VEA CADA CUAL CÓMO CONSTRUYE
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Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. |
¡Con lo fácil que hubiera sido hacerlo al principio! Me refiero a contener la riada de detritus que contaminó las páginas de los diarios en las últimas dos semanas; porque hoy aparecen limpias las portadas, y no por efecto del tiempo, sino por orden del Gran Hermano, o sea, del becerro de oro. Pero, ¡qué despropósito!, ¡y cuánta arrogancia! Cuando todo el mundo está en shock por este nuevo escándalo de una catástrofe inventada, el amo de la prensa decreta que ya no se hable más del asunto, y pone el punto y final como suele hacerlo: cortando la cabeza de un títere y obligándonos a mirar hacia otro lado, al tema con el que nos atiborrará en los próximos días.
Pero la cosa no puede quedar así, porque ha habido muchas víctimas, y esto supone un sufrimiento duradero para los afectados y para la sociedad en general. A mí me duele España, y, dentro de ella, me duele especialmente ver sufrir a los más débiles: niños, jóvenes, ancianos, enfermos, marginados... Y por ellos levanto la voz. Cuando mezclo la religión con la política lo hago porque en medio de este mundo la Iglesia es la voz de la conciencia, la voz de los que no la tienen; y cuando la Iglesia se adapta al mundo los pobres pierden a su abogado defensor.
¡Qué bien escribe hoy De Prada en XL acerca de esta pérdida! Dice que se ha subvertido la ley natural (in dubia, pro reo) y con ello se ha corrompido la sociedad, y ahora promueve el vicio en vez de la virtud. ¡Cómo se va a someter la Iglesia a esta perversión! ¡Sería su desaparición! Pero el caso es que va hacia ello, y hay que hacer algo.
El plan del nuevo orden, trazado desde antiguo, comenzó en este milenio disimuladamente, aboliendo el derecho a la privacidad con la excusa de luchar contra el terrorismo; y, a continuación, en la década siguiente, introdujo un veneno mortal en la sociedad: lo del llamado género, que metió en el tálamo de los esposos al Gran Hermano, en el lugar donde tenía que estar Dios como garante único del éxito matrimonial. Como consecuencia, las relaciones conyugales se han convertido en ese campo minado del que habla De Prada. En este punto el derecho se ha hecho ciego, pero para decretar la parcialidad total: la mujer que denuncia tiene siempre la razón. Y es obvio que de la injusticia no puede nacer una sociedad más justa.
En aquella segunda década del siglo empezó también la Iglesia a hablar de dos cosas de las que nunca había hablado: de una "Iglesia sinodal-participativa" y del papel de la mujer, asumiendo así, en doble vertiente, un principio corruptor de su purísima doctrina. Los lenguajes del mundo y de Dios no son asimilables; sino que el segundo comprende al primero pero no a la inversa. Hay una relación entre fe y razón, pero no se puede llegar a la fe sin trascender a la propia razón; porque si eso pudiera hacerse significaría que no nos habríamos salido del ámbito de la razón (la fe es razonable, pero no razonada). La cosa es que el fin natural de esa deriva mundana de la Iglesia es el borrado de la verdad fundamental del Amor; y, en última instancia, el borrado de Dios. Por eso hace unas semanas empecé una serie de artículos sobre este tema poniendo como cabecera la luz aportada al respecto por San Juan Pablo II y por Benedicto XVI: la cuestión de la diferencia sexual es cuestión de Dios.
De esto trataba en el fondo la reunión de 'participativos' (con algún que otro fiel, tal vez) en Roma, que terminó hace dos semanas: de dar legitimidad a un enfoque mundano de las cosas de Dios; o sea, de abolir la autoridad divina, de hacer una iglesia sometida como la de China, pero sin que lo parezca. El hecho de que su final haya sido ocultado por la prensa ya dice mucho; y el hecho de que se haya decretado una prórroga para concretar diez puntos (que, "entre mucha paja, llevan en el noveno, del muerto, la caja") también.
Velada la verdad sobre el matrimonio desaparece la autoridad de Dios de la vida pública; desaparece el orden, y el mal pasa a ocupar el puesto del bien. Por el efecto-dominó, derribado Dios de los altares, el mundo quedará a oscuras y sometido a un tirano. Las primeras víctimas serán los más débiles, pero, además, lejos de lo que muchos agentes de esta desquiciada empresa imaginan, la sociedad no resurgirá triunfante, sino que entrará en decadencia irrefrenable; nos envolverá una atmósfera irrespirable, angustiosa, y el remedio solo vendrá al final, para alegría de los fieles, y por la intervención de Dios.
Ya lo he dicho y lo repito; las manifestaciones públicas de fe que se exhiben hoy son falsas. La fe está reducida en estos días a un pábilo vacilante, a unas ascuas mortecinas que crepitan en la soledad de los templos y de las casas, en frágiles vasijas de barro: almas que sufren en silencio, ante la violencia de un tirano que arrasa la vida en flor de sus seres queridos; y almas que elevan plegarias a Dios día y noche. Como setas en otoño, en la decadencia de la Iglesia han salido brotes atractivos: amor conyugal, vida en el espíritu, primer anuncio... efímeras manifestaciones de fe que preceden a un largo y desolador invierno. ¿Qué matrimonios dan hoy testimonio de Jesucristo? ¿Qué amor verdadero hay que no esté crucificado en las plazas? Hoy más que nunca, endiosada la mentira, no puede haber más testimonio que el martirio. Cuesta admitirlo, pero es sanador; porque nuestro médico está pendiendo de una cruz, y sin trepar a ella no encontraremos el remedio a nuestros males. Por otra parte, esa misión es el sentido que buscamos, y sin el cual el vivir se vuelve una tarea sosa e insoportable.
Esos hongos llamativos, flor de un día, son artificios, aplicaciones del saber humano (entre la psicología y el latín) que buscan efectos parecidos a los que da el Espíritu. Según llegas al sitio te desconectan de "tu mochila, tus llaves y tu móvil" y, acto seguido, te enchufan a una "alimentación asistida" y te saturan; y tú, como acabas de llegar y el mejunje no está tan mal, aguantas, y te dejas hacer. Entonces te sumergen en una especie de psicodelia espiritual, acompañada de otros placeres sensibles; y así, ya bien dispuesto, 'presencias algunas manifestaciones del Espíritu', aunque dichos prodigios (salvando los que Dios mismo en su infinito poder y bondad quiera dispensarte) no sean sino fruto de la sugestión. Porque, ciertamente, todo está en esos encuentros pautado al milímetro. Dice San Pablo (2, 1-5): "Pues yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con el prestigio de la palabra o de la sabiduría a anunciaros el misterio de Dios, pues no quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundamentase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios." La adhesión, pues, que busca la Iglesia no es puramente humana, sino de orden espiritual, mientras que la de estos retiros descansa en efectos inducidos, y no ya de saberes humanos, sino de trucos: de discursos impostados, de dinámicas de laboratorio, de sentimientos provocados con el fin de lograr un estado de euforia espiritual.
Yo vi de Dios someterme a uno de esos anuncios; y al mismo tiempo prepararme con un ayuno largo. Nunca antes había recibido yo la gracia de ayunar tan conformado, pero el Señor quiso dármela para esta ocasión, y así, entré en el retiro con una privación de alimento de tres días, y dispuesto a proseguir. Como vieran mis tutores que no comía empezaron a hacerme preguntas, y al no lograr mover mi voluntad, me trajeron a un médico... No me acuerdo de qué le dije, pero con tanta presión, y siendo ya vísperas de domingo, en la cena ingerí algo, y al día siguiente ya comí normal. Desde que llegué, palpé la contradicción: para anunciarte la libertad de hijo de Dios te privan de tu libertad (tus cosas expropiadas, una habitación sin cerrojo con un compañero desconocido...), toda una metáfora del nuevo orden: "No tendrás nada y serás feliz". La primera tarde, para alguien ya habituado al lenguaje de los creyentes, aquellos discursos-testimonio, larguísimos y faltos de naturalidad, sonaban tanto a matraca barata del más cutre gpt, que daban ganas de echar a correr. Yo aguanté, por gracia de Dios, aunque ciertamente incómodo. Todos aquellos hombres hechos y derechos prestándose a aquellas dinámicas tan fingidas me daban grima... y pensar en el dispendio de bienes que aquello le costaba a la Iglesia agravaba mi disgusto... A la tarde siguiente ya no pude más, y cuando estábamos en fila para arrojar nuestros pecados en una pira y así quedar absueltos, mientras veía a aquel maestro de ceremonias que tanto me recordaba al oscuro, me salí de la fila, gracias a Dios. Aquello me costó que me hicieran sentir culpable "por ir a una cosa de la Iglesia y no fiarme"... Había vigilantes en entradas y salidas... y un largo etcétera de privaciones de libertad. Mi olfato espiritual, ya bien entrenado, notaba un tufo a rancio en el ambiente y en muchos de los 'servidores'; de algunos me llegaba hostilidad, de otros sentía que me comían con los ojos, de otros, que me vigilaban. En las reuniones post-anuncio, a las que asistí durante un tiempo, estaba prohibido dialogar, te imponían sutilmente el compartir tu intimidad, y, en fin, la presencia de Dios no se advertía por ninguna parte; fui testigo de cómo se burlaban de algún arzobispo, de cómo alguna vez intentaron hacerme el vacío, y de la frialdad con que obsequiaron a algún hombre de Dios que de buena fe se prestó a ayudarles...
Estos nuevos discípulos no se saludan con el beso de la paz, como mandó Jesucristo, sino que se dan grandes abrazos... Abrazos de fraternidad fingida, que mejor harían en reservar para sus mujeres, pero que difícilmente les saldrán del corazón si insisten en no contar con Jesucristo como salvaguarda de sus matrimonios. Porque sin Él no hay verdadero amor, sino alianzas mundanas. Los matrimonios de estos nuevos discípulos, si alguna vez fueron sus caminos de plenitud de vida, hoy no lo son, porque el hombre-Dios Jesucristo ya no está en medio de ellos, uniéndolos; porque si verdaderamente vivieran cono casados en Dios, no podrían guardar silencio sobre Aquél que les estaría salvando; y en vez de ocultarlo, anunciarían el poder de Su cruz. A estos falsos profetas les acompaña otro signo: que, ante las acciones de la Iglesia militante que los desenmascara, no reaccionan con arrepentimiento sino con arrogancia, mostrándose desafiantes; y esto lo hacen ellas más que ellos, con lo que demuestran que están en este mundo, medran en él, y a él pertenecen. En definitiva, salta a la vista que este auge eclesial está promovido por quienes desdeñan el anuncio al que dicen servir.
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