LUZ QUE DISIPA LAS SOMBRAS

 

El Big-Bang, que no se acaba, son dos manos: una de un Padre y otra de una Madre.


Anteayer asistí, junto con autoridades y pueblo, a la celebración litúrgica de los Santos Ángeles Custodios, patronos del Cuerpo de la Policía Nacional. El párroco leyó una homilía muy bella, en la que se decía que Cristo había venido al mundo como Luz, y con ello había desencadenado una corriente de bien imperecedera, en la que encontraba su sentido la labor de la Policía Nacional. Muy atinado y oportuno me pareció el sermón, en estos momentos en que las sombras parecen mandar en la sociedad. Y digo parecen porque, en verdad, no es así.
Es cierto que los medios de comunicación insisten en dibujar un panorama sombrío en todos los frentes de nuestra vida. Y no sólo los medios sino también voceros que pululan por todos los ambientes, incluidos los eclesiales.
En concreto, hay una acción divulgativa recurrente en los últimos años empeñada en demostrar que la institución matrimonial está amortizada, que no se casa nadie y que todo el mundo se está divorciando. Pero, dado que ese anuncio confluye de lleno en la corriente mediática que nos tiene subyugados a base de meternos miedo, tengo para mí que las estadísticas sobre este asunto están falseadas, y que en realidad no está la cosa tan mal como nos dicen. En general, encuentro más motivos para dudar de la veracidad de lo que se dice en las noticias que para darlas por ciertas, y no estoy por la labor de renunciar al uso de mi razón; y si se me reclamase más fe, diría que por fe estoy dispuesto a dar la vida, pero por la fe que declara a Jesucristo Dios y hombre verdadero, vivo y actuante entre nosotros. 
Mi fe procede del encuentro con esa Luz de la que hablé al principio; a la que accedí haciéndome niño; y que, con el tiempo, fue formando en mí una certeza sólida -que es la fuente de mi esperanza- y una vida nueva, bella e interesante, humana pero penetrada de cielo, sufriente pero vencedora por obra de la gracia, gracia que opera en mí a través de una edificación personal y comunitaria crecientemente virtuosa. 
Edificar con la luz de Cristo es construir un futuro de esperanza. El Evangelio de hoy, curiosamente, actualiza el mensaje de la última entrada de este blog: Dios hizo al hombre varón y mujer, y la diferencia sexual es cuestión de Dios, pues señala el camino para acceder a la intimidad con Él. Pero, además de recordarnos la centralidad del misterio del amor humano en la creación, presenta junto a él la actitud necesaria para penetrarlo: hacerse como niños, abandonarse, renunciar a 'nuestro saber manipulador'.
Ayer estuve en un mercadillo ecológico hablando de Dios con la gente, a propósito del libro en el que narro como fue mi encuentro con ese Dios. Conversé con unos veinte matrimonios, y con una pareja homosexual. Puse a su alcance, gratis, las herramientas que a mí han venido permitiendo defender mi vida y mi matrimonio; y unos las acogieron y otros no (afortunadamente, ¡gloria a Dios!, ganaron los que sí).
El papa Benedicto XVI declaró el 11 de octubre de 2012 un "Año de la Fe" en la Iglesia, pero justo cuatro meses más tarde renunció al papado, y su esforzado intento de instarnos a empuñar el escudo de la fe, para frenar los incendiarios dardos del maligno, quedó frustrado.
En ese mismo "fracaso" se inserta la lanza que hiere profundamente hoy al Matrimonio sacramental. Y es urgente hacer resonar las trompetas nuevamente llamando a abrazar esa fe genuina que nos salva. De ese rearme vendrá la ruina para los impostores que siembran miedo al amor. Es necesario salir a las plazas a gritar que el Amor lo puede todo; que el Amor es un Dios vivo que nos defiende de todas las amenazas, por terribles que sean; que nos defiende y nos llevará a la vida eternamente feliz, a través de entregar nosotros la nuestra por amor. 
Es posible amar a tu cónyuge y extraer de tu matrimonio el exquisito néctar que contiene; se empieza por fortalecer la fe, por renovar la fe en la promesa -de Dios primero, y de tu cónyuge después, como consecuencia-; y, una vez asentado ese cimiento, poner sobre él todo lo que venga, de modo que se pueda operar en nosotros un cambio gradual hacia una vida más virtuosa, en la que ganaremos humildad y, con ella, mayor capacidad de perdonar y de comprender; y también, por tanto, de transmitir a los demás ese conocimiento, empezando por nuestros hijos.
Urge educar en la fe; dar testimonio público de que existe un Dios vivo que da sentido a todo y colma todos los deseos; y, partiendo de ese principio, explicar luego a quienes acepten la fe cómo vivir la relación con los demás dentro de la relación con Dios, y más concretamente, explicar el sentido del cuerpo sexuado y de los afectos como caminos hacia una plenitud de amor, la cual, forzosamente ha de pasar por el desarrollo del autodominio como condición previa para entregarse al otro. Es urgente crear en nuestras comunidades parroquiales estos itinerarios hacia la verdad: la verdad del ser humano, la verdad de Dios, y la verdad del Amor.
Decía Lorca -nada sospechoso de beatería- que si él fuera pobre no pediría sólamente un pan, sino 'medio pan y un libro'. Con eso estaba expresando el hambre de esa Verdad última que el hombre ansía conocer, verdad sin la cual permanece insatisfecho, y malgasta su existencia viviendo como un desconocido para sí mismo. La Verdad del Amor -de Dios, paz definitiva y roca en que se asienta la única esperanza posible- queda oculta a los ojos de los sabios de este mundo, y se da a los sencillos, a los que se hacen como niños para recibirla. Y una vez recibida, la misma verdad los robustece y los edifica como casas sobre roca, que resisten a los embates de las tormentas, y que, por obra del poder creador del Amor, se hacen lugares fecundos y capaces de dar cobijo a otras vidas.
Tras inaugurar el Año de la Fe, Benedicto XVI comenzó unas catequesis sobre el tema; recojo a continuación los primeros párrafos de la segunda de ellas:   
"El miércoles pasado, con el inicio del Año de la fe, empecé una nueva serie de catequesis sobre la fe. Y hoy desearía reflexionar con vosotros sobre una cuestión fundamental: ¿qué es la fe? ¿Tiene aún sentido la fe en un mundo donde ciencia y técnica han abierto horizontes hasta hace poco impensables? ¿Qué significa creer hoy? De hecho en nuestro tiempo es necesaria una renovada educación en la fe, que comprenda ciertamente un conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación, pero que sobre todo nazca de un verdadero encuentro con Dios en Jesucristo, de amarle, de confiar en Él, de forma que toda la vida esté involucrada en ello.
Hoy, junto a tantos signos de bien, crece a nuestro alrededor también cierto desierto espiritual. A veces se tiene la sensación, por determinados sucesos de los que tenemos noticia todos los días, de que el mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y más pacífica; las ideas mismas de progreso y bienestar muestran igualmente sus sombras. A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de los éxitos de la técnica, hoy el hombre no parece que sea verdaderamente más libre, más humano; persisten muchas formas de explotación, manipulación, violencia, vejación, injusticia... Cierto tipo de cultura, además, ha educado a moverse sólo en el horizonte de las cosas, de lo factible; a creer sólo en lo que se ve y se toca con las propias manos. Por otro lado crece también el número de cuantos se sienten desorientados y, buscando ir más allá de una visión sólo horizontal de la realidad, están disponibles para creer en cualquier cosa. En este contexto vuelven a emerger algunas preguntas fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿Hay un futuro para el hombre, para nosotros y para las nuevas generaciones? ¿En qué dirección orientar las elecciones de nuestra libertad para un resultado bueno y feliz de la vida? ¿Qué nos espera tras el umbral de la muerte?
De estas preguntas que no se pueden obviar surge en el mundo la planificación, el cálculo exacto y la experimentación, en una palabra, el saber de la ciencia; pero, por importante que sea para la vida del hombre todo ese saber, por sí sólo no basta. El pan material no es lo único que necesitamos; tenemos necesidad de amor, de significado y de esperanza, de un fundamento seguro, de un terreno sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico también en las crisis, las oscuridades, las dificultades y los problemas cotidianos. La fe nos dona precisamente esto: es un confiado entregarse a un «Tú» que es Dios, quien me da una certeza distinta, pero no menos sólida que la que me llega del cálculo exacto o de la ciencia. La fe no es un simple asentimiento intelectual del hombre a las verdades particulares sobre Dios; es un acto con el que me confío libremente a un Dios que es Padre y me ama; es adhesión a un «Tú» que me dona esperanza y confianza. Cierto, esta adhesión a Dios no carece de contenidos: con ella somos conscientes de que Dios mismo se ha mostrado a nosotros en Cristo; ha dado a ver su rostro y se ha hecho realmente cercano a cada uno de nosotros.
Es más, Dios ha revelado que su amor hacia el hombre, hacia cada uno de nosotros, es sin medida: en la Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, nos muestra en el modo más luminoso posible hasta qué punto llega este amor, hasta el don de sí mismo, hasta el sacrificio total. Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta el fondo de nuestra humanidad para volver a llevarla a Él, para elevarla a su alteza. La fe es creer en este amor de Dios que no decae frente a la maldad del hombre, frente al mal y la muerte, sino que es capaz de transformar toda forma de esclavitud, donando la posibilidad de la salvación. Tener fe, entonces, es encontrar a este «Tú», Dios, que me sostiene y me concede la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la dona; es confiarme a Dios con la actitud del niño, quien sabe bien que todas sus dificultades, todos sus problemas, están asegurados en el «tú» de la madre. Y esta posibilidad de salvación a través de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres. Pienso que deberíamos meditar con mayor frecuencia —en nuestra vida cotidiana, caracterizada por problemas y situaciones a veces dramáticas— en el hecho de que creer cristianamente significa este abandonarme con confianza en el sentido profundo que me sostiene a mí y al mundo, ese sentido que nosotros no tenemos capacidad de darnos, sino sólo de recibir como don, y que es el fundamento sobre el que podemos vivir sin miedo. Y esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe debemos ser capaces de anunciarla con la palabra y mostrarla con nuestra vida de cristianos (...)"



Comentarios