LA MISERICORDIA ABRAZA A LA POBREZA COMO NADIE
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El Regreso del Hijo Pródigo, de Rembrandt |
En el evangelio de San Lucas se recogen tres parábolas que Jesús usa para responder a la acusación de que come en casa de pecadores: la oveja perdida, la moneda perdida y el hijo pródigo; tres casos para ilustrar la alegría y el amor de Dios por los que se han perdido y arrepentido.
La tercera es tal vez la parábola más conocida de todos los evangelios. Es un relato absolutamente conmovedor, una historia que recoge espléndidamente lo esencial de nuestro Dios: su misericordia.
Ha llegado a asociarse la palabra 'pródigo' con 'el que se marcha de casa', aunque su verdadero significado es 'muy generoso'. La historia que cuenta es la de un padre al que el menor de sus hijos le pide la herencia y se va de su lado a malgastarla; y que, al empezar a pasar necesidad, vuelve avergonzado con su padre, pero éste le recibe con los brazos abiertos y hace una fiesta. El hermano mayor vivía con el padre por compromiso, pero en su interior albergaba sentimientos negativos hacia él.
El padre respetó la voluntad del hijo pródigo, y sufrió su ausencia con vivo dolor y esperando su regreso; porque le amaba. De modo que, cuando vuelve, el sentimiento que prevalece en él es la alegría por haberle recuperado. Y esta pureza de su corazón nos deja ver las entrañas de misericordia de nuestro Dios. Por otro lado, en los hijos nos muestra el Señor distintas facetas de nuestro imperfecto amor.
Ayer presidió la misa a la que solemos ir mi esposa y yo un sacerdote al que no conocíamos. Y se refirió a esta parábola introduciendo una novedad; preguntó: ¿dónde está la madre? Y concluyó que la madre era quien contaba lo sucedido, pues nadie mejor que ella conocía el corazón del padre. También nos dijo que si bien el padre había recibido, acogido y perdonado al hijo pródigo, sin duda había sido la madre 'la que lo había metido en la ducha'.
Al reducir la parábola a términos tan domésticos, consiguió el predicador grabar en nosotros su versión de la misma, un significado bien distinto de los hasta ahora oídos sobre este pasaje tan importante del evangelio.
La pregunta con que el orador introdujo su reflexión parece lógica: Si hay un padre y unos hijos, ¿dónde está la madre? Y siendo lógica la pregunta, cabe esperar una respuesta igualmente lógica: la madre es la que cuenta la historia. Sin embargo, el predicador nos introdujo en su exégesis particular mediante una pregunta capciosa; esto es, una pregunta formulada para 'capturar' nuestro entendimiento.
Porque de ningún modo las palabras que Jesús dirigió a los fariseos remitían a una historia cotidiana, sino que, más bien, con toda intención iban dirigidas a elevar el razonamiento a ras de tierra de sus inquisidores, para que pudieran vislumbrar la novedad que Jesús traía al mundo. No digo que el planteamiento de nuestro sacerdote suponga una vuelta atrás, una reivindicación religiosa farisaica, pero sí que en ciertos aspectos, por ese afán suyo de hacer comprensible -al hombre y a la mujer de hoy- la Palabra revelada, se le cuelan por la puerta trasera ciertos huéspedes indeseables.
Los tiempos actuales se caracterizan por la inestabilidad existencial que sobreviene al olvido de Dios como cimiento social. Esto explica la ansiedad y la fatiga que lastran nuestro vivir cotidiano. En este ambiente caldeado prenden como la yesca los guiños cómplices a uno u otro sexo, introduciendo un germen de separación en lo que Dios unió con su sacrificio en la Cruz.
Cualquier mujer, cansada por el peso de la vida -como todo el mundo- se siente aliviada y halagada cuando una instancia de autoridad da razón de su cansancio por una injusta distribución de cargas domésticas (el padre acoge, perdona, pero es ella la que mete al hijo en la ducha). Sin embargo, San Pedro, en su primera carta, dice que quien toma la palabra tome la Palabra de Dios y la ponga al servicio de la Iglesia en su unidad y su totalidad. Quien detenta el rol de cuidar del orden (moral o civil) debe velar por la imparcialidad de su juicio, y por el interés común. Y sólo Dios es garantía de imparcialidad. En el caso que nos ocupa, se le hace un flaco favor a la mujer, a la Iglesia, y al mundo fijando la mirada en un aspecto concreto de la injusticia humana en detrimento de otros.
En Medjugorje nos alojamos mi esposa y yo en la casa San José, regentada por una mujer separada. Recuerdo su respuesta al preguntarle cierto día al caer la tarde si estaba cansada: "Sí, lo estoy, pero es lo propio (¿Tiene el amo que sentar al sirviente a la mesa cuando regresa de la faena en el campo, o le dirá: 'prepárame y sírveme la cena, y luego cenarás tú'? Así vosotros, cuando hayáis terminado vuestra jornada decid: 'siervo inútil soy, sólo he hecho lo que tenía que hacer')".
El halago, en general, nos saca de nuestra verdad, y por eso nos hace daño. Nuestra verdad es que todo lo recibimos de Dios, que es un padre infinitamente bueno; de ahí que no haya sitio para el engreimiento en nuestra vida, y que la humildad venga a nuestra naturaleza como anillo al dedo, tranquilizándonos en la seguridad de que nuestro Padre se ocupa de nosotros.
Los comentarios acerca de las diferencias sociológicas entre varón y mujer caen fuera del ámbito del púlpito; no así del confesionario. En el púlpito habla un doctor, e imparte doctrina; en el confesionario escucha un santo, y trata de curar con su amor el corazón herido.
El sacerdote que se hace discípulo de Jesucristo aprende de Él el oficio de curar. En Él está todo: la luz que ilumina, la sal que purifica, sana y conserva, y el fermento que hace crecer a la masa. Quien hizo todo no se olvidó de nada, y quien hizo al hombre varón y mujer para que presidiera la creación, puso en el hombre todo lo necesario para llevar la obra de Dios a plenitud; y no contento con haberlo hecho del todo bien, lo superó recreando al hombre a imagen y semejanza de Jesucristo, poniendo como modelo a imitar el misterio de su amor crucificado, en el que San Pablo encuentra la referencia última de la perfección del matrimonio cristiano; su posibilidad y su fecundidad infinita.
En ese camino de amor que es el matrimonio sacramental no hay distinción entre varón y mujer (una sola carne), como no hay distinción entre las tres personas de la Trinidad en cuanto a su identidad esencial: no existen sin relación la una a la otra. Por eso, cuando se intenta aproximar la realidad divina a los humanos, como en la Parábola del Hijo Pródigo, las imágenes humanas son apoyos para la escalada, que una vez arriba se desechan. El colosal corazón de Dios deslumbra por su belleza nuestra mirada, y todo está en él. Entendió esto muy bien el genio de Rembrandt, experto en luces y sombras y en captar la personalidad y la complejidad de las emociones; y así ha sido muy comentada su composición de esta escena bíblica del Hijo Pródigo por representar el abrazo del Padre con una mano femenina y otra de varón.
Esperaba yo de Amoris Laetitia una palabra doctrinal de vida, una confirmación en la fe, y no la obtuve. Y lo que vino después fue una avalancha de sedimentos y lodo... Hoy toca limpiar las adherencias que aquel barro dejó en la Iglesia; devolver el brillo a la perla de la creación de Dios, la perfección del amor humano, imagen del Dios Uno y Trino, unidad fecunda de amor. Y retomar la senda buena de la Palabra original de Dios.
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