¡MAESTRO, QUE VEA!
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Tanto que agradecer... |
Es una gran cosa cantar las proezas del Señor; en realidad, para eso hemos nacido, para alabar al Señor y darle gracias por siempre. Son innumerables los beneficios que el Señor nos ha otorgado en su hijo Jesucristo. Este nos ha abierto los ojos, como a Bartimeo, para poder contemplar todo ese bien: los colores de la naturaleza en las estaciones, las nubes, los pueblos y ciudades, la paz del hogar... Son tantas las maravillas creadas que no se acaba nunca su descubrimiento; y en cuanto a la recreación que supuso la Encarnación de Dios, Juan, que apoyó su cabeza en el regazo del Señor, nos dejó dicho que las obras buenas de Jesús no podrían contarse porque no cabrían tantas palabras escritas ni en el mundo entero. Asimismo, los que, como Bartimeo, fuimos curados de nuestras cegueras, hemos ido acumulando un caudal desbordante de gracias recibidas de Dios. En el inicio de nuestra fe, en el encuentro personal con Jesucristo, una luz nueva empezó a iluminar toda nuestra existencia, y nuestro corazón empezó a registrar las innumerables maravillas de esa nueva vida. Y esa fuente extraordinaria mana sin cesar, formando un torrente que nos lleva consigo, como pequeñas barquitas, hacia un mar infinito de amores lleno. Hoy es domingo, día del Señor, día para contemplar todas estas maravillas, y alegrarse. El Señor ha aparecido en la Historia, y la ha hecho nueva; Él disipó las tinieblas que nos envolvían venciendo a la muerte, con su sacrificio en la Cruz, y abrió así las compuertas a la esperanza. Jesús vive hoy, y en él está la salvación. El agua y la sangre que siguen manando de su costado, lavan nuestras lágrimas y pecados, transformando por completo nuestras vidas. Vivir con él es caminar con seguridad hacia la libertad plena.
Mirando al que fue traspasado por nuestras rebeliones, nos liberamos de nuestras cadenas. Uniendo nuestras vidas a la suya, accedemos a otro plano de la existencia, donde el miedo ya no nos domina, donde la libertad crece al mismo tiempo que se regenera nuestro corazón pecador.
En esa nueva vida ya no nos dejamos arrastrar por cualquier viento de doctrina, pues se nos hace inconfundible la voz del Buen Pastor; y la verdad del amor se concierta cada vez mejor con nuestro ánimo; el reconocer el fundamento de todas las cosas en el abismo del amor de Dios, despeja cualquier duda que nos salga al paso. Las Escrituras van cobrando así todo su sentido para nosotros, y se convierten en la guía eficaz de nuestra acción.
Al principio, creó Dios un mundo maravilloso, y al hombre -varón y mujer- disfrutando en medio de él. A imagen suya nos creó, y, por tanto, es necesario preguntarse cómo es Dios. Él es Uno, pero son tres personas: El Padre, el Hijo y el Amor entre ambos. El hombre es varón y mujer en una sola carne, y, en esa indisoluble unión, es capaz el hombre de crear vida, al modo de Dios. Yo soy varón, dejé a mi padre y a mi madre para unirme a mi mujer, y de nuestro amor nació un nuevo ser. Esa nueva vida, que tiene un nombre propio, despertó en mi esposa y en mí un gran asombro desde los primeros momentos de su existencia: que de nuestro amor hubiera surgido otro ser, colmado de todo bien, con un corazón latiendo al compás del nuestro para siempre, y con la misma potencia creadora que nosotros... ¡Qué misterio, el ser semejantes a Dios! Solo esto bastaría para conmovernos y abandonarnos en las manos de nuestro creador si tuviéramos un corazón sano, amable, si no estuviéramos heridos de raíz desde la concepción en el seno de nuestra madre.
Como, ciertamente, todos hemos nacido pecadores, y así hubiéramos seguido si Dios no se hubiese compadecido de nuestro desvalimiento, Dios se hizo pasible, experimentó la Pasión, para poder compadecerse de su criatura. Y nosotros tenemos que pasar por el mismo bautismo purificador que Él. Hoy nos acongoja la visión de un mundo que niega estas verdades inmutables, y que ejerce violencia para que nadie pueda hablar de ellas. La vieja raíz del pecado, la soberbia, echa tierra sobre la verdad: la de que tenemos nuestro origen en un Dios creador y redentor; y, por tanto, la verdad de un principio en que todo estaba bien, y la verdad de un pecado del que Dios nos sacó con su propia sangre; y, final y definitivamente, la de una alianza de salvación por la que, bebiendo esa sangre que mana de Jesucristo, obtenemos el remedio para recuperar la felicidad perdida.
En resumen, son inconmovibles los cimientos puestos por Dios: El hombre como varón y mujer, una sola carne; la cruz como camino; la Eucaristía, y el resto de sacramentos, como manantial de vida; y la Iglesia como depositaria de estas verdades, fundada en los Apóstoles y unida en torno a Pedro.
Basta con eso para alcanzar una vida lograda; para hacer más humana la vida en la tierra, y más cercana la civilización del amor. ¡Buen domingo!
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