LA VIRGEN DE LOS 22∞ DESAMPARADOS
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Virgen María: ¡que los desamparados te conozcan! |
*[A continuación nombres y apellidos para veintidós víctimas del 29 de octubre relacionadas por sus biografías.]
Juana Rozas Arrupe, Juani. 24 años.
Sus dos hermanas no encuentran consuelo; Juani era toda su seguridad, y su alma. Desde que murieron sus padres en un accidente de tráfico, ella se había convertido en su padre y en su madre a la vez... Las gemelas, de 12 años, están desconsoladas en una casa de acogida, y se pasan el día llorando... Los psicólogos han determinado que, por un tiempo, necesitarán apoyo farmacológico, y después, Dios dirá, o algo parecido. Cuando empezó a llover fuerte, el martes 29, Juani estaba volviendo de su trabajo de cajera en el Mercadona, a 6 km de casa, y, a pesar de que la carretera no estaba en condiciones, se lanzó a la aventura pensando en sus hermanas. En una curva un poco cerrada se le fue el coche y acabó en el río. Su cuerpo no ha sido encontrado todavía, por lo que se la da por desaparecida y ahogada en el mar.
Víctor Romerales Somoza. 55 años.
Trabajaba en el sector de la fruta. Tenía un viejo almacén, enterrado entre construcciones más modernas, al que proveía mediante una red de contactos locales, tejida a lo largo de toda su vida, pues había empezado de niño vendiendo sandías en la carretera. Era muy popular en su barrio, y muy querido. Todos los días hacía la misma ruta por la ciudad, aunque también tenía a dos empleados haciendo otros recorridos urbanos. A sus 50 años, su cara aparecía quemada por el sol y el viento, pero su simpatía le hacía ser bienvenido siempre y en todas partes. El martes 29 de octubre le avisaron de que el agua entraba en su almacén y se fue para allá a salvar lo que pudiera. Moviendo unas pilas de cajas, se resbaló y se le vino encima toda la carga. Durante más de dos horas peleó, gritó, e hizo lo que pudo para salir de allí u obtener ayuda, pero con el ruido y la emergencia que se estaba produciendo nadie le escuchó. El agua llegó a alcanzar los 55 cm en su almacén, pero esa pequeña cantidad fue para Víctor como un mar profundo. Le encontraron al día siguiente, después de limpiar el lodo y apartar las cajas, tendido boca abajo y con los brazos en cruz.
Belarmino Juárez Castaño, Mino. 70 años.
Curtido desde la cuna, Mino vivía solo en una buhardilla de la calle de las Azucenas. Había estado casado veinte años, pero su mujer le abandonó porque la vida sencilla de Mino la aplastaba. No llegaron a tener hijos, y el matrimonio, mientras duró, se mantuvo con lo que él ganaba en su pequeña zapatería de la calle del Brocal número 2. Al poco de separarse, una enfermedad en las manos dejó a Mino imposibilitado para trabajar, por lo que tuvo que retirarse con una pensión muy pequeña. Con esos ingresos subsistía Mino gracias a sus sobrias costumbres. Salía a pasear todos los días, antes de que amaneciera, y, a menudo, lo hacía por el paseo del barranco. Aquella madrugada del martes 29 llovía mucho, aunque intermitentemente, y Mino salió de todos modos a dar su paseo, con la esperanza de que amainara. Aunque con más dificultad, hizo el recorrido que solía hacer siempre; pero en cierto punto del trayecto se encontró con una ligera vaguada, de unos pocos metros de larga, anegada por el agua. Por la hora que era, y como ya no estaba lejos de casa, se decidió a vadearla, calculando que el agua no le alcanzaría más arriba de los tobillos. En realidad, así era, efectivamente, pero en un bache del terreno se hundió su pierna casi hasta la rodilla, y él se asustó y perdió el equilibrio. Un golpe fortuito en la cabeza le aturdió, e intentando salir, mareado y con poca luz, se confundió de dirección y se cayó al Torrente. Mientras braceaba e iba comprendiendo lo que estaba pasando, Mino no se angustió, sino que, pensando para sí mismo que setenta años era una edad más que suficiente para morirse, se entregó a la muerte con paz. Su cuerpo apareció siete días después tendido en las negras arenas de la Playa del Sobrecargo.
Elisa María de las Chozas Ronzales, 79 años. Y Marieta Chozas, 46.
Elisa, ‘la cantaora', casi octogenaria, vivía con una sobrina retrasada en el callejón del Cántaro, y era una vecina muy respetada en el barrio porque, aunque poco se sabía a ciencia cierta de su pasado, y corrían rumores de que había sido cupletista en los cincuenta y que había quedado embarazada, lo cierto era que en los treinta años que llevaba viviendo allí nunca había molestado a nadie, y con su trabajo de asistenta, y cosiendo en casa, cuidaba bien de su sobrina y ayudaba en lo que podía a los vecinos, además de darles alegría con su buena voz, que a menudo salía por su ventana. El martes 29 Elisa había ido temprano al médico con su sobrina, que últimamente tenía muchos achaques y estaba bastante alterada. Había cogido el autobús en la Rambla del Naranjal, pero en un momento del trayecto, el bus recibió orden de detenerse y de desalojar al pasaje. Al despedirlos fueron avisados de que estaban en una emergencia, y les rogaron encarecidamente que se desplazaran sin perder tiempo, o bien en taxi o bien llamando a algún familiar, y advirtiéndoles que si alguno no podía acudir a estas ayudas buscara refugio lo antes posible en algún centro comercial o edificio alto de las proximidades. Elisa no tenía a quién llamar ni podía permitirse pagar un taxi, así que se metió con su sobrina en el primer portal que encontró abierto, a esperar a que pasara el temporal. Pero el cielo estaba muy cerrado, y el chaparrón arreciaba, por lo que, sin poder sentarse, y con la mala suerte de que en aquel portal no parecía haber nadie en casa, Marieta entró en pánico y echó a andar sin control. Elisa la siguió como pudo, hasta que, llegando a la arboleda del Tamarindo, le sobrevino un fuerte dolor en el pecho. Alcanzó a duras penas a sentarse en un banco y, recostándose, se durmió para siempre…
De Marieta nunca más se supo. Parece ser que figuró entre las 228 víctimas de la dana, como desaparecida, después de haber sido identificada Elisa por sus vecinos en las pesquisas forenses.
Rosendo Armengol Sorolla. 79 años.
Catedrático de matemáticas en un instituto, ya retirado. Llevaba dos años viviendo solo en un piso del Arrabal, porque su casa, al quedarse viudo, pasó a estar gobernada por su hijo y su nuera, con los que convivió durante ocho años. Al cumplir él los setenta y siete el matrimonio tuvo una crisis, y él, no soportando por más tiempo las peleas y discusiones, prefirió irse a vivir solo a un barrio y contratar a una mujer para que le ayudara con las tareas domésticas y la alimentación. Tenía que pasarle una parte de su pensión a su hijo, que había contraído deudas, con lo cual andaba justito para vivir. Su vida era sencilla y ordenada, con la misma rutina los siete días de la semana. El día 29 de octubre llamó a la asistenta pidiéndole que ese día evitara venir a su casa, pero ella, una dominicana muy buena persona, insistió en acudir, como siempre, a su tarea. Él, pegado a la radio, empezó a preocuparse mucho cuando pasadas dos horas de su hora habitual, Zuleika seguía sin aparecer. Después de intentar contactar sin éxito con emergencias, y de descartar pedirle ayuda a su hijo, Rosendo optó por hacer él mismo el recorrido de la línea 8 de autobuses que usaba Zuleika. Aunque hacía meses que no cogía el coche, a Rosendo le pareció que la ocasión lo requería, y se lanzó al ruedo. Y nunca mejor dicho, porque Rosendo ya no estaba para rodar con su Skoda, y en la curva del puente de las Caracolas, el coche le hizo un extraño, girándose, y tocando con la esquina trasera el petril; y, una vez descontrolado, y a merced del agua que, rebosando de un colector, se embalsaba en aquel rellano, el automóvil se fue deslizando hasta el borde de la calzada, basculando y cayendo por el talud hasta la corriente recrecida del torrente.
Rosendo, experto matemático, no supo resolver aquella ecuación; pero no por eso perdió la cátedra, sino que, una vez tocado el fondo, alcanzó mayor excelencia, y ganó una plaza fija en el mar de la dicha eterna.
Francisco Domínguez López y Clara Martínez López. 42 y 38 años.
Llevaban casados tres años y habían venido a vivir al Barrio de Sedaví hacía dos años. Eran docentes en la enseñanza pública y llevaban una vida de intensa actividad solidaria. Estaban deseando tener hijos, y por aquella época buscaban la razón por la que ella no se quedaba embarazada, y les pilló el comienzo de las lluvias haciéndose una prueba en el Hospital Universitario de Valencia. Aunque no se lo esperaban, el desarrollo de la prueba se complicó y les recomendaron que ella quedara ingresada, de modo que al día siguiente estuviera todo preparado para realizar la prueba en mejores condiciones. Pero al día siguiente, martes 29, el hospital cambió totalmente de aspecto y las rutinas y los planes para ese día sufrieron una alteración total.
Francisco había pasado la noche en un sillón, y a las 7 de la mañana, entumecido, había bajado a la cafetería para desayunar algo y espabilarse. Cuando volvió a la planta Clara no estaba en su habitación, y en la estación de enfermería no había nadie. Pensando que podían habérsela llevado antes de tiempo a la zona de diagnóstico se aventuró a dirigirse allí. Y sucedió entonces que se topó con un hospital hostil. Frustrados todos sus intentos de explicar su situación, Francisco entró en una de esas malas experiencias en las que, el agotamiento de por medio, la imaginación empieza a mandar sobre la razón; y sus interacciones con el personal empezaron a ser cada vez más peligrosas. Aceptó finalmente dejarse ayudar con un lexatín; pero 'le hizo más efecto de lo esperado'...
Las familias respectivas, últimamente alejadas de ellos, no supieron aportar nada a la explicación oficial de que el martes 29 la policía los había encontrado en la Rambla montándoles un Poyo a los agentes de los servicios de protección, y habían sido víctimas de su propia imprudencia...
Leopoldo Vives Nolla, 56 años.
Leo era un personaje en el barrio de Algirós. Era especialmente querido para los niños de la guardería de los pastorcitos, a quienes a menudo agasajaba con chuches; pero también era muy popular entre los universitarios que frecuentaban la ruta de alterne de aquella zona. A todo el mundo que entablaba conversación con él le respondía con mucha familiaridad y gracioso desparpajo. Vivía en la Residencia de la Fundación Rosa Martín para personas con discapacidad intelectual, pero tenía una gran autonomía y movilidad, asistiendo a diario en la parroquia en los recados que se le pedían, y en otras muchas actividades. Tenía la peculiaridad de contarte, como en confidencia, que estaba ya muy próximo el desenlace de la dolorosa desaparición del príncipe heredero, asunto que daba por ser del dominio público, y en el que él manejaba información reservada.
La última vez que se le vio con vida fue a la salida de clase del instituto Ramón Llul, donde bromeó con algunos chavales, con la simpatía de siempre, el lunes 28 de octubre.
Unas semanas después empezó la gente a echarle de menos, y se difundió que había muerto en la dana. Descanse Leopoldo en paz, y que interceda por nosotros.
Miguel Ángel Acosta Alcalá; 59 años.
Guiomar Alcalá Flores; 78 años.
Fernanda Alcalá Flores; 77 años.
Miguel Ángel había sido profesor de joven. Este hombre, por su exquisita sensibilidad y penetrante inteligencia, que le hacían proclive a padecer fluctuaciones del ánimo, se vio apartado muy pronto del sistema, y pensionado. Sus tías, soltera la una y viuda sin hijos la otra, ambas cultas y nobles, le acogieron como a un hijo, holgadamente, de modo que la vida de Miguel no devino en carga para la sociedad, sino al contrario, recibiendo, de su innegable esfuerzo, distintas y apreciables creaciones culturales.
Últimamente, el enrarecimiento del clima ciudadano les había ido empujando, a los tres, al repliegue social, y, por último, a la dependencia. Y estando así, les sorprendió la muerte por la dana. En un abrir y cerrar de ojos, estas tres almas temerosas de Dios desaparecieron del mapa sin que sea posible rastrear sus últimos pasos. Un allegado refirió que, dispuesto a averiguarlo, había sido detenido por la policía. Y así está escrita la historia de estos Alcalá y Acosta...
Ana Isabel Navarro Martínez, 56 años.
Tenía cuatro hijos entre 15 y 20 años de edad. Era una madraza, pero no solo para sus hijos, sino que tenía su casa abierta a todos los que pacíficamente la visitaban. Había padecido un cáncer de mama, y hacía un mes que había recaído y estaba ingresada. El lunes 28 le había dicho el médico que si todo iba bien se iría para casa a finales de semana. Pero debieron de torcerse mucho las cosas en esa semana terrible y aciaga, porque las previsiones del médico no se cumplieron.
El tratamiento de Ana Isabel se complicó con la contingencia hospitalaria; el caso es que murió el día de los santos Judas y Tadeo del año de gracia de nuestro Señor de 2024, y, por error u omisión, su nombre figura también entre los fallecidos a consecuencia del desastre natural de la dana de Valencia.
Faustino Zara García; 40 años; Joaquín Monteagudo Sánchez, de 83 años; y Amparo Moya Gómez, de 81.
Faustino, Tino, caía bien a todo el mundo. Su sencillez, simpatía, y gran humanidad, le hacían respetable a pesar de haber pasado la vida dando tumbos. Había intentado muchas veces, sin conseguirlo, llevar una vida buena: se había casado y había trabajado como operario de Iberdrola; había sido padre y había abandonado los malos hábitos… Pero algo le sucedía siempre que torcía sus buenos propósitos; algo superior a sus fuerzas. Sin embargo, a pesar de sus repetidos fracasos, Tino no traicionaría nunca su bien más preciado: su trato exquisito a todo el que se le acercaba.
En el momento de las lluvias, Tino estaba viviendo en Valencia, pero sin causa mayor que lo justificara; vivía allí como podía haber estado viviendo en cualquier otro lugar del mundo, con la peculiaridad de que dondequiera que se encontrara, Tino no podía no hacer amigos. El lunes 28, Tino estaba en su humilde casa -poco más que techo, mesa y cama- del barrio de Xiribella. Era radioaficionado, y esa noche había estado conectándose hasta altas horas de la madrugada. Empezó entonces, recién amanecido el día, a oír noticias confusas de lo que estaba ocurriendo, y a eso de las siete de la mañana se echó a la calle impulsado por la fuerte intuición de que estaba a punto de suceder un desastre.
Tino, por supuesto, no tenía coche, ni ningún otro medio de transporte, por lo que caminó y corrió, en paralelo al Barranco de Chiva, mirándolo todo y pendiente de la crecida de sus aguas. Así pasaron unas horas, y, hacia media mañana, se encaró con el personal de un coche del servicio municipal por denegar su ayuda a una pareja de ancianos del barrio de las chabolas. Según contaron algunos testigos presenciales, terminaron los tres siendo malamente subidos a un furgón gris del ayuntamiento. Y se deduce que corrieron los tres la misma muerte...
Inmaculada Pardo Ruiz, 50 años.
Era funcionaria de la Generalitat Valenciana; una mujer inteligente, de gran finura interior, y vasta cultura. Vivía en la parte moderna del centro de Valencia, en un piso soleado y cómodo.
Su desempeño laboral era óptimo y estaba bien considerada entre sus compañeros. Llevaba una vida ordenada y sencilla, sin estridencias. No había querido casarse ni tener hijos, y sus ocupaciones de ocio eran de tipo intelectual. Siendo una mujer muy familiar, había optado por vivir sola y mantenerse al margen de la familia de origen. No obstante, no rehuía su trato cuando se presentaba.
El martes 29 levantó la persiana a las siete en punto de la mañana, como de costumbre, y vio el cielo oscuro y las nubes descargando agua. Súbitamente, una tristeza mortal embargó su ánimo, y volvió a bajar la persiana de su habitación.
Tres días después la encontraron sin vida tendida en la cama.
Las autoridades la incluyeron entre los fallecidos a consecuencia de la dana, y su superior jerárquico, el Director General de Gestión de la Esto Pública, ratificó con su declaración esa versión oficial.
Gregorio Vives Matute, Goyo. 52 años.
En Alcacivir, en el curso medio del Torrente, eran las dos de la madrugada del martes 29 de octubre cuando Goyo, el último cliente del bar del pueblo, soltero y solo en la vida, cerrando tras de sí la puerta de su triste refugio, recibía en la cara el aire fresco de la noche. Con su andar trémulo, tras caminar unos pasos, se paró a calibrar si lo que estaba viendo y oyendo al lado de las vías del tren era realmente lo que parecía ser: el Torrente desbordado y las aguas corriendo por las calles del pueblo. Con la punzante duda de si su escaso equilibrio le iba a permitir llegar hasta la primera de las casas del centro de la villa, Goyo, consciente de que Dios le daba la oportunidad de hacer por fin algo bueno por sus paisanos, se lanzó a vadear la balsa que se extendía, creciendo, por la Vega Baja, poniéndose por única meta alcanzar el timbre de la cancela de Casa Suncia, la tienda de ultramarinos con la que se alineaban el resto de las viviendas de la calle principal. Como pudo, con un nudo en la garganta, Goyo llegó, llamó, y contuvo la respiración... Cinco veces tuvo que pulsar para que le abrieran… cinco minutos que se le hicieron eternos, mientras el ruido del agua crecía por momentos…
“-¿Quién es…?”
-"Soy yo, Goyo, el de la Eladia. Que se ha desbordado el Torrente y ya tenéis el agua en el patio… ¡daos prisa!…”
La alarma cundió rápidamente y el pueblo salvó vidas y bienes.
Al día siguiente, sin embargo, Goyo no apareció por ningún sitio. Un vecino que intentaba sacar su coche del garaje para ponerlo a salvo había sido el último en verlo con vida, caminando vacilante hacia el final de la calle, por donde empiezan a llenarse los cenagales cuando llueve…
Rufino García Cortázar, Rufo. 68 años.
Rufo ya no era tan joven cuando, trabajando en la construcción del Palau de las Arts, había sufrido una caída. Por su forma de ser, valiente y servicial, se había ofrecido para una tarea difícil al echarse para atrás los más indicados para hacerla; y su generosidad le costó la jubilación. Le quedó como secuela una insuficiencia vascular, por la gravedad de las heridas sufridas, y se dedicó por entero desde entonces a su familia.
Su hija Teresa había sido la mayor beneficiada de esa entrega, pero también la que más iba a padecer los vaivenes de salud de su padre. El martes de la dana, Teresa estaba dando a luz a su segundo hijo, y le había prohibido a su padre acercarse al hospital; prohibición que, por supuesto, Rufo no habría de respetar. El parto se complicó y la escasez de médicos alteró el ánimo y el corazón de Rufo, que sufrió una descompensación cardíaca.
Lo metieron por urgencias estando la sala muy concurrida, y, tras una espera no demasiado larga, lo pasaron al primer cribado, por el cual ya supo su esposa que no era nada grave. Con esas noticias, y espoleada por Rufo, la mujer se fue confiada a atender a su hija, muy lejos de suponer que no volvería a ver con vida a su marido.
Y Rufino, por cierto, también figura en la lista oficial de fallecidos a causa de la dana, que casi nadie conoce.
Evaristo Montoya Santa Fe, Risto. 46 años.
Acababa de salir de la cárcel, donde había estado siete años, condenado por asaltar una joyería con fuerza, con resultado de homicidio involuntario. Por una buena conducta mantenida le habían condonado catorce años; y actualmente estaba echando currículums para trabajar en la construcción.
Tenía obligación de presentarse una vez al mes en el centro de inserción social, y el martes 29 de octubre a las tres de la tarde, no pudiendo llegar al centro en autobús, estaba caminando por la avenida de Barber cuando, al ir a cruzar la calle, le arrolló un camión de un operativo de salvamento, de los de protección social. El parte que presentaron fue: "Heridas en la cabeza a consecuencia de ser arrollado por una tromba de agua. Muerte por ahogamiento. Identidad desconocida."
José López Gómez, 81 años.
Constanza García Luengo, 79 años.
Vivían desde hacía dieciocho años en la residencia del Patronato San José. No tenían familia, por lo que estaban muy unidos, siempre pendientes el uno del otro. Desde hacía un tiempo se les veía más esquivos en la residencia, aunque nadie preguntaba el porqué. El martes 22 de octubre el personal había tenido que avisar al médico porque a José le había sobrevenido un mareo en el comedor y se había caído de la silla. Lo ingresarían al día siguiente, y con él se iría también su mujer Constanza.
Llegado el fin de semana comentaban los residentes que la pareja estaba ya a punto de volver, que los médicos habían dicho que se trataba solo de un poco de anemia. El caso es que la semana de las lluvias pasó sin que volvieran al centro, y ya, a la siguiente semana, se supo que había habido complicaciones y problemas, con virus e infecciones raras, y que los dos estaban mal. Y así quedó la cosa.
Después, como la vida nunca se detiene, con el trajín cotidiano todos se fueron olvidando de José y Constanza. Y a día de hoy, sin que se sepa por qué, estos dos ancianos aparecen también en la lista de fallecidos a consecuencia de la dana.
Celia Cisneros Cruz, Celi. 84 años.
Esta mujer había tenido pocas alegrías en su juventud. Había nacido en el año de la gran hambruna de la posguerra y le tocó trabajar mucho y divertirse poco. No recibió apoyo social para superar sus pobrezas personales: su imposibilidad de acceder a formación, sus complejos por no ser tan espabilada como el resto, y su posición secundaria en el organigrama familiar.
Los años tampoco le depararían muchas oportunidades, y se fue acostumbrando a su vida gris. Su gran hábito de trabajo, las bien aprovechadas escasas influencias positivas de algunos modelos familiares y sociales, y la experiencia que da la edad, le permitieron llegar a vivir como anciana que se vale por sí misma. Y estando así la conocieron varias generaciones: "¡Ah, sí, Celi!, aquella mujer solitaria pero muy amable...".
De gris existencia, y fama prácticamente insignificante, no dejaba de ser Celina un ser humano ciertamente insustituible. Era la persona de la que nunca se habla, que no entra en nuestros planes, pero que está siempre ahí, formando parte del gran nosotros; y que simplemente con estar aporta equilibrio y consistencia a la sociedad.
Aquella Celia preciosa murió en la dana, tal como vivió: en silencio, discretamente. Y, al igual que su vida, tampoco su muerte necesitó explicación. Celia no tenía nada, y murió en la dana... Tiene sentido, nos cuadra...
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