morales negativos (no matarás, etc.). ¿Qué decir de esta postura? En realidad, la verdad del amor es una verdad dirigida a obrar, una verdad que luce dentro de una acción y que permite realizar esa acción. No es, pues, una verdad estática, sino llena de energía y actividad. Por eso la Biblia invita a obrar la verdad en el amor, o a caminar en la verdad. En efecto, si el ambiente para vivir la verdad del amor pasa por el matrimonio, unión indisoluble entre un hombre y una mujer y abierta a transmitir la vida, ocurre que sólo desde el matrimonio se fragua un camino unitario en el tiempo; pues sólo en el matrimonio se une el recuerdo del origen de la vida -pasado- con la promesa que abarca la entera existencia -presente- y se prolonga en el hijo -futuro. Esta integración del tiempo no sucede en otras formas de unión contrarias a la verdad del amor. En una segunda unión tras el divorcio, por ejemplo, el amor reconoce su fracaso para dar unidad a toda la vida; en una unión homosexual no se integra el origen último de los amantes, que han nacido de una diferencia hombre/mujer, ni se abre el futuro nuevo del hijo. Si antes hablaba de no lugares, aquí encontramos ‘no tiempos’, tiempos inconexos que no logran narrar el relato total de una vida. La cosa nos desvela que no estamos ante el contraste entre quienes buscan la verdad teórica y quienes persiguen la acción pastoral que acompaña en el tiempo; se trata más bien de un contraste entre dos modos de situarse ante la fragilidad, según se comprenda la capacidad del hombre para unificar el tiempo entero de su vida y para madurar en él. Hay una pastoral que mira la verdad del amor como ideal irrealizable, contrapuesto al camino concreto de acompañamiento. Los modos de amar opuestos a la verdad del Evangelio serían solo realizaciones imperfectas de un camino continuo de don de sí. Este método paraliza al sujeto, en primer lugar, porque la meta que se le ofrece es tratar de que se sienta bien consigo mismo, como si la pastoral se identificara con una terapia psicológica; pero el sentimiento de tranquilidad con respecto al propio deseo paraliza a la persona. El movimiento del deseo, por el contrario, es dramático, porque nos mueve a encontrar algo que nos desborda y nos supera, agrandando así nuestra capacidad de desear. La pastoral resulta estática, además, porque, si bien las personas pueden progresar de una situación a otra, no lo hacen así las distintas formas de vivir el amor opuestas al matrimonio. No hay ningún camino que desde la poligamia promueva la unión con una sola mujer; ni tampoco la relación homosexual lleva poco a poco a valorar el matrimonio, según el proyecto del Creador; ni las convivencias antes del matrimonio son vías hacia éste, sino su negación, negación del ‘para siempre’ en el don de sí. En realidad, estas formas de amar, ajenas a la verdad del amor, no son capaces de construir una historia faltándoles la memoria del origen, la fidelidad en el tiempo o la capacidad de generar. Por tanto, renunciar a la verdad del amor es condenar a la persona a un relato repetitivo, sin memoria y sin futuro. Y si no hay camino, tampoco hay acompañamiento. ¿Cuál es la propuesta alternativa que da prioridad a la verdad del amor? Parte de un punto de vista relacional que no se fija en el individuo aislado, sino en el ambiente de relaciones donde la persona vive. El amor está dotado de verdad porque es capaz de sacarnos de nosotros mismos e introducirnos en un dinamismo de vida común que pauta nuestro crecimiento. Esto exige la conversión del pecado, la sanación de la concupiscencia, y el esfuerzo de una lucha permanente contra las tentaciones. La formación de las virtudes morales desde la sinergia de la gracia divina y de la libertad humana es la vía para integrar las inclinaciones y las pulsiones. De este modo se puede regenerar el sujeto moral cristiano, capaz de acciones excelentes que realizan la comunión de las personas. La clave pastoral, entonces, no está en tranquilizar a las personas sino en ayudarlas a afrontar el drama del deseo y de la sexualidad. Ciertamente, hay que contar con que este camino requiere tiempo. Pero, a la vez, para poder avanzar en el camino es necesario desprenderse de formas de amar que achican el deseo y lo malogran. El deseo, de hecho, puede ser transformado para abrazar la verdad del amor, es decir, para abrazar un amor capaz de dar unidad al curso entero de nuestra vida. En último término, lo que cuenta aquí no son las fuerzas pequeñas de la persona (según un pelagianismo -que prescinde de Dios para alcanzar el bien- al revés), sino el poder de Dios creador, que ha sembrado en cada uno la capacidad para amar en verdad. Joseph Ratzinger decía que cuando discutía con los teólogos de la liberación, éstos acusaban a la Iglesia de no estar cerca de la realidad, y le pedían empezar su análisis desde ella, ante lo cual él se preguntaba ¿y qué es la realidad? La cuestión es importante también ahora. ¿Qué es lo verdaderamente real? ¿Consiste sólo en nuestras débiles fuerzas? ¿Proviene de un análisis sociológico que muestra lo mal que está el mundo? ¿O lo real es la novedad que puede abrirse a quien confía en una llamada que le precede y le promete una alianza? La realidad de Dios va unida al realismo de la Encarnación, donde se realiza plenamente Su amor. El amor del que habla San Pablo en uno de sus himnos a la caridad no es un amor ideal, sino más bien el retrato de un amor que ha sucedido verdaderamente en la historia, el amor de Jesús. Creemos que el hijo de Dios se ha encarnado, que ha vivido nuestra vida, que ha introducido en el mundo la fuerza nueva de su Espíritu. Es el realismo de la fe, el cual se concreta en el realismo de los sacramentos, que son un don eficaz que actúa verdaderamente, porque vienen de la fuerza de Aquel que verdaderamente ha muerto y resucitado. El amor de Cristo y de la Iglesia no es un listón altísimo que se coloca, por ejemplo, ante los pobres esposos en el sacramento del matrimonio. Al contrario, es la certeza de un amor que les ha precedido, y que está actuando eficazmente en la vida de ellos. Si antes hemos dicho que es necesario custodiar el espacio donde la verdad pueda alumbrar al hombre, ahora se puede concluir que la verdad del amor tiene que ver también con los itinerarios del hombre hacia su plenitud. La verdad del amor nos da la clave para que estos itinerarios puedan dar unidad al tiempo de una persona; y también para que puedan regenerar el sujeto moral en la difícil situación cultural que vivimos. Veamos algunas consecuencias clave de este carácter dinámico de la verdad del amor.

Para entender este ritmo del amor es necesario promover la perspectiva de la promesa. Vivir en la verdad del amor es ser fiel a las grandes alianzas que nos salen al encuentro en la vida. Sólo gracias a la promesa puede la vida adquirir unidad de principio a fin, consiguiendo responder al reto del tiempo mediante la formación de las virtudes morales. Un gran desafío consiste en educar a los jóvenes en la promesa, para que quieran y puedan responder a su gran vocación al amor. Ante la gran fragilidad de la promesa, la respuesta no es intentar segundas o terceras oportunidades; la respuesta es promover el perdón, pues sólo él permite sanar la promesa, precisamente cuando la fragilidad amenaza su ruptura. Hace falta una reflexión teórica, pero también el desarrollo de prácticas que hagan posible perdonar en una cultura que, siendo cultura de lo espontáneo y de lo esporádico, hace difícil tejer la unidad de una vida. Es decisivo, además, fomentar la relación genuina entre padres e hijos. Se plantea aquí la cuestión educativa, sobre todo en lo que toca al lenguaje del cuerpo y de los afectos. Todo lo dicho nos lleva a entender que en esta labor de edificación vuelve a aparecer la primacía de Dios, como ya estaba presente en la custodia del espacio relacional, pues, en efecto, la unidad de una vida no puede garantizarse desde las solas fuerzas humanas. La verdad del amor, al ser la verdad de un origen, de una alianza y de una plenitud desbordante, sólo se entiende desde la fuente Dios, que es principio y fin de la historia. La primacía de Dios se muestra así tanto al defender la ciudad como al construirla. Por eso canta el salmista en cuanto a la defensa: ‘Si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas’; y, en cuanto a la edificación: ‘Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles’. Como he indicado antes, la clave de la verdad, cuando se ve como verdad del amor, es que no intenta simplemente construir un mundo nuevo, sino más bien generarlo. Y la lógica de la generación es una lógica que no domina ni controla, sino que se abre a recibir luz, para, con esta luz recibida, alumbrar una visión nueva. Nueva, porque es visión común, y visión desde Dios. No nos toca a nosotros convertir el mundo, eso es cosa de Dios; a nosotros nos toca trabajar por cultivar esos espacios y disponer esos tiempos donde la redención de Dios puede suceder. *Conclusión: La verdad del amor, como hemos visto, nos mueve a custodiar espacios y a plantear itinerarios de plenitud. Hace falta una ecología de las relaciones que cuide los ambientes donde viven los hombres. Y son precisos también itinerarios de madurez según la verdad del amor. El Veritas Amoris Project busca promover estos ambientes y estos caminos, custodiándolos y generándolos nuevos. En Amoris Laetitia, número 109, el Papa Francisco comenta una frase de San Pablo “El amor se alegra con la verdad” -Amoris Laetitia Veritas.

*Podríamos resumir: La alegría del amor es la verdad. Y, de hecho, más allá de las apariencias, un amor sin verdad no ofrece alegría, sino sólo un sucedáneo pasajero y decadente. La verdad hace que el amor sea alegre, porque la verdad nos saca del aislamiento, nos introduce en el mundo común, nos permite habitarlo y dar fruto en él; nos abre a la acción de Dios; es gozo verdadero porque es gozo común, gozo que dura, gozo procedente del Padre. 

(L. Melina; ciclo de conferencias en España)


[1] Libro de poemas del papa Juan Pablo II, publicado en Roma en 2002.



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